A un cuarto para las dos, los tres amantes salen al patio
delantero donde Adán y Carlos descansan tras almorzar.
“Tienes la tarde libre”, congracia Manolo a Tito.
“Quisiera, pero hay que vigilar ese tamarindo”, se excusa el
peón.
Manolo se sonríe al comprobar la lealtad que, tres décadas
después, se mantiene indestructible.
“¿Y no regresaron los de Cruz Dorada?”, consulta el dueño a
Carlos.
“Desde esa vez que los sacaste a balazos, no”, informa su
capataz; “pero sí los he visto rondando por el canal”.
“¿De todas maneras no venderás la finca?”, consulta Adán.
“Estás loco”, responde Manolo. “Estas veinte hectáreas están
produciendo, y produciendo bien: mango, maíz, tamarindo, jatrofa, palta,
maracuyá. ¡Todo lo estamos vendiendo! Y con su trabajo, esta tierra realmente
está dando un gran rendimiento, todo orgánico. ¿Qué se siente que el fruto de
su trabajo llegue a un supermercado de Nueva York, Madrid, Amberes, Bruselas,
Turín?”
“Y no te olvides el banano que se va para California y Oregón”,
agrega Carlos.
“¿Se dan cuenta?”, arguye Manolo. “¿Qué garantía hay que
Cruz Dorada respete el valor y el poder de su trabajo?”
“Además, está… eso”, agrega Carlos.
Manolo palmea el hombro del capataz, le sonríe:
“Nos vamos”.
Christian y él se suben a la camioneta y parten tomando la
pista al lado del canal.
“¿Ya le dijiste cómo Oj
cambió de amarillo a azul?”, se adelanta Adán a Carlos.
“No, no me parece oportuno”, se justifica el capataz.
“Manolo confía demasiado en Christian”.
“Y por lo visto, cacha mucho con él”, murmura el fornido
Adán, aunque no tan despacio como para pasar inadvertido. “Él y Tito”.
“Tú también has cachado con él, yo también he cachado con
él”.
“No por placer, Carloncho; no como ellos”.
A lo largo del canal no hay mucha agua pero tampoco está
escasa.
“Sabes que fue torpe correr a los empleados de Cruz Dorada
como lo hiciste”, observa Christian.
“No les dio la puta gana entender que yo no vendo la finca”.
“Manolo, ¡han triplicado el precio por lo que realmente
cuesta La Luna!”
“La finca La Luna, mi finca, no está en venta. Fin de la
discusión, Christian. Mas bien, nunca terminaste de decirme por qué ya no
quieres participar con los muchachos”.
“Porque, querido Manolo, ya no soy el chico que rescataste
en ese cuartel hace trece años; me hiciste crecer”.
Entonces el abogado divisa en la orilla del canal a un
hombre negro, alto y completamente desnudo, una cadena de hierro esposando sus
manos. Parece que lo mira fijamente. Christian se queda sin habla. Cuando al
fin puede parpadear.
“¡Frena, Manolo!”
“¿Qué pasa?”
La camioneta se detiene en seco, Christian sale y casi se va
cuerpo abajo al pequeño caudal; recupera el equilibrio, y cuando mira camino
atrás, no hay nada. Va corriendo hasta el punto donde vio al negro musculoso.
No puede ser. Ni huellas, excepto un leño de zapote.
“¿Qué tienes?”, Manolo le da alcance.
“Vi algo… ¡vi a alguien!”
“Hablas huevadas; necesitas un buen almuerzo, especialmente
luego de ese trío que hicimos”.
Manolo abraza a Christian y casi lo fuerza a regresar al
vehículo.
Esa noche, Adán hace su ronda armado de escopeta, linterna y
radio. Ilumina a los lados en la oscuridad de las diez de la noche. Corre un
viento muy frío, así que está bien abrigado.
“Mango sector dos, despejado”, informa presionando el botón
del radio.
“Mango sector dos, despejado”, confirma Carlos mediante la
bocina del artefacto. “Pasa a las paltas”.
Adán camina unos veinte metros más hacia la casa grande. La
noche es serena, apenas un mosquito, los incesantes grillos, una que otra
libélula, el resplandor intenso de Collique a la izquierda, el leve resplandor
de Santa Cruz, el pueblo más próximo. El cielo sobre su cabeza luce encapotado
y negro. Un par de ojos rojos aparecen en el camino. Adán sonríe.
“Zorrito, zorrito, ¿horas de cacería?”,
Al fin llega a los paltos y lo mismo, dirige la linterna en
cada fila de árboles, las recorre poniendo su escopeta en ristre. A pesar de la
seguridad en torno a La Luna, siempre habrá quien ose violarla y se escabulla
para cosechar lo que jamás sembró, aunque nadie ha pretendido incursionar en la
propiedad por miedo.
“Tío”, le preguntó alguna vez Frank a Carlos antes de ir a
su prueba para conseguir el puesto, “¿qué hay de cierto sobre la luz verde que
sobrevuela la finca?”
“¿Luz verde? ¿Cuál luz verde, sobrino?”
“Dicen que se ve a medianoche desde el pueblo”.
“La gente habla huevadas”, siempre ha sido la respuesta de
Carlos.
Precisamente en el pueblo, donde falta una buena posta de
salud, donde la escuela está en malas condiciones, donde las pistas se están
cuarteando, donde la basura se acumula a la entrada y la salida, hay dos tipos
de negocios que siempre están en excelentes condiciones: los restaurantes
turísticos y el AMW Gym, administrado por Tito. (“¿Cómo mierda se pronuncia ese
nombre?”, le pregunta Adán, uno de los alumnos habituales, constantemente). Precisamente,
Frank sale de la ducha ya abrigado y listo para irse a casa. En la mesa de
recepción, Tito cuadra caja.
“¿Está todo en orden, jefe?”, verifica el muchacho.
“Sí, como siempre”, da conformidad Tito. “Ahora que vas a
trabajar en la finca, vamos a ver cómo nos multiplicamos”.
“¿Y no hay otro instructor que pueda hacerse cargo cuando tú
o yo no podamos? ¿O piensas cerrar el gimnasio?”
“Ni cagando, Fran. Si pasa algo en La Luna, éste será mi
refugio económico. Vete a casa que mañana debes madrugar a tu nueva chamba”.
De vuelta en la finca, Adán termina su ronda nocturna y
regresa al puesto de vigilancia, donde Carlos tiene un escritorio sobre el que se haya una laptop hábilmente
colocada para que el visitante no vea el contenido: imágenes en directo
generadas por varias cámaras estratégicamente conectadas a lo largo de la finca
y dentro de la casa grande; incluso hay un par en la entrada de la pista.
“¿Qué tal se me ve en HD?”, bromea Adán.
“Más horrible que en persona”, barbea Carlos.
“Los tamarindos de Tito no andan muy bien que digamos, y
deberíamos hacer algo aprovechando que es luna nueva”.
“¿Estás cargado?”
“Completamente. ¿Tú?”
“Creo que sí”.
“Si no estás seguro, tenemos tres noches más, y creo que soy
el único acá que sí puede guardar abstinencia”, ironiza Adán.
“De una vez vamos porque esas plantas no pueden esperar más
tiempo”, acepta el capataz.
Ambos (Carlos porta una mochila) van avanzando a lo largo de
la propiedad siguiendo el recorrido de una acequia, la principal. Cada cierto
tramo se detienen y abren una pequeña compuerta. Por ahora el curso está
húmedo, algo barroso debido a que esos días han estado regando otros sectores
de la parcela. Llegan a la fila de overos, saltan la pequeña zanja, toman el
camino secreto, ubican los algarrobos. El capataz abre su mochila y saca una
botellita, se la ofrece a Adán, quien la abre y toma tres sorbos.
“¡Asssuuuuuuu!”, exclama al sentir cómo va raspando la
garganta. Se la devuelve a Carlos, quien lo imita.
“Está potente”, comenta el peón.
“¿Ya te comenzó a hacer efecto?”, consulta Carlos.
“Poco a poco”.
El capataz saca unas prendas con peculiares triángulos de
líneas negras dentro de los que hay círculos negros seguidos de triángulos negros
donde hay círculos vacíos. Le da uno a su compañero, quien ubica la saliente de
uno de los árboles y comienza a desvestirse por completo; Carlos hace lo mismo.
Ya desnudos, avanzan por el camino encementado hasta la orilla de la lagunita cuyo recipiente también ha sido
reforzado con concreto para evitar al máximo la filtración y la erosión del
suelo. Carlos y Adán se ponen las prendas en la cabeza y abren un frasquito de
Agua de Florida.
“Se benévola, Yup,
así como nosotros te protegemos con amor”, ora el capataz.
“Se benévola, Yup”,
repite Adán.
El primero lanza un chorro del Agua de Florida al agua de la
laguna y súbitamente el viento cesa, deja de hacer tanto frío. Carlos se
inclina hasta poner su cabeza en contacto con la fina grama de las orillas, y
Adán se arrodilla tras él en la misma posición. Esperan varios segundos.
“Yup aceptó la plegaria”, avisa Carlos. “Ahora exige nuestra
ofrenda”.
Sin perder la posición, Adán se adelanta un poco hasta ganar
las nalgas algo velludas de Carlos, las toma, las acaricia de adentro hacia
afuera, acerca su boca y comienza a lamer el ano. Lo hace con sumo cuidado,
respeto. Mete la lengua ampliando el esfínter, humedeciéndolo con su saliva.
Logra expandirlo. Se arrodilla detrás de él y hace crecer su pene a punta de un
lento masaje. Cuando está duro y bien lubricado, lo comienza a introducir
lentamente. Carlos jadea y respira profundo y lento. Adán comienza a mecerse
concentrándose en la imagen de unos ffrutales reventando de producción mientras
sonríe para sí mismo; imagina el agua saciando la sed de cada planta, cada
árbol, saciando su propia sed, limpiando su cuerpo, permitiendo preparar sus
alimentos. ¡Oh, cuán bendita es el agua aquí! Siente la proximidad del orgasmo.
“Estoy listo”, avisa.
Saca su pene, se pone de pie, camina hacia la laguna hasta
que le cubre medio cuerpo y detrás Carlos hace lo mismo. Ambos se masajean sus
falos dentro del agua hasta que el semen de cada cual se dispara en lo
cristalino. Salen de inmediato y caminan hasta un extremo de la piscina,, abren
una compuerta, dejan fluir el líquido. Mientras esperan un tiempo prudencial,
se ponen frente a frente, se abrazan con dulzura, se dan un beso profundo en la
boca. Una luz verde sobrevuela el lugar. Cierran la compuerta y regresan hasta
el punto en la orilla donde copularon. Carlos saca una raja seca de palo santo
y le prende fuego. Ambos varones se arrodillan a contemplarlo en silencio. La
flama amarilla progresivamente se vuelve verde. Buen augurio. Sin embargo, una
súbita ráfaga fría de viento corre, y los dos hombres se miran con cierta
alarma.
“Oj se puso azul”,
Adán rompe el silencio.