“¡Cómo que no lo vamos a enterrar
acá!”, se indigna Adán.
Los cuatro empleados de La Luna
están reunidos en la caseta de vigilancia
a medio camino entre la entrada y la casa grande. Carlos viste de camisa
blanca y pantalón de tela negro, zapatos también negros bien lustrados.
“¿Acaso elga ignora la última
voluntad de Manolo?”, inquiere Tito, con algo de mayor entereza, pero sin
ocultar su congoja.
“No fue elga”, informa Carlos.
“Ni siquiera la dejaron tomar parte del velorio; la decisión es de la señora
Esmeralda y sus hijos”.
“¿Y Christian qué dice?”,
pregunta otra vez Adán, evidentemente molesto.
“No estaba; me dijeron que está
haciendo papeleo. Incluso Esmeralda no autorizó a que abran la tapa del cajón”.
“Dicen en las noticias que lo
balearon en la cara y luego lo quemaron”, interviene Frank sin una emoción
definida.
“Ni lo menciones”, se incomoda
Tito.
“Voy a Collique, ya mandé a hacer
una corona de muertos; regreso”, anuncia Carlos, quien arranca la moto de Frank
y sale de la propiedad. Adán se reclina sobre la pared de la caseta.
“Todo esto es una huevada
completa”.
En ese momento una joven esbelta
llega en una bicicleta montañera e ingresa. Bajo la gorra negra se recoge su
melena hasta media espalda, crespa, castaña, ojos verdes, tez blanca, vistiendo
una camiseta blanca, un jean azul y zapatillas. Se detiene ante los tres
hombres y los saluda. Desmonta la bicicleta y se la entrega a Tito.
“¿Alguna novedad con César?”,
pregunta el gladiador.
“No, pá, ninguna”.
“Listo, hija”, contesta el padre,
se monta en la bicicleta. “Regreso”, informa a Adán y Frank. La recia figura
del gladiador se aleja en el vehículo.
“Y… ¿qué me toca limpiar hoy?”,
consulta la chica.
“Me parece que la sala y la
lavandería”, notifica Adán.
“Boy”, dice la chica con mucha
seguridad.
La joven camina hacia la casa
grande e ingresa. Los dos varones, especialmente el más joven le clavan la
mirada. El mayor de ellos aún no puede creer que han pasado casi veinte años
desde que la viera llegar al mundo. Entonces, Tito y él corrían de un lado a
otro de la clínica, mientras la madre de la chica esperaba, y las cosas seguían
como todos los días en La Luna, cuando Manolo se había convertido en otro peón.
Corta los recuerdos para evitar las lágrimas.
“¿Aún no le dices a Tito?”, codea
Adán a Frank.
“¿Decirle qué?”
Adán logra sonreír.
“Voy a sacar unas cosas, tienes
media hora de libertad… ah, la sala tiene una cámara de seguridad”, guiña el
peón.
Tras rodear la casa grande, Frank
abre una puerta posterior, una de las tres. No es necesario que use el juego de
llaves. Adentro, la chica barre el polvo del suelo, mientras algunas prendas se secan en los tendales.
“Sabía que no te aguantarías,
Frank”.
El chico cierra la puerta
trasera, le pone llave.
“Yo que tú no haría eso”,
advierte la chica.
“Solo estamos tú y yo en la casa,
Flor”.
Frank se aproxima a la chica, la
abraza con intensidad, la besa profundamente en la boca y le acaricia la
espalda con fruición. Flor le corresponde sin ambages.
“éste no es el mejor lugar”,
vuelve a advertir ella.
“Tu papá se fue a Santa Cruz;
demorará en regresar”.
Ambos jóvenes vuelven a besarse
apasionadamente y a girar hasta que Frank coloca a Flor junto a la tina de
lavado, la arrima, y comienza a levantarle la camiseta hasta quitársela. Él
también hace lo mismo. Ella acaricia casi
febrilmente la espalda ancha del chico, que la besa con cuidado entre el
cuello, la mejilla y la oreja.
“Me vuelves loco”, le dice él.
“Tú también”, le responde ella.
Frank desabrocha el jean de la chica y de paso hace
lo mismo con el suyo, trata de bajarlos indistintamente. Flor lleva un conjunto
interior de inmaculado blanco, brassiere y tanga. Cuando Frank logra bajarse
parte de su jean, revela un bóxer plomo que adelante luce una evidente aunque
no tan grande erección. El chico toma los tirantes de la braga, comienza a
bajarlos, puede acariciar las caderas de la chica, quien jadea fuerte…
“¡Qué carajos pasa aquí!”
Frank y Flor se asustan. El
muchacho se pone delante de la chica y abre sus brazos.
“A ella no la tocas”, dice
desesperado.
Delante de ambos, Tito está
furioso. Su rostro está colorado, resopla como un toro. Apreta el puño y cuando
va a dirigirlo a la cara del chico, algo lo detiene.
“¡¡No, Tito!!”
“¡Déjame, Adán! ¡¡Déjame,
mierda!!”
El Orejón logra hacer una llave a
Tito y lo retiene de ambos brazos, aprisionándolos con los suyos a su espalda.
“Vete, Frank”, ordena. “¡Vete!”
El muchacho se levanta el jean y
se lo abrocha, busca su polo y abandona el patio. Flor también se levanta su
jean y se lo abrocha. Tito pugna por seguir a Frank pero Adán lo mantiene
inmóvil.
“La culpa es mía en todo caso”,
trata de tranquilizarlo.
“¿Qué cosa estás diciendo?”,
sigue indignado Tito.
“Yo le insinué que Flor estaba
sola”, confiesa Adán.
“¡Ya basta, papá!”, reacciona al
fin la chica. “No sé si te has dado cuenta pero ya soy mayor de edad, ya tengo
libertad para tomar mis decisiones”.
“¡Eres una mocosa, carajo!”
“¡Pero ésta ya es mi vida, papá!
¡Igual como tú hiciste tu vida, ahora me toca hacer la mía!”
Tito intenta contenerse, respirar
hondo. Adán no afloja la llave. Flor sigue allí con medio cuerpo semidesnudo.
“Pero vives bajo mi casa”, espeta
serio el padre.
“Si ése es el problema, papá, me
voy de ahí ahora mismo”.
Flor toma su camiseta, se la pone
y se dispone a dejar el patio.
“¿Desde cuándo?”, contiene la
rabia Tito.
Flor se detiene bajo el dintel de
la puerta que permite el acceso a la casa grande propiamente dicha.
“Escuchen: esto es un diálogo
entre padre e hija”, interviene Adán. “Te voy a soltar, Tito, pero no hagas
huevadas, ¿entendiste?”
La llave es deshecha, el
gladiador gira súbitamente, cierra los puños y enfrente tiene a su amigo de
toda la vida mirándolo fijamente y serio a los ojos. Tito solo atina a largarse
del patio, casi rozando a su hija mientras va como locomotora; Flor se alarma.
“Lo va a matar, tío Adán”.
“No, no lo hará”.
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