Al llegar al patio trasero de la
casa grande, no halla a nadie, pero sigue respirando agitado.
“¡Frank, esto no se queda así!
¡Vamos a hablarlo de hombre a hombre! ¿Me entendiste?”
Nadie le responde, pero un
muchacho oculto entre los paltos cerca de ahí puede escucharlo claramente.
Tito llega a toda velocidad montado
en su bicicleta a la entrada del AMW en Santa Cruz. Está sudado y quiere usar
ese calentamiento para desfogar la rabia que aún tiene en las pesas y las
máquinas. Al entrar, ve a un par de muchachos del pueblo entrenando, el chato y
musculoso César dirigiéndolos, y más al fondo, en la zona de barras, a un tipo
negro, alto y de carnes marcadas haciendo curl
para bíceps. Tito se lamenta que no puede botar a la gente, cerrar el gimnasio
por completo, quedarse desnudo y entrenar hasta que se le pase la cólera. .
César se da cuenta de su llegada y camina a saludarlo.
“¿Quién es ese venezolano?”,
interroga imperativo el recién llegado.
“¿Cuál venezolano?”, se extraña
el instructor encargado.
“Carajo, ¿no lo ves acaso al
fondo?”
César gira hacia donde le señala
Tito.
“Ah, Owen; no, no es venezolano.
Yo también pensé, pero habla como gringo”.
“¿Y de dónde mierda salió un
negro gringo?”
Tito se aproxima con curiosidad
al hombre: es joven, cabello zambo recortado con cierto estilo, facciones que
se potencian cuando le sonríe, simetría muscular como si lo hubiesen sacado de
un libro de Anatomía Humana; viste una camiseta con un símbolo de la paz como
estampado, que no disimula sus protuberantes pectorales y que baila sin tocar
su fina cintura, y un short algo pegado, que le marca un gran bulto delante
debido a que sus nalgas parecen dos balones con peso y medida oficial, además
de dos vascularizadas piernas que semejan dos troncos de ceibo pero prietos,
calcetines y zapatillas número cincuenta y dos, tranquilamente. ¿Cuánto tendrá
de estatura ese hombre? ¿Metro noventa y mucho?
“¿Tú necesitar barra?”, le
consulta muy afable y sonriente.
“No”, atina a responder Tito algo
desconcertado. “Sigue nomás”.
El muchacho acaba la serie, deja
la barra en el soporte: a los extremos hay quince kilos, treinta y cinco
incluyendo el trozo longitudinal cromado.
“¿No usas guantes?”
“Guanta?”
Tito hace un gesto con las manos,
como si se calzara algo en ellas.
“Oh, gloves”, reacciona el
muchacho con un acento harto afectado.
“Guantes”, le reitera Tito.
“No, no usar”.
“¿Y tus manos?”
El chico se las extiende y Tito se queda sorprendido:
ningún callo, parece una piel tersa, como de bebé. Se siente tentado a
preguntar si es la primera vez que entrena, pero ese desarrollo muscular es
altamente elocuente: no.
“Bienvenido a Santa Cruz”, da la
mano Tito.
“Oh, gracias”, le responde, y lo
confirma: suaves como si el cromo de la barra jamás las hubiera tocado. “Soy
Owen Mgombo. Mucho gusto”.
“El gusto es mío”, responde el
desconcertado gladiador, cuyas manos no son precisamente el orgullo de
cualquier salón de belleza masculina.
“¿Owen Mongo?”, reacciona
torpemente Tito.
“No, es Mgombo”, corrige Owen sin
dejar de mostrar una dentadura blanquísima. “M, G, O, M, B, O.
“Te traeré un par de guantes”,
sigue boquiabierto el anfitrión.
A mediodía, César rinde cuentas
de la mañana a Tito quien está a mitad
de una rutina de piernas, y viste un bibidí rojo por el que se desbordan los
vellos de su pecho, un pantaloncillo de licra a medio muslo que le marca todo
el paquete y el trasero, calcetines gruesos y zapatillas. . No es su ropa de
entrenamiento más impecable; en realidad, la rescató de la ropa sucia, así que no
huele a gloria, precisamente. César es más humilde en cuanto a su vestimenta:
un bibidí raído, un viejo short de Educación Física, unas zapatillas de cuero,
cubren su metro sesenta y tres, trigueño oscuro, y un proceso de entrenamiento
que le ha sacado el jugo a su somatotipo mesomorfo, lampiño encima.
“Todo en orden”, aprueba el
gladiador. “Vete a almorzar y regresas a las dos”.
“Tito, no sé si pueda regresar
esta tarde; me ha salido una posibilidad de chamba en Collique y quiero ver si
la hago”.
“No jodas”.
“Frank puede cubrir la tarde”.
“No creo que pueda… tiene…
trabajo en la finca”, miente Tito.
Al fondo, Owen hace jalones para
tríceps.
“Si no pasa nada en Collique,
vengo y te cubro”, promete César. “Te aviso a tu celular”.
Ambos van hasta la puerta y Tito
decide cerrarla.
“¿Y el negro gringo?”, llama la
atención César.
“Tranquilo que está bajo
control”, guiña un ojo Tito.
Tras asegurar la puerta y cerrar
las ventanas del todo, el gladiador se pone un grueso cinturón de cuero, regresa
a donde dejó la barra cargada con 60 kilos por lado, se quita el bibidí y
comienza a hacer sentadillas completas: espalda recta, sacando culo, bajándolo
hasta quedar en cuclillas, contar hasta tres, luego elevarlo lentamente sin
dejar la pierna recta del todo. Doce repeticiones. Del otro lado, Owen termina
su segunda serie de jalones para tríceps y, al hacer contacto visual con un
esforzado gladiador, le sonríe y se le acerca.
“Avisarme si querer mi ayuda”, se
ofrece.
Mientras sube y baja, Tito se da
un tiempo para sonreírle; gotas de sudor brotan por doquiera de su blanca y
velluda piel. Dos minutos después, deja la barra en el suelo. Resopla, toma un
poco de agua de una botellita de plástico que tiene al costado.
“¿Y a qué te dedicas, Owen? ¿qué
haces?”
“Oh, yo ser psicólogo y
antropólogo; ahora, yo hacer un investigación sobre pueblos antiguos”.
“¿Hace cuánto llegaste a Santa
Cruz?”
“Tres días, pero yo estar
sorprendido: ustedes no tener mucha información sobre su pueblo antiguo”.
Tito sonríe por compromiso.
“¿Por qué tú estar concernido?”, averigua Owen sin
abandonar su blanca sonrisa.
“¿Concernido?”, se extraña el gladiador.
Owen pone cara y ojos tristes y de inmediato ríe.
“Mi español ser malo”.
“Preocupado”, aclara Tito,
sonriendo. “Se dice pre-o-cu-pa-do. Problemas aquí, problemas allá, problemas
en todos lados”.
“Los problemas existir para ser resolvidos”.
“Se dice resueltos”, vuelve a
sonreír Tito, y se inclina a coger la barra, mostrando sus bien desarrollados
glúteos al espejo. “Un momento”, se detiene. “¿Dijiste que eres psicólogo?”
“Sí, yo ser”, sonríe Owen. “Tú
poder confiar en mí tus problemas, si tú querer”.
“¿Tienes tiempo?”
“No mucho. Mi hotel terminar hoy
tres de la tarde; luego, yo ir a Collique, regresar a la capital”.
“Ah, ya te vas”.
“Porque mi dinero acabar; si yo
conseguir empleo, yo quedar”.
“Entiendo; no hay mucho que
hacer”.
Owen, entonces, se quita la
camiseta, revela su bien labrado torso lampiño, se acerca a Tito, lo abraza
fuertemente, se aproxima a su oído:
“Tú tener dos problemas: miedo,
vergüenza. Miedo paralizarte, vergüenza ocultarte. Tú creer tú no confiar en
nadie, pero la verdad es tú no confiar en ti”.
Una paz inesperada se apodera de
Tito, llevándolo casi a los límites de la lividez.
“Abre la puerta, toma tu
bicicleta, corre, dile que tú amar y entender”, aconseja Owen. “Pero no juzgar,
así como tú no querer ser juzgado”.
Owen se separa un poco y mira los
ojos de Tito, quien ahora parece tenerlo todo más claro.
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