En la cocina de la casa grande,
el reloj marca media hora después de las cero horas. Carlos prepara una
infusión de valeriana, mejor dos, y sirve una a Frank, quien revisa la pantalla
del celular de su tío.
“¿Es en serio todo esto?”
“Parece que sí”, responde Carlos.
“¿Y… qué fue lo que vi esta
noche?”
“energía antigua, Frank. Es la
forma cómo los gentiles tratan de
avisarnos cosas: el verde significa simpatía, el celeste significa precaución,
el rojo significa victoria.
“¿Y el amarillo?”
“Que no pasa nada, que todo sigue
igual y hace falta cambiarlo”.
“¿Hay blanco?”
Carlos sonríe:
“No, el blanco es exclusivamente
el color de Shi, la Luna, y significa plenitud”.
“¿Y de qué o de quién debemos
cuidarnos, tío?”
“No lo sé”, responde Carlos.
Frank termina toda su taza y se levanta
de la mesa.
“Ah, luego lavo la tanga y te la
devuelvo, tío”.
“No hace falta: es tuya”.
El muchacho sonríe y entra a la
sala. En el segundo piso, en el dormitorio lateral, lo espera alguien que no le
generará susto alguno. Abajo, en la cocina, Carlos se queda pensando en la
pregunta de su sobrino: ¿de quién deben cuidarse? La respuesta que tiene parece
obvia.
A la una de la mañana, la calle a
la que da la fachada verdadera de la casa de Tito está vacía. La única luz
encendida es la de los postes de alumbrado público. Alguien vestido de negro
camina procurando hacer el menor ruido posible. Se acerca con mucho sigilo a la
vereda y se pone en cuclillas, saca un frasquito de un bolsillo y un cepillo de
dientes del otro; vierte un líquido sobre el cemento y comienza a refregarlo
con el pequeño instrumento de plástico. Cuando está más concentrado en su
tarea, busca el recipiente y no lo encuentra. ¡Se supone que lo había guardado
otra vez en su bolsillo izquierdo! Mira alrededor, pero no encuentra nada hasta
que, sin previo aviso, se queda helado del susto.
“¿Buscas esto?”, susurra un
hombre negro musculoso, quien parece estar suspendido en el aire a solo unos
centímetros sobre el jardín, totalmente desnudo, con gruesos brazaletes dorados
en ambas muñecas, y con el pomito en la
mano.
La persona, quien tiene el rostro
cubierto por un pasamontañas, no puede articular palabra y colapsa sobre la
vereda.
Cuando el día despierta, a eso de
las cinco de la mañana, la vecina de Tito sale a barrer su vereda cuando distingue
el bulto negro; lo topa con la escoba, y, al notar que se trata de una persona,
más por curiosidad que por otra cosa, le descubre la cara.
“¡Jesús, María y José!”, se
asusta la doña.
Le da pequeñas bofetadas. Al no
hallar respuesta, deja la escoba olvidada en la vereda, y va ligerito a la
posta médica por ayuda. No pasa ni un minuto cuando el joven reacciona; se
sienta en el cemento, atontado. Mira a su alrededor nuevamente: solo está el
cepillo. Se alarma al ver la escoba tirada junto a él y la puerta abierta de la
casa vecina. Se desespera buscando algo más, pero no lo halla. Prueba a ponerse
de pie.
“A la mierda”, murmura.
Abandona la escena por sus
propios medios tan rápido como le es posible, olvidando el pasamontañas en la
huída.
Ya a media mañana, César llega a
La Luna a pedido de Carlos. Su propósito es usar la habilidad que el
fisicoculturista tiene con los aplicativos de computación para detectar qué
pasó con los saltos de grabación en la cámara, aunque la respuesta técnica está
sobreentendida: el equipo dejó de transmitir imágenes en vivo por un tiempo, y
eso en la grabación se nota como un salto, aunque en vivo luciera como una
fotografía digital.
“Las dos interrupciones fueron de
dos minutos; mira el reloj en esas tomas y mira el reloj de otra cámara que
elegí al azar”, sseñala a Carlos.
“No hay pérdida de tiempo”,
comprueba el capataz.
“Es un problema muy común en
estos equipos y en estas redes: oscilaciones de electricidad, saturación de
datos en la red; virus no es porque ya le pasé mi medicina mágica y tu laptop
está más limpia que laboratorio de discos compactos”, presume César.
“Fueron esas luces”, concluye
Carlos.
“¿Variaciones del campo
electromagnético capaces de afectar una cámara de video? ¿eso me estás
diciendo, Zavala?”
El capataz no sabe cómo responder
a eso, pero no es el dato que más le preocupa.
“¿Así que Christian Esteves no
solo dispone de la camioneta sino también del departamento”.
“Ya te imaginarás que cuando
fuimos con ese otro pata, el tal García, me recagaba de miedo; miedo y respeto,
tú sabes: ésa fue la casa de Manolo”.
“¿Cuál García?”, se intriga
Carlos.
“Un flaco, pero bien marcado,
como de tu estatura, blanquito, pecoso”.
El capataz hace memoria
rápidamente.
“¡Juan García!”
Lo conoces, Zavala?”
“Era asiduo cuando bailábamos en
La Luna. Su familia es de plata, así que lo teníamos metido todos los fines de
semana desde que salió de la universidad o por ahí, pero apenas Christian se
licenció e ingresó al elenco, se le hizo cliente habitual. Ahora es fiscal”.
“A la mierda; por eso se conocen.
¿Sabes que quería convertirse en mi sponsor
a cambio de que me convirtiera en su marido?”
“Esa es su cantaleta de toda la
vida… es pura boca; solo hay que seguirle la corriente, pero de que sí suelta
buen billete, sí suelta si lo tienes bajo control”, Carlos se estruja la
entrepierna.
“Quería que vayamos a un local
que tiene nombre como fórmula química. NH4, H2O, CH4, algo así”. César verifica
otros parámetros en la laptop. “¡Ya me acordé! G4G”.
“Me suena, pero no lo conozco”, afirma
Carlos.
“Ahí quería el García seguirla”.
Frank entra de improviso,
carraspeando:
“Tío, Tito te necesita en la fila
de tamarindos”.
“Ahora vengo”, indica el capataz;
ttoma una gorra y sale a ver qué está pasando.
Frank espera hasta quedar a solas
con César:
“Así que el G4G”.
César lo mira sin entender.
“¿Qué tiene, mi Frankie?”
“Quisiera ir ahí… y tú vas a ayudarme, César”.
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