Christian entra furioso al departamento que alguna vez perteneció a
Manolo; las luces de la sala aún están encendidas. Mira las fotos y una mezcla
de ira y dolor se agitan en su ser como cuando la lava fluida intenta calentar
el mar y solo consigue crear pegotes de piedra que explotan aún dentro del frío
únicamente para perder el calor. Ahí están Manolo empresario, Manolo
deportista, Manolo viajero, Manolo amigo, Manolo hijo, Manolo padre, Manolo
hermano… Manolo, el creador no tan secreto de La Estirpe.
“Ni creas que me quedaré a derramar una puta lágrima por ti”, depreca
Christian. “Ni una puta lágrima más de las que ya te lloré, ni una”.
Pero sus ojos, pronto, comienzan a brotar gotas que recorren su rostro.
Respira profundo, quiere hacerse el valiente, enfrentar lo que quiebra su alma,
como alguien le aconsejó, pero no lo consigue. Va al dormitorio, busca algo de
ropa, se dará un nuevo duchazo. La noche del sábado todavía guarda algo de
virginidad.
Casi por dar las once de la noche, en La Luna, Tito avanza con su
linterna, su escopeta y un armonioso silbido. La humedad se hace más intensa.
“No tarda en garuar”, avisa por el radio portátil.
“Buenas noticias para la melga que aramos esta semana”, le contesta
Carlos, quien no pierde detalle de sus pasos desde el mini centro de control en
la caseta de vigilancia.
Alguien avanza imperceptiblemente por el patio principal hasta ocupar
LA puerta.
“¿Tío?”, se anuncia Flor.
Carlos casi salta de susto hasta el techo.
“Perdona, tío”, sonríe la chica.
“¿Qué haces aquí?”
“Estaba aburrida adentro; le estoy mensajeando a Frank y no responde”.
Carlos reflexiona unos segundos, pero no halla nada convincente que
decir.
“Debe haberse quedado dormido”, excusa.
“¿Tú crees, tío? Si Frank se va A LA CAMA a medianoche o la una, más si
es fin de semana. Me parece que se fue de fiesta y anda muy… ocupado, tú
sabes”.
“¿Son celos o me parece?”, sonríe el capataz.
“Ay, tío”, reacciona la chica. “¿Celos yo de él? ¡Por favor!”
De pronto, en una de las imágenes, Flor nota que una silueta blanca
aparece; algo en ella le dice que no tema pero algo también le hace temer. Avisa
a Carlos, quien toma el radio y abre comunicación.
“Tito, ¿Tito?”
“¿Qué pasa, Charlie?”
“Sujeto en los tamarindos; avanza con precaución”.
“Enterado”.
Pero, sorpresivamente, la silueta se desvanece poco a poco. Carlos mira
a Flor como para convencerse de que no está viendo mal; la chica luce intrigada
y atemorizada. Carlos toma el radio otra vez:
“¿Tito? ¿Tito?”
Nota en una de las ventanas que el gladiador agarra su aparato y
parece responderle, pero no tiene retorno. Carlos va al armario detrás suyo,
saca la otra escopeta.
“Te vas a quedar aquí, Flor, encerrada, y por nada del mundo,
¿enntendiste?, por nada del mundo abrirás la puerta hasta que yo regrese
dándote tres toques”.
“¿Qué harás, tío?”, se pone nerviosa la chica.
“Todo estará bien”.
Carlos sale de la caseta, prende su linterna y comienza a caminar hacia
la fila de tamarindos que está justo detrás de la piscina, no más de treinta
metros detrás de la casa grande. Pone su arma en ristre y al apuntar al árbol donde
detectó la silueta, no hay nada.
“Qué mierda?”, se dice.
Otra luz se acerca.
“¡¿Tito, eres tú?!”
La luz amarilla se aproxima más, temblando en la oscuridad y creando un
haz con las finas gotas que empiezan a caer
“¡Sí, Carlos! ¿Qué pasa? ¿Quién está ahí?”
“¡Nadie! ¿Tu radio funciona?”
Tito, quien ya está en el claro que da a la fila de árboles, activa el
interruptor de su aparato pero oye estática. Las lucecitas piloto están
prendidas.
“No hay señal”, informa a Carlos.
“No puede estar pasando de nuevo”, se alarma el capataz.
Un muy agudo pitido se oye con debilidad.
En la caseta de vigilancia, Flor puede ver a los dos varones dialogando
(aunque no puede escuchar nada), cuando de pronto la silueta blanca comienza a
aparecer junto a otro de los tamarindos pero del lado opuesto a donde están Tito
y Carlos. La chica toma el radio:
“¿Papi? ¿Tío? Respondan… ¿Cambio?”
Únicamente escucha un chasquido permanente como si alguien aún no se
animara a bajar la aguja para que el disco de acetatto suene.
“¿Papi? ¿Tío?”, intenta comunicarse más nerviosa aún.
La silueta se desvanece. Entonces, Flor puede ver que Tito saca algo de
su bolsillo, lo mira y se lo lleva a la oreja. En segundos, la entrada de una
bachata suena en su celular. Mira la pantalla y contesta:
“¿Papi?”
Hay un silencio que se quiebra de pronto.
“It’s me. There’s
nothing to fear”.
Flor se asusta mucho más aún. Oye, entonces, el sonido de llamada
entrante en el auricular, y le da paso:
“¿Aló?”, dice al borde del llanto.
“¿Hija? ¿Estás bien?”
“¿Qué está pasando, pa?”, solloza.
“Ahora regresamos. ¡No te muevas de la caseta!”
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