En la caseta de vigilancia,
Carlos acaricia por enésima vez la brillante tarjeta de presentación. Una
década después, La Estirpe en La Luna sigue conservando su encanto.
En Collique Sur, tres hombres
entran a una sala a oscuras.
“Recuerden que mientras más
silenciosos, mejor”, advierte Christian en voz baja.
Mientras él camina con cuidado
hasta el otro extremo, el hombre más delgado se junta al más bajo y musculado,
e intenta besarlo.
“No me gusta”, le susurra.
“El auspicio viene con servicio
completo”, le advierte el otro.
El fisicoculturista se conforma y
deja que los labios de su ‘benefactor’ saboreen los suyos sin gracia, mientras
que siente una mano acariciarle el paquete. Christian regresa y se les acerca
de nuevo:
“Sigan la luz”, habla bajito.
Tras avanzar con cuidado, llegan
a un dormitorio iluminado. Christian cierra la puerta, y puede ver a García
quitándose la ropa. César parece no estar muy a gusto.
“¿Todo bien?”, le consulta el
abogado.
“Sí”, responde César secamente, y
comienza a quitarse la ropa.
El trasero de García no es
voluminoso como el de sus otros dos compañeros sexuales. Podría decirse que,
aunque pequeño, firme, lampiño y pecoso, era un culito cumplidor, fácil de
estimular a lengüetazos como Christian lo conocía de sobra. Lo nuevo era saber
cómo excitar a un nervioso César, quien básicamente se limita a meter sus
gruesos catorce centímetros en la boca del instigador de ese trío. Trata de
durar tanto como puede, pero no lo consigue. En solo cinco minutos se la llena
con su semen. Christian, por su parte, busca un preservativo, se lo calza y
mete sus diecinueve centímetros dentro del ano de su amigo. El fisicoculturista,
si alguien le hubiese preguntado por su deseo, solo quiere salir de ahí, pero
no lo logrará hasta media hora después.
“No has perdido el toque, Chris”, le comenta García mientras se
pone la ropa de nuevo. “Como en tus viejas épocas de La Luna. ¿Qué fue de La
Estirpe?”.
“Siguen trabajando en la finca…
veremos hasta cuándo”.
“¿Y ya no bailan ni dan
servicios?”
“Ni idea; tendrías que buscarlos
en Santa Cruz para tirar con ellos”.
César se pone más nervioso aún
conforme sigue vistiéndose.
“¿Vamos a tomar algo al G4G?”,
propone García.
“Ni me lo menciones”, casi salta
Christian. “No pienso aparecer por ahí en un largo tiempo”.
“”¿Sabes cómo se llama el
venezolano o dónde puedo ubicarlo? Podemos revisar su registro migratorio”.
“Déjalo ahí, García. Quizás en dos semanas, el G4G sea otro de mis
lejanos recuerdos, como La Luna… como las dos La Luna, como La Estirpe… como
miles de huevadas que hice acá”.
García y César miran a Christian
con un gran signo de interrogación en sus cabezas. Cuando los dos bajan en el
ascensor, César prende su celular y responde algunos mensajes que le han
llegado desde las ocho de la noche cuando comenzó a entrenar en el Extreme.
“´¿No te vacilan los tríos,
cierto?”, pregunta García.
“ehh… yo… yo ni siquiera tiro
con… con patas”.
“¿Y lo del sauna?”
“ehhh… no sé… no… sé”.
“Te jalo a tu casa, ¿te parece?
Solo tenemos que caminar al gimnasio para ver mi carro”.
“Ehh… Puedo tomar un taxi acá”.
“Quiero conocer tu casa, quiero
saber todo de ti, César”.
El fisicoculturista se alarma. Apenas
se abre la puerta del ascensor en el primer piso, por alguna razón, le entra el
pánico y usa sus dos poderosas piernas para salir corriendo a toda la velocidad
que le es posible.
“¡¡Oye, César!!”, grita García,
pero se contiene al ver al portero del edificio.
“¿Todo bien, señor?”
García pasa de largo y prefiere
usar su derecho a guardar silencio.
En La Luna, Carlos trata de
mantener la vista atenta a las imágenes que le llegan de las cámaras de
seguridad mientras Frank está a mitad de segunda ronda, la que evidentemente
comenzó un poco más tarde tras el show privado
que había dado una hora antes. Por ratos relee los mensajes que le acaban de
llegar. En las imágenes de la laptop, su sobrino aparece avanzando en un
universo pintado en tonos de verde debido a la función de visión nocturna de
las cámaras en alta definición.
“Sector paltos, en orden”, avisa
por la radio.
“Sector paltos en orden,
enterado”, le confirma Carlos.
“Ti…”, habla Carlos y la
comunicación se corta.
“Frank… ¿Frank, cambio?”
En la pantalla el joven aparece
congelado al igual que todo el entorno. La única respuesta que se recibe es
estática.
“Frank… ¿Frank? ¡Cambio!”
El capataz se asusta, abre un
armario y saca una segunda escopeta, toma otro radio portátil y sale a la zona
donde están las plantas de palta.
“¿Frank? Responde. ¿Cambio?”
Más estática. De pronto se oye un
disparo.
“¡¡Frank, sobrino!!”
Carlos prende la linterna y corre
hasta donde ha escuchado el balazo. Una luz amarilla se mueve errática entre
las plantas.
“¡Alto ahí, carajo!”
Carlos reconoce la voz nerviosa
de su sobrino:
“¡Soy yo, tu tío!”
El capataz da alcance al joven y
lo encuentra nervioso y agitado.
“¿Qué fue eso, tío?”, tiembla.
“¿La viste, ¿no? ¿La viste,
Frank?”
El muchacho no sabe qué
responder.
En Santa Cruz, algo lejos del
episodio tenso, Tito descubre que puede meter en la misma ducha a dos hombres más
de su contextura y, aunque están algo apretados, pueden disfrutar la
experiencia sensual de librarse del sudor, llenarse de un aroma más agradable,
quedar limpios mientras intercambian besos y caricias, mientras sienten todos
sus cuerpos firmes rozarse con suma facilidad, mientras sienten sus penes
erectos moverse como resortes sin temor de un delante, un detrás, un activo o
un pasivo. No hay etiquetas cuando el verdadero placer surge entre dos, tres o
más personas que aceptan libremente las reglas del juego. Y a pesar de la
excitación, no están tensos, no se sienten agotados, no sienten nada más que el
momento. Así es cómo Adán logra introducir su pene erecto dentro del ano de
Owen, y en lugar de hacer el típico movimiento hacia el frente y hacia atrás,
construye un sutil baile meneando sus caderas con variaciones que apenas marcan
unos milímetros.
“¿Tú gustar?”, pregunta Owen a
Tito.
“Es enorme. ¿Cuánto te mide?”
“Voltear… el tamaño no
importar””.
Tito gira como puede, respira
hondo y lento como le enseñó el instructor, relaja todo su cuerpo –que de por
sí ya lo tiene relajado—y levanta un poco las nalgas concentrando su energía en
un punto justo al medio de su entrepierna.
“Ya”, avisa.
Las manos de Owen acarician las
caderas de Tito hasta moverse hacia su pene, el que masajea suave y lentamente.
“Danza, Tito”.
El gladiador comienza a mover su
cadera casi imperceptiblemente, y siente que algo invade su ano.
“Resppirar lento… no desenfocar”.
Tito percibe la intrusión pero no
siente dolor. Gime al igual que los otros dos varones, mientras mantiene el
ritmo ralentizado y profundo del aire oxigenando cada célula de su cuerpo.
“Ve a tu lugar mágico”, susurra
Owen.
Tito cierra los ojos y se
transporta hasta su temprana adolescencia en Shacshapampa, un valle verde de
grandes árboles, cultivos fértiles, altas cordilleras que le sirven como
protección, el lugar donde se jugaba subiendo y bajando las laderas, retozando
en la quebrada, recolectando dulces frutos, oyendo e imitando el trinar
armonioso de las aves, gozando el cielo azul con las nubes cual copos de
algodón, bebiendo leche recién ordeñada, comiendo rico jamón con maíz y queso,
siendo feliz, intensamente, inmensamente feliz.
Gira, escucha el susurro en su
mente.
Tito ya no siente la opresión en
su ano; da media vuelta y, sin abrir sus ojos, mete su pene a Owen, quien hace
lo mismo con Adán, cuyo lugar ideal es esa playa donde pasó sus vacaciones
apenas cuando había cumplido dieciocho años, en La Santitta, corriendo por la
arena, animándose a nadar en el tranquilo mar, pescando algo en los roquedales
que podían ingresar sin ser arrastrados, pasando tiempo con un joven tan
atlético como él con quien solía patear pelota.
“Este sitio es místico”, le dijo
alguna vez.
“¿Por qué?” le respondió el Adán
postadolescente.
“¿Ves ese montículo cerca al
mar?”
“¿El que parece de barro?”
“Ajá. No es natural”.
Haciendo elipsis mental, se
coloca con su amigo en la base del montículo. Es grande, quizás como una casa
de dos pisos.
“¿Lo subimos?”
“Claro”, le dice su amigo, “pero
antes tenemos que hacer el rito de los guerreros”.
“¿Cuáles guerreros?”
“Los antiguos guerreros de la
Luna”.
Su amigo ya está totalmente
desnudo para ese momento.
“¿Por qué te calateas, huevón?”
“Porque el rito se hace calato”.
Adán se da cuenta que también
está completamente desnudo. Su amigo, entonces, se le aproxima, lo abraza, le
da un beso en la boca y pega su pene tan fuerte como puede al otro pene.
“Éstas son mariconadas”, protesta
Adán sin mucha convicción.
“La tienes bien parada, huevón”,
le sonríe su amigo, quien de inmediato se arrodilla para chupársela. Mira
alrededor: están solos. Una vez que termina la mamada, su amigo se voltea y se
pone en cuatro patas.
“Cáchame”, le pide.
Adán obedece. Y gime, jadea,
disfruta, experimenta por primera vez la calidez del agujero de otro varón.
“Sigue así. Poséeme”. Siempre vas
a encontrarme junto al mar… recuerda que siempre vas a encontrarme junto al
mar”.
Alguien le pide a Adán que gire,
y él obedece.
Quedan atrás sus recuerdos de la
playa, y su presente está dentro de esa reducida ducha junto a su primo y a
Owen.
“Hacer triángulo”, pide el
instructor.
Los tres se abrazan, se besan
indistintamente, siguen moviendo sus caderas haciendo chocar sus penes erectos.
“Venir ahora… venir”.
Los tres dejan de contener la
energía que tienen en la entrepierna y comienzan a liberarla sin importar si
cae en la ingle, los muslos, el suelo húmedo, la oscuridad de esa noche de
viernes, cuando el cuarto creciente trata de iluminar el cielo parcialmente
nublado.
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