Cuando Carlos termina de asegurar el portón, Tito le da alcance a paso
ligero.
“¿Por qué no me avisaste que ese hijo de puta vino?”
“¿Cómo sabía que todos estábamos aquí, porque preguntó por todos?”, le
contesta el capataz.
El gladiador entiende que es hora de cambiar planes.
No es ni media tarde cuando Tito baja la mochila de Flor, y Flor tras
él.
“No, hija, no es tu culpa, pero ese imbécil puede regresar y puede
indisponer a tu tío Carlos con la viuda, así que más vale prevenir”.
Flor se resigna.
En el patio delantero, Frank carbura su motocicleta, y Tito embarca a su hija.
“Luego vienes por César”, le indica.
El chico y la chica regresan al pueblo, mientras que Adán alista su
bicicleta para seguirles.
“¿Llegó a contarte algo”, le pregunta al gladiador.
“¿Desde cuándo sospechas de Christian?”
“Lo hablamos cuando regreses, ¿te parece?”
Tito asiente con la cabeza.
Mientras tanto, en la caseta de vigilancia, César tiene tiempo para
prender su laptop.
“¿Eres tú, no?”, le cuestiona a Owen, y éste solo atina a sonreírle.
Esa misma tarde, Juan García intenta pasar un momento familiar en un mal de Collique. Mientras sus hijos se
sumergen en la piscina de pelotas, bajo su atenta mirada, su esposa, una
hermosa y delgada chica de treinta y dos años intenta mejorar ciertos aspectos
ásperos de la relación. A pesar de su brillante carrera primero como abogado y
ahora como fiscal, Juan siempre tuvo un serio conflicto con su vida personal,
al punto que decidió casarse a los veintisiete, hace diez años, más por acallar
los crecientes rumores en torno a su vida homosexual que por un sentimiento de
verdadero cariño a la chica que había conocido cuando el ya estaba en su
penúltimo año de Derecho y ella apenas comenzaba la carrera. Elegir no le fue
difícil: ella siempre le fue devota, lo admiraba, pero la vida conyugal fue de
traspiés en traspiés por el simple hecho de que Juan nunca tuvo fuerza de
voluntad para cumplir esa parte del “prometes serle fiel”. Una semana sin alguna
pelea, tan solo una pelea, era una rareza.
“¿Qué posibilidades hay de que pidas un destaque fuera de Collique si
apruebas el examen?”, le plantea ella.
“No sé, mi amor; primero tendría que aprobar el examen”.
“Tú estás preparado, eres uno de los mejores y casi no has perdido
ningún caso. Has mandado mucha gente a la cárcel”.
Juan suspira:
“Pero tú sabes que el Ministerio Público no mide el rendimiento por la
cantidad de personas que logré meter a la cárcel”.
“Yo sé, Juani; lo que digo es que…”
El celular del fiscal comienza a sonar. Aunque se resiste, no puede.
“Disculpa”.
Lo saca y mira la pantalla: no es uno de sus clásicos contactos para
llevarlo a la cama y hacerlo gozar “más que mi mujer”, como les dice a
quienes admite que sí está casado.
“¿Por qué no apagas el teléfono,
Juan?”
“Amor, por favor”, se incomoda
él. “No empecemos”.
Responde, de todos modos:
“¿Magali? ¿Qué novedades me
tienes?”
“Analicé lo del algodón”, le
responde una voz masculina en el teléfono (hasta para asuntos de trabajo suele
mentir ante su esposa), “y te tengo dos noticias. ¿Cuál quieres?”
“Las dos sin anestesia”, responde
el fiscal con seguridad.
“La primera, no es sangre humana;
la segunda, es un líquido de origen vegetal”.
“¿Qué?”, se extraña Juan al
extremo. “Debe existir un error”.
“Pensé lo mismo, pero no, y
adivina qué fue lo que encontré”, le anuncian por el teléfono.
“Dime”.
“Croton lechleri. ¿Te suena familiar?”
“Para nada”.
“Sangre de grado, doctor García”.
Juan se queda mudo.
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