Vestido con solo una toalla
anudada a la cintura, Tito ingresa a su casa por la puerta trasera cuando oye
un par de gemidos tras una puerta abierta, la del dormitorio de Flor. Cierra
los ojos y se resiste a husmear sobre lo que parece evidente: adentro, Frank
hace el amor entre gentil y vigoroso con la hija del gladiador. Aunque ambos
jóvenes intentan cobijar su desnudez en la oscuridad, el edredón y los intentos
por no hacer ruido, la puerta semiabierta al descuido no es capaz de guardar el
secreto. Sin voltear la mirada, Tito avanza casi de puntillas hasta la puerta
del lado, la de su dormitorio. La abre con sumo cuidado de no hacer ruido y
también olvida cerrarla para evitar el sonido. Comienza a buscar ropa y cuando
la tiene toda tendida sobre su cama, algo cae al suelo: el paquete de
preservativos con el pedazo de papel que tiene escrito “G4G” encerrado en una
bolsita plástica transparente. Tito la levanta, la examina curioso y, entonces,
¡plaf!, su puerta se cierra de golpe sin que nadie, aparentemente, la haya
empujado.
“¿Papá?”, se escucha medrosamente
desde el cuarto del lado.
En La Santitta, el frío invierno
tiene a raya a todo el mundo excepto a los tablistas que aprovechan las altas
olas para desafiar su centro de gravedad y dibujar estelas de espuma sobre el
mar esmeralda. Claro que al anochecer, esa estampa no es visible, haciendo que
el pueblo sea casi fantasma. Entonces es la hora de las parejas que no pueden o
prefieren no pagar un motel, algunos drogadictos que esperan regresar el verano
en medio de sus delirios psicodélicos, o algunas personas que llegan en su
motocicleta sin sospechar que alguien va a verles, a menos que sea el vigilante
de la calle; pero, ¿para qué existen las puertas falsas? Una motocicleta apaga
su luz antes de pararse al costado de una hermosa casa de playa; alguien
vestido en zapatos, jeans y una chaqueta con capucha desmonta, se aproxima a
una de las puertas y usa su celular. En medio minuto, la puerta se abre y el
sujeto se mete.
“Buenas noches, capitán Castro”,
lo saluda, ya dentro, un tipo con una polera que magnifica su robusta
complexión.
“Buenas noches, Chiquito”, le responde
el recién llegado.
“El ingeniero lo espera”.
En una sala con
mueblesconfeccionados en madera de coco y tapizados con telas de colores vivos,
el motociclista se baja la capucha y espera. No mucho. Un cincuentón vestido en
chompa y jeans imitando el estilo de un magnate de las computadoras sale de un
pasillo y le extiende la mano.
“¡Comisario! Buenas noches.
Gracias por venir de inmediato”.
“Qué tal, ingeniero Nava. Usted
dirá”.
“¿Qué novedades tenemos de Santa
Cruz sobre el asunto que usted ya sabe?”
“Desconozco, ingeniero; usted
sabe que eso escapa a mi jurisdicción”.
Nava sonríe:
“No me refería a eso. ¿Qué fue de
su topo? Lo último que supimos es que
intentaba tramar amistad con el nuevo amante de José Alberto Carrillo; luego,
que lo envió a borrar cierta evidencia. Luego, nada”.
“Ehhh. Bueno, ingeniero, no… hay
mucho que hacer. Además, es domingo, y como supondrá, mi gente tiene derecho a
descansar, ¿no?”.
“Ahora entiendo por qué el lunes”, comenta Nava en voz alta. “Pero no
vine para reprocharle; quiero que me diga qué sabe de ese negro”.
“Pues… llegó el sábado pasado a
Santa Cruz, estuvo metido tres días en la biblioteca del pueblo, se hospedó
detrás de la plaza, conversó con los
lugareños sobre las costumbres preincas, comió en el mercado y ahora es un
empleado de José Alberto Carrillo”.
“¿Tenemos su nombre?”
El comisario saca una libretita
del bolsillo de su jean, pasa unas hojas:
“Owen MMgombo. M, G, O, M, B, O”.
Nava abre los ojos, lo que para
el comisario solo significa una cosa: sorpresa.
“¿Lo conoce, ingeniero?”
“No”, disimula Nava. “No le niego
que la presencia de ese negro nos intriga, pero queremos saber qué tipo de
relación tiene con los empleados de Rodríguez y cuán peligroso es, o si puede
ser un aliado ya que los que tenemos… parecen fallar”.
El comisario carraspea tratando
de no darse por aludido:
“Carrillo lo protege, eso lo
tengo seguro: cuando le dije que el tal Mgombo había abusado de su hija, no
reaccionó”.
“Ése fue un psicosocial infantil.
Por eso retomé el control de esa operación. Si seguíamos confiando en ese invertido, esto ya sería un culebrón
mexicano”. Así que, como al inicio, usted y yo coordinamos sin intermediarios,
pero quiero mucha diligencia.
“¿Cuándo no he sido diligente,
ingeniero?”, reclama el comisario con cierta zalamería.
Nava sonríe:
“Espere aquí; voy por su cheque”,
le avisa.
El ingeniero regresa por el
pasillo del que había aparecido y abre una puerta. Adentro, el Carnes, quien
parece tener el costado izquierdo de la cabeza ya recuperado pues no luce nada,
mira la pantalla de la laptop. Nava ingresa y cierra con seguro.
“¿Se vio y se escuchó la
conversación?”
“Fuerte y clarito, ingeniero”.
“¿¿Apuntaste el nombre?”
El Carnes toma un papel en verde
fosforescente:
“¿Lo busco, inge?”
“Ya debías haberlo buscado”.
El Carnes sonríe y teclea en la
computadora.
Un cuarto de hora después, o un
poco más, Nava regresa a la sala con un pequeño sobre que tiene una
protuberancia cuadrangular.
“Me disculpa, comisario, por la
demora”.
“Descuide, ingeniero”.
Nava entrega el sobre a brazo
extendido, como para que alguien más lo note. Cuando el receptor lo abre,
porque quiere verificar qué le dan, encuentra un cheque a su nombre: “Estamos
generosos, ingeniero”. Hay, además, una memoria USB plateada. El policía mira
al ingeniero con ojos de pregunta.
“Ya le dije, Castro, que nuestra
prioridad por ahora es ese Owen Mgombo. Así que allí tiene varios documentos
que, espero, estudie muy discretamente, y usted sabrá qué hacer con apego a
ley”.
El comisario se desconcierta un
poco:
“¿Alguna operación en
particular?”
“Dije: con apego a ley, señor
comisario. No me invente escenarios de telenovela, porque le aseguro que no
terminará con final feliz”.
“¿Me está amenazando, ingeniero?”
“No, oficial. Le estoy mostrando
el camino alfombrado para llegar al cielo”.
El comisario sonríe y asiente con
la cabeza. Da la mano a Nava y se va. Al poco rato, El Carnes entra.
“¿La habrás apagado, no?”
“Claro que sí, inge. Yo siempre soy precavido”.
“Bueno, es discutible”.
“¿No cree que debemos seguir al tombito?”
Nava suspira:
“Sí, pero desde mañana. A ver si
éste demuestra que sabe hacer algo más que emborracharse, tener sexo y cobrar
coimas”.
Ya fuera de la casa, el comisario
Castro se cubre la cabeza con su capucha cuando desde el fondo de la calle, un
par de luces se van acercando. Aunque baja el cuello, el policía mira de qué se
trata. Más o menos a unos cincuenta metros, lo que, evidentemente, es un
vehículo se detiene y apaga sus faros. Alguien baja: reconoce ese rostro, ese
corte de cabello y hasta esa figura a pesar de estar bien abrigada.
“Doctor Esteves, ¿qué lo trae a
la playa en invierno?”, murmura.
Más allá, Christian saca una
llave, abre una puerta y entra. Antes que lo descubran, Castro arranca su
motocicleta y pasa al costado de la camioneta solo para verificar si se trata
de la misma matrícula, o al menos una de las que él se sabe de memoria. Tras el
cerco de ladrillo, pueden verse luces encendidas en un segundo piso. Diez
minutos después, Christian sale con una mujer delgada y de cabello largo, sube
a la camioneta, le da arranque y se va de La Santita, aparentemente.
“¿Ya te cambiaron los gustos,
doctorcito?”, se pregunta Castro, no tan camuflado desde cierto punto con vista privilegiada a
orillas del mar.
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