Christian revisa las facturas y
la planilla que esa semana ha generado La Luna. Se saca sus delgados anteojos,
cierra sus párpados, se soba con sus dedos el tabique de su nariz perfecta y suspira. Enfrente está
Carlos. Ambos están en el pequeño estudio que pertenece al departamento dúplex
de Manolo en el sector sur de Collique, una más o menos lujosa área residencial
cerca de todas las comodidades de la vida moderna, lejos de todo lo que
recuerde a pobreza y subdesarrollo.
“No hay variaciones con la semana
anterior, excepto el ingreso de tu sobrino”, indica el abogado, quien abre una
gaveta y saca una chequera.
“Y… ¿ya pensaron qué harán con la
finca?”, consulta Carlos.
“Aún no. Elga todavía no me da
instrucciones porque sigue haciendo papeleo. ¿Sabías que Esmeralda quería tomar
el control de La Luna? Nos costó trabajo decirle que no, que cuando se divorció
de Manolo solo tenía el control de la naviera; además que su familia caga
plata, así que de pobre nunca va a morirse, menos los inútiles de sus hijos.
Claro que eso no se lo dijimos pero si administra bien esa naviera, tiene para
darle de comer y vestir a cuatro generaciones”.
“La señora Esmeralda nunca aceptó
la nueva vida de Manolo”, recuerda Carlos.
“Ponte en su lugar: saber que tu
marido cacha con tres patas lo mismo que cacha contigo, ¿tú qué harías?”
“Con cuatro… tú también cachaste
con él”.
“Ah, sí… esa huevada de la
estirpe, una hermosa leyenda para pasar horas de pasión encerrado con tan
simétricos cuerpos de mi mismo sexo. Ya pasaron esas épocas. Mi futuro es otro,
Carlos”.
“¿Por eso ya no participaste de
las últimas ceremonias?”
“Por eso”, sonríe Christian. “Y a
propósito, ¿ya fajaron con tu sobrino… cómo se llama?”
“Frank. No, aún no”.
“Rico cuerpo tiene el huevón…
rico culo. Ojalá le entre porque sí me provoca sopearlo. Mas bien, ¿cierto que
la hija de Tito lo choteó?”
“No sé, Christian. Hasta donde
sé, no son enamorados formales”.
“Ha llegado por acá el rumor de
que un negro se comió a la chibola en plena casa de Tito. Avezada, ¿no?”
Carlos mira a Cristian
entrecerrando sus ojos. El segundo se da cuenta y sonríe.
“¿Qué tiene? Es solo un rumor. Ya
sabes cómo es el teléfono malogrado en Santa Cruz. ¿Qué va a hacer un negro en
casa de Tito?”
Carlos prefiere no responder, y
ese silencio le indica a Christian que parece haberse ido de boca. Continúa llenando
y firmando los cheques hasta que finaliza. Se los entrega al capataz, quien los
guarda en un morral hecho con lo que
alguna vez fueron botellas para tomar agua. Se pone de pie.
“Bueno, será hasta el otro
viernes; ya debo regresar”.
“Un momento, Charlie. ¿Qué tanto apuro? Apenas es un cuarto para las cinco”.
Christian se levanta de su silla
y camina hasta donde Carlos, lo abraza y besa en la boca.
“Tengo diligencias que hacer”,
informa el capataz mientras le da una nalgada al abogado.
“Y yo tengo las llaves de la
camioneta de Manolo… y las llaves del cuarto de visitas…. ¿Qué dices?”
“Estoy sudado, Christi…”
“¿Y acaso acá no hay duchas?”
El abogado vuelve a besar al
capataz.
“¿Y no regresará la señora
Elga?”, se separa Carlos.
“Elga lo sabe todo y no se hace
problemas; además, ya estás al palo”.
Efectivamente, bajo el jean, la
mano de Christian soba algo más duro que la bragueta.