Salvando el tráfico de la hora
punta, la camioneta llega veinte minutos después a La Luna.
“¿Por qué no bajas un momento,
Christian?”
“Ehhh, no Carlos. Para otra vez
será. Mas bien, ¿dónde está Tito? Quiero que me dé detalles a ver si hará falta
algún patrocinio legal”.
“Papá iba a estar en casa hoy,
doctor Esteves”, le informa Flor con mucha seriedad.
Ella y Carlos bajan del vehículo,
el que arranca y continúa un par de kilómetros más allá. Mientras la chica va
hasta su habitación en la casa grande, Adán, quien abrió la puertecilla del
gran portón de acceso inquiere a Carlos con la mirada:
“No tiene idea aún”.
“Ese huevón no me da buena
espina, Carlos”.
“¿Crees que terminará vendiendo
la finca?”
“Creo que va a joder a Tito”.
Cinco minutos después, Christian
estaciona la camioneta que pertenecía a Manolo en la entrada del AMW. Baja e
ingresa. Lo primero que le llama la atención es la concurrencia; lo segundo,
que las tres fotografías de gran formato sigan allí al fondo como si se tratase
de un altar dedicado a la perfección física masculina: Tito, Manolo y Adán;
tercero, que Frank le dé la bienvenida.
“¿Y Tito?”
“Ya sale”, le informa el más
joven. “Creo que entró al baño”.
“Oye, y… ¿cierto que un negro
quiso abusar de su hija?”
Frank enciende sus alarmas, pero
no tiene tiempo de preguntar más porque Tito le palmea el hombro.
“¿Terminaste la bicicleta?”
“Ni comienzo”.
“Anda, yo atiendo al doctor”.
Frank camina hasta la zona de
calentamiento. Tito y Christian se miran frente a frente. El gladiador invita
al abogado para entrar a su casa.
“Supe lo de tu hija y quiero
saber si necesitas algo”.
“¿Ya sabes también que se está
quedando en la casa grande? Todos ahora sospechamos que Cruz Dorada está detrás
del asesinato de Manolo, y tú eres el hombre de las leyes”.
Christian tose y carraspea.
“Necesitamos pruebas, Tito. Tú
sabes que no puedo acusar sin tener al menos un documento que conecte la muerte
de Manolo con esa empresa; y aunque hubiese, no puedo poner a Cruz Dorada en el
banquillo de los acusados. Tengo que individualizar responsabilidades”.
Tito se levanta, va a una cómoda
de la sala y saca una linterna. Invita a Christian a salir por la otra puerta a
la calle, la oficial por así decirlo. Enciende la luz y la dirige a la vereda.
“La Policía nunca vio o no quiso
ver eso”.
Christian agita su respiración al
notar la mancha roja seca y amorfa sobre el concreto.
“¿No es pintura?”, dice con
cierto nerviosismo.
“Pintura de venas”, le responde
el gladiador.
Christian se incomoda, carraspea
otra vez.
“Tengo que regresar a Collique;
quiero ver si consigo a uno de Criminalística para que vea esto. No barras ni
laves la vereda”.
“No lo haremos”, asegura Tito.
Christian prefiere no volver por
la entrada del gimnasio y bordea la esquina hasta subir a la camioneta. Tito
nota que antes de partir, el abogado habla con alguien por su celular. De
pronto, gira su cabeza hacia el pequeño jardín en su fachada y nota una bolsita
plástica con algo adentro.
“Gente de mierda que bota su
basura”.
Se mete con cuidado, alarga su
mano y lo que rescata lo deja confundido: un estuche de preservativos sin usar
y un papel roto donde se lee G4G en tinta negra. La bolsa está sellada con un
nudo bien apretado.
Mientras tanto, en el salón del
AMW, Frank termina su calentamiento amenazando con romper los pedales de la
bicicleta. Al bajarse, casi patea a una mujer, quien logra esquivarlo.
“¿Qué tienes Frankcito?”,
aspaventea la dama en sus treintas.
El muchacho reacciona y reconoce
a doña Carmen, la enfermera de la posta.
“Perdone, estaba distraído. ¿Sí,
señito?”
“Ay, muchacho. Casi me haces
mastectomía radical doble con la planta de tu zapatilla”, sonríe ella.
Frank frunce el ceño por ignorancia.
La mujer casi lo abraza, pues le arrima su cuerpo sin mayor inhibición:
“Ibas a dejarme sin las dos
tetas”, le traduce.
Ambos se ríen. ¡Y vaya que es un
buen par de tetas! Frank va a pedirle
permiso para avanzar a otro ejercicio, pero antes quiere salir de dudas.
“Señito”, se le aproxima otra vez.
“¿Qué sabe usted de los dos patas que entraron ayer como a la hora del
almuerzo?”
“¿Los de Cruz Dorada?”
“Sí. Nos dijeron que habían
declarado a la Policía”.
“Me imagino que habrán declarado
en Collique, Frankcito, porque acá no lo hicieron”.
“¿Cómo que no lo hicieron, señora
Carmen? Si hasta acusaron a Owen…”
“Ay, hijito, no sé si eso habrán
hecho cuando los llevaron a la ciudad, porque acá entraron y salieron de la
posta tan inconscientes que hasta podías haberles dibujado muñequitos en su
cara y no se daban cuenta”.
La enfermera toca la mejilla del
muchacho, quien se queda cual estatua en medio del movimiento, como encantado.
Solo Owen lo saca del trance quién sabe aparecido de dónde.
“¿Listo para rutina de bíceps y
tríceps?”
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