A mediodía ya no quedan alumnos
en el AMW, así que Adán y Owen deciden cerrarlo. Tras cuadrar cuentas, los dos
ingresan a la casa.
“Tengo que ir a la finca; te
traeré almuerzo”.
“No ser necesario”, sonríe Owen.
“Yo saber cocinar”.
“¿Seguro?”
“Sí”.
Adán busca su gorra y va al
pasillo largo para sacar su bicicleta, cuando se detiene en seco.
“¿Cómo hiciste lo de anoche?”
“¿Yo?”, rresponde el risueño
instructor. “Yo no hacerlo solo”.
“¿Cómo lo hicimos, entonces?”
“energía, Ádam. Tu saberlo. ¿Por qué dudarlo?”
El cuerpo de luchador sonríe:
“Hablaremos cuando regrese… y
hablaremos mucho”.
Al abrir la puerta y sacar la
bicicleta, mira al jardín y nota algo que allí no estaba el día anterior: un
pasamontañas negro. Qué raro, se dice. Se agacha a recogerlo, abre su mochila y
lo guarda.
Tras el almuerzo en la finca,
Tito decide quedarse todo el fin de semana con Flor.
“Tomaré tus turnos de vigilancia”,
le dice a Frank.
La chica no es partidaria de la
idea luego de la intensa noche anterior, pero también trata de entender a su
padre tras las horas tensas que les tocaron vivir. Tito encarga a Adán la
administración del gimnasio por las próximas cuarenta y ocho horas.
“Deberíamos traer a Owen esta
noche para comer y tomar algo aquí”, sugiere el cuerpo de luchador.
“Primero verifica que no haya
alumnos para mañana; con esto de que el negro se ha vuelto popular, no descarto
que le aparezcan citas de entrenamiento; por otro lado, no quiero dejar ni la
casa ni el local solos después de lo que pasó”.
Adán mira a los cuatro costados y
se cuida de que no haya nadie escuchándolos.
“¿No hay problema que me quede
solo con Owen?”
“No. ¿Qué problema va a haber,
primo?”
“Solo… decía”.
“Sigo tu consejo, primito
querido”, ironiza Tito.
“Y… ¿te quedó alguna… marca?”
El gladiador no entiende la
pregunta.
“En el culo, huevón”, susurra
Adán.
“Ah… No, la verdad nada. ¿Y a
ti?”
“Ni mierda, primo. ¿Cómo lo hizo
si era enorme?”
Tito no sabe qué decir. Incluso
para él es un misterio cómo los tres consiguieron dormir tan cómodos esa
madrugada en la misma cama de plaza y media.
A las siete y media de la noche,
Frank y César llegan hasta el tercer piso de un edificio como cualquier
edificio en el lado sur de Collique.
“¿Seguro que tu amigo te dijo
aquí?”, duda el más joven.
“Es el número”, dice el menos
joven.
Frank toca el timbre. Ambos
esperan. Un chico joven y guapo les abre la puerta. “¿El señor Saúl? Venimos de
parte del fiscal García”.
Saúl es un tipo mestizo con
rasgos afro, cuarenta y tantos, algo alto, ni delgado ni musculoso, pero sí
evidentemente en forma. Tiene ojos grandes, boca también grande y de labios
carnosos, cabello crespo esponjado. Viste camiseta y jean entallados, zapatos
marrón oscuro con relieves que imitan la piel de un reptil.
“¿Así que quieren bailar como Strippers?”
“No,solo yo”, aclara Frank.
Ambos, junto a César, están en
una pequeña oficina donde no hay más que un sofá y un sillón, una mesa de
centro sin mayor pretensión estilística, la luz difusa de una lámpara.
“Muéstrame lo que sabes hacer,
entonces”, pide Saúl.
Frank mueve la mesa de centro a un
costado, coge su celular, ubica el tema interpretado con saxofón y comienza a
moverse de manera sensual sin perder el contacto visual con su examinador, quien
está sentado junto a César sobre el sofá. Se deshace de la camiseta y Saúl,
casi por reflejo, topa y acaricia el grueso muslo del fisicuculturista.
Conforme la sensual pieza continúa, el bailarín delante de ellos se quita las
zapatillas, el cinturón (con el que hace el típico juego de azotarse sin
azotarse y sobarse la entrepierna), y se desabrocha el jean. Frank se acerca a
Saúl:
“Baja el cierre”.
El hombre suelta el muslo de
César (y César respira menos tenso), lo lleva a la base de la cremallera y con
la otra ase el ganchito, lo baja lentamente. Un interior negro con una luna
blanca en cuarto creciente, bordada en hilo, aparece debajo.
“No puede ser”, murmura Saúl.
“Bájame el jean”, instruye Frank
sin dejar de contonearse.
Saúl duda, tiene el pantalón
cogido de las mangas, tocando los duros muslos, pero no se decide a nada.
Respira hondo y rápido, y se pone de pie súbitamente.
“¿Qué significa esto?”, inquiere
serio. “¿Son policías?”
Frank y César se miran algo
nerviosos.
“No, no lo somos”, intenta
tranquilizar el primero. “¿Por qué?”
“¿De dónde sacaste esa tanga?”
Frank se mira la entrepierna y
reacciona de inmediato.
“Ah, se la compré a un amigo en
el gimnasio al que voy”.
“¿Qué gimnasio?”, pregunta un
ansioso Saúl.
“El Extreme”, mete su boca César, como impelido por un resorte.
Saúl intenta tranquilizarse, y
Frank se levanta un poco el jean,
acercándose. Pone su mano derecha en la nuca de su anfitrión, y la izquierda en
medio de su pecho.
“¿Te traemos agua? No luces
bien”.
Saúl se niega. César se levanta y
lo toma del brazo derecho.
“Siéntate, tranquilízate”, le
sugiere.
Saúl considera que ésa es una mejor idea. Frank se coloca a su lado.
“¿Quién los envió, muchachos? ¿Cuánta plata quiere García? ¿Van a
cerrarme el local?”
“Nada de eso, señor. Solo vine a pedirle trabajo porque me dijeron que
su club es… muy concurrido”.
“¿Quién te dijo eso?”
“ehhh…”, se entromete César. “Lo
que mi amigo trata de decir es que… usted tiene un público selecto… como… el
doctor… García”.
Saúl parece respirar más tranquilo.
“Entonces García los mandó”.
“Solo nos recomendó”, aclara César.
¿En serio solo es eso, muchachos?”
“Sí, mire”, le dice Frank terminándose de sacar el jean y poniéndose de
pie delante suyo, girando hasta darle la espalda, luciendo el hilo dental negro.
“Rico culo, aunque falta depilarlo…”, califica a Frank. “¿Y tú no bailas?”, se dirige a César.
Frank carraspea.
“Sí, pero… ehhh… no vine preparado”, se justifica César.
Frank carraspea de nuevo.
“Pero… ehhh… puedes verme si quieres”, ofrece el fisicoculturista,
quien se pone de pie, pide música, y comienza a desprenderse de su camiseta,
sus zapatillas, su jean y se queda en un bóxer blanco pegado.
“Se mueven bien, chicos; pero los shows
en el G4G terminan con los chicos… desnudos”, aclara Saúl.
Frank y César se miran algo nerviosos. El más joven hace un gesto con
la cara y el fisicoculturista se le acerca; el que viste la tanga hilo dental
toma la pretina del bóxer, y se lo baja a César simulando besarle el cuello.
“Sígueme la corriente”, alcanza a decirle casi infrasónicamente en la
oreja.
El más musculoso toma las tiras de la tanga y se las baja a Frank.
Ambos se abrazan y siguen besándose en el cuello mientras rozan sus penes. Lo
gracioso es que, por la diferencia de estaturas, el más joven lo hace a la
altura del ombligo de César, y éste termina metiendo su erección entre las dos
piernas de su amigo.
“me han puesto arrechísimo”, comenta Saúl, quien se pone en pie, se
desnuda todo y se acerca a los chicos tratando de meter su pene erecto y largo
entre los torsos bien labrados. Ambos le besan indistintamente el cuello y las
tetillas. Saúl se hinca y comienza a chupar los falos de cada uno. César mira a
Frank con cara de ¿¿y qué viene ahora?’. El joven alto y atlético solo guiña un
ojo como respuesta.
“Oh”, Saúl deja de mamar los penes y se sienta en el sofá. “Vengan”.
Ambos chicos lo siguen y flanquean, continúan besándose en el cuello,
mientras sus manos se confunden acariciando alguno de los tres cuerpos.
“Mejor nos tranquilizamos, chicos”, opina Saúl; “si los ordeño ahora,
ya no querrán bailar más tarde”.
“Solo bailaré yo”, reitera Frank.
Saúl sonríe. Al fin, el más joven se anima a darle un breve beso en la
boca, aunque por puro compromiso.
“¿Por qué te jodió ver mi tanga?”
“¿¿Sabes qué tiene bordada?”
“Una Luna. Pero, ¿qué tiene que ver eso?”
“Pensé que era un mensaje de los dueños anteriores. ¿Has oído hablar de
Manolo Rodríguez?”
“No”, miente Frank con todo desparpajo.
“Fue el dueño de este local hasta hace cinco o seis años, pero no sé
por qué terminó vendiéndolo. Él protegía a un chibolito, Christian, que
intentaba manipularlo, pero Manolo no caía fácil, aunque no tanto porque fuese
fuerte sino porque tenía un grupo de empleados. Se llamaban La Estirpe, un
juego de letras que venía de strippers.
Recuerdo que había un ojos claros, velludo como tú, blanco; le llamaban Joey. A Christian no le gustaba que ese
chico interfiriera en sus planes. Manolo mandó todo a la mierda y puso en venta
el local. Yo se lo terminé comprando. Christian quiso venir a manipularme
también, pero lo puse en su sitio; ahora es cliente”.
“¿Es cliente de aquí?”, Frank verifica.
“Sí, viene siempre. Tres o cuatro veces por semana. Hoy de hecho que
viene para quedarse de amanecida hasta mañana”, sonríe Saúl.
“¿Y vino esta semana?”, interviene César.
“¿Seguro que no son policías, chicos? Tienen todo el corte”.
“Sí”, bromea Frank. “Tócame mi pistola y mi placa”, le insinúa moviendo
su cadera.
Saúl ríe.
“Sí, sí vino esta semana: el miércoles estuvo un rato, pero tuvo un
problema con otro chico, un venezolano que lo conocemos como Edú”.
Frank y César se miran sorprendidos pero tratando de disimular lo más
posible para que Saúl no lo advierta.
“Tuvimos que llamar a la ambulancia porque Christian se desmayó en un
privado”.
“¿Y el venezolano?”
“Se esfumó”, responde Saúl.
“Vamos a prepararnos para venir más tarde”, avisa César a Frank, quien
asiente. Los dos chicos recogen las prendas del suelo y se visten otra vez.
Saúl hace lo mismo y saca su billetera, toma dos de doscientos y le da uno a
cada chico.
“Díganle al Juancho que no me haga problemas, por favor”.
Los chicos miran desconcertados a Saúl.
“No somos policías”, repite Frank.
“No importa… aunque sea para sus pasajes. ¿Vendrán más tarde, no?”
“Claro”, miente Frank. “Solo algo más… ¿Christian solo vino el
miércoles?”
“Ah, no”, retoma Saúl. “También vino el lunes, y no vino solo: estuvo
con Manolo, y fue la última vez que los vimos juntos… y que lo vimos vivo”.
Saúl comienza a sollozar.
Frank abraza al hombre mientras mira sorprendido a César.
“Toma”, le devuelve el billete a Saúl, quien lo mira totalmente
desconcertado.
“¿Por qué?”
“Nadie debe saber que tuvimos esta conversación… podría comprometerte”,
aconseja el muchacho.
“Me das miedo”, tiembla Saúl.
“Tranquilo que nada te va a pasar, promete Frank. “Te diré qué vamos a
hacer”.