Las noches del domingo en el G4G
no son ttan concurridas como las de la víspera, pero tampoco hay mucho espacio
libre. Saúl entra al gran salón y mira satisfecho que, a pesar de los últimos y
raros acontecimientos, la clientela no ha mermado.
“Hola, Tony”, le topan el hombro.
Saúl gira y se encuentra con el rostro sonriente de un tipo alto como
él, ojos claros, cabello crespo corto y con grandes entradas, camiseta pegada
que dibuja una trabajada musculatura.
“¡Joey! ¿Pero que´significa esto?”
Ambos ingresan al saloncito
privado. Saúl enciende la lámpara en una mesa.
“¿qué les pasa que, de pronto,
decidieron incumplir el trato?”, reclama el anfitrión.
“No es por molestarte”.
“Lo mismo me dijo Édgar anoche, y todo terminó con Chris nuevamente colapsado en el
hospital”.
“Sí, me contaron”.
“¿Qué se traen entre manos?
Primero, Chris regresa, luego trae a
Manolo; ahora ustedes”.
“¿Por qué dejaste que Christian
regresara?”
“¿Acaso no lo sabes? Casi me hace
un escándalo. Le dije que me reservaba el derecho de admisión, y me mandó una
carta notarial diciendo que si le negaba el acceso, me denunciaría aplicando el
artículo no sé cuantitos del código no sé cuantote. No niego que paga su
cuenta, pero jode”.
“Te entiendo, y créeme que yo
mismo no quiero estar aquí, pero es Christian precisamente lo que me trae. ¿Dices
que solía venir con Manolo?”
“Casi semanalmente, incluso la
noche en que supuestamente lo asesinaron”.
“¿A qué te refieres con
supuestamente?”
“Es un decir.
“¿Viste si había algo raro entre
ellos esa noche?”
“Ay, Joey. No creerás que Chris
es el asesino. Ese muchacho podrá ser todo lo antipático que quieras, pero
asesino, no. Incluso esa noche estaban con arrumacos y besitos, y casi cachan
en el privado. Si me preguntas por un sospechoso, podría hasta ser yo, y ganas
no me faltan por lo que ya sabes; pero Chris,
no”.
El otro hombre mete la mano a su
bolsillo (con cierta dificultad) y saca la bolsita plástica.
“Éstos son los condones que hay
en la máquina del baño, ¿cierto?”
Saúl toma la bolsa y la examina.
“¿Quién le puso ese papel con el
nombre de acá?”
“No lo sé”.
“Sí, es la marca que hay en el
dispensador; pero, ¿cómo sé que son los de esa máquina?”
El hombre solo sonríe al darse
cuenta que el uso de la prueba no prueba nada, y decide llevar el cuestionario
por donde comenzó:
“Supe que Christian vino después
de que encontraran a Manolo muerto. Se desvaneció, ¿cierto?”
“Sí, estaba con un venezolano que
se hizo humo, igual como el negro del sábado que apareció como fantasma y se
fue lo mismo”.
El hombre se extraña.
“¿qué venezolano?”
“Ay, no sé, Joey. ¡Ah! ¡Sí! Edú
El hombre se queda perplejo.
En la salita de espera, en el
laboratorio de análisis clínicos, Juan García se reúne con otro sujeto alto y
muy atlético, ojos claros, cabello corto crespo y negro, iluminados únicamente
con el haz de luz que entra desde la sala donde se realizan las diferentes
pruebas.
“Sí, Édgar, sí estoy enterado del caso, pero no puedo hacer nada porque
no tengo jurisdicción: mientras la investigación se desarrolle en La Santita,
no hay mucho que hacer; a menos que la Junta de Fiscales lo derive acá a
Collique. Y aunque ello pasara, la probabilidad de que llegara a mi despacho es
remota porque todo depende de que me lo asignen o no. Y hay un asunto más grave
aún: fui amigo de Manolo, así que no sería ético que yo investigue ese caso
como fiscal; ¡me recusarían en primera!”.
El otro hombre se desilusiona.
“¿Tampoco se puede saber qué
fiscal tiene el caso en La Santita?”
“¡Ah! Eso es sencillo, hasta creo
que me lo sé de memoria: la doctora Dolores Salvavera”.
“Podemos hablar con ella, ¿no?”
“No, Édgar. No se puede hacer eso a menos que seas una de las partes en
el proceso, y tú no lo eres”.
“Pero yo fui su empleado”.
“A lo mejor te llamarán como testigo, pero eso no significa que seas o
la parte agraviada o la parte agraviante: solo ellas tienen acceso a la carpeta
fiscal”.
“La justicia es una vaina, Juan”.
“La justicia, querido Édgar,
tiene plazos, partes y reglas, y todo eso se llama Leyes. Escúchame: yo no
puedo intervenir abiertamente en ese proceso porque me sancionarían, pero sí
puedo orientarte como profesional en Derecho, de manera extraoficial,
obviamente”.
“¿Y cómo te lo pagaría? Eso cuesta”.
Juan extiende su mano a la entrepierna del hombre:
“Tú sabes cómo me doy por pagado”.
Alvin Saldívar sale del salón de análisis. Ya no tiene su bata blanca;
solo una camiseta y una pantaloneta manga larga sintética ceñidas y zapatillas.
El chico también tiene un cuerpo atlético: brazos formados, torso bien
esculpido, nalgas redondas, piernas con cierto volumen.
“Disculpen, ¿demorarán aún?”
“Estamos negociando los términos”, responde el fiscal aún con la mano
en la entrepierna del otro hombre.
Alvin sonríe. Súbitamente suena un celular. El hombre atlético recién
llegado saca el suyo y contesta.
“Habla”.
“¿Terminaste con el fiscal?”, le dicen por el auricular.
“Más o menos. ¿Tú?”
“Sí, ya. ¿Tienes ganas de un trío?”
El hombre mira a Juan:
“¿Podrá ser cuarteto?, dice al teléfono.
Espera unos segundos. Alvin carraspea y comienza a sobarse la
entrepierna. El hombre sentado sonríe.
“Mas bien quinteto”, dice al teléfono.
Espera otro poco de segundos.
“Ya, vengan”, le responden.
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