El padre Alberto descubre a Juan cachando con Pedro y termina convirtiendo el dúo en trío.
Es sábado, diez
de la noche en Artesanos y el padre Alberto se siente algo picado. Tras el
matrimonio que consagró, participó de la recepción y tragos van, tragos vienen.
Imposible decir no. Delante suyo, Juan ilumina el camino de greda con una
linterna. Al lado va Pedro, quien esa noche fue el acólito y está muy sobrio.
“Ya casi
llegamos”, avisa Juan con la voz claramente tocada por el licor. “Veinte pasos
y llegamos”.
En un minuto ya están
en la puerta de la construcción de adobe. Al entrar, Juan pprende la luz eléctrica
e indica un cuarto grande al padre Alberto:
“Aquí va a pasar
la noche”.
“Gracias, Juan.
¿Antes no podría usar tu ducha un rato? Mañana no quiero amanecer con resaca”.
“Claro, Padre”.
Alberto entra a
la pieza que le señala, la que solo tiene una cortina de separación.
“Nosotros vamos a
mi cuarto”, avisa Juan a Pedro indicándole otra cortina. Ambos entran. “Acomódate:
voy a sacarle una toalla al Padre”.
Pedro se sienta
sobre la cama y comienza a quitarse los zapatos y las medias.
Cuando Juan
ingresa al otro cuarto, Alberto ya se ha quitado la camisa revelando un par de
bien formados pectorales, unos abdominales incipientes y brazos bien torneados.
“Es la puerta del
fondo y luego cruza derechito al otro lado del patio”, indica al sacerdote
dándole la linterna.
“Mostro”,
confirma Alberto sacándose el pantalón y revelando unas piernas de futbolista y
un culo bien redondo que se oculta muy mal bajo el bóxer gris.
Juan regresa a su
cuarto y al pararse junto a la cama, se quita toda la ropa.
“¿Ya te dormiste,
Pedro?”
“No, aún no”.
Juan escucha que
la puerta del fondo se abre. Él, entonces, se mete a la cama, y sin pensarlo
dos veces aproxima su piel a la del invitado.
“Ya estás
calatito, Pedrito”.
“Creo que por eso
te ofreciste muy amable a que pasemos la noche aquí, ¿no?”
Juan sonríe en la
oscuridad y se acuesta encima de Pedro.
“Ya la tienes
parada, pendejo”.
“Tú igual: ya
estás al palo”.
Juan besa en la
boca a Pedro, quien acaricia la suave aunque no tan amplia espalda de su amante
hasta llegar a sus redondos glúteos; comienza a masajearlos.
“Aguarda con el
culo, huevón. Mejor chúpamela”.
Juan se arrodilla
sobre el duro colchón y destapa a ambos. Pedro se pone en cuatro y comienza a
mamarle el pene de unos 17 centímetros.
“Así… qué rico…
trágate mi pichula”.
Juan está en lo
mejor del sexo oral cuando siente un resplandor en su izquierda.
“Perdona que no
encue…”
`´el, Pedro y el
recién llegado se quedan de una pieza.
“¡Padre
Alberto!”, exclama el acólito con sorpresa y miedo.
En segundos, los
dos chicos sobre la cama sienten que el sacerdote se les aproxima y también se
sube al colchón.
“Hagan de cuenta
que no vi nada, pero déjenme participar”.
Juan no lo duda
mucho.
“Chúpasela”, le
pide a Pedro, quien tampoco parece dudarlo. Con cierto recato, toma la pinga de
Alberto y se la mete a la boca. Aún está blandita… pero no tarda en ponerse
dura.
“Chúpasela a Juan
también”.
Pedro hace caso y
termina alternando ambas pichulas en su boca, las succiona, las compara. La del
Padre es casi tan grande como la de su amigo aunque un poco más gruesa… y
lubrica como mierda.
Alberto siente
que es hora de dar un nivel más arriba y se coloca detrás de su monaguillo, se
inclina, le abre las dos redondas y duras nalgas y comienza a chuparle el culo.
Mientras Pedro chupa la pinga a Juan, comienza a gemir. No tarda mucho tiempo
cuando el trozo de carne duro e hinchado se mete poco a poco en las entrañas
del chibolo a través de su ano dilatado. El Padre Alberto comienza a bombear
hasta hacer sonar su ingle contra el culo de Pedro, quien continúa succionando
la verga de Juan.
Al poco tiempo,
el Padre saca con cuidado su miembro.
“Gózalo, Juan”.
El aludido entiende
que es hora de meter su verga al interior de su amigo, mientras el sacerdote
toma su lugar, y así sucede. La ronda ocurre por diez minutos más.
“Las voy a dar,
las voy a dar”, avisa Juan mientras culea a Pedro, y sin más, suelta su leche
dentro del acólito. Incluso luego de botar todo su semen, se mueve un poco más
antes de sacar su pija algo morcillona.
“es mi turno”,
anuncia el Padre Alberto, quien rápidamente (y casi atropellando a un
satisfecho Juan) se coloca tras el culo de Pedro y le clava su pene erecto; se
mueve con firmeza y ternura hasta que
siente el orgasmo inundar su bajo vientre.
“Me vengo, me
vengo, cabrón”.
El Padre Alberto
expulsa como medio litro de semen dentro del recto de Pedro, quien ahora yace
en medio de sus dos cacheros de turno.
“¿Qué te pareció
el trío?”, pregunta el sacerdote.
“Locazo”,
responde el joven.
“Y pensar que yo
venía a decirle a Juan que me indique bien dónde queda el baño”.
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