La astucia de Flor hace que Tito
no se dé cuenta de la evidente violación a la privacidad que se había perpetrado
en la sala de su casa. La laptop hizo el resto. Solo así padre e hija pueden
sentarse a cenar en paz mientras que el tío entra al gimnasio por una puerta
interior para iniciar su rutina de entrenamiento.
“¿Tienes algo, hija?”, llega a
preguntar Tito.
“¿Yoooo? Nooo, nada, papi”,
disimula ella rezando hasta a San Judas Tadeo para que no se le ocurra abrir la
computadora.
“¿Es algo sobre Frank?”
“No, papi. ¿Qué va?”
Adán, por su parte, divide los
noventa minutos de la sesión esa noche entre la lista de movimientos de pecho y
hombros y la estampa de Owen, quien no cesa de atender a todo el mundo con una
amplia sonrisa y una figura que desafía la masculinidad más perfecta. Tras
ducharse, se reúne otra vez con Flor, aprovechando que Tito sale a supervisar
que el AMW funcione con normalidad.
“¿Qué averiguaste?”
“Que para sus cuarenta y siete
años luce extremadamente joven”.
“¿Qué?”, frunce el ceño su tío.
Pero eso no es lo raro ahora”,
agrega Flor.
“¿qué es, entonces?”
La chica respira profundo:
“Que tu sospechoso, tío, parece
no tener nada sospechoso”.
El gimnasio abre de lunes a
sábado a las seis de la mañana y cierra a las diez de la noche; los domingos
solo atiende a pedido especial a ciertos alumnos que han pagado un sobreprecio.
Es un salón enorme con dos paredes paralelas llenas de espejos, máquinas y accesorios
de segunda mano cuidados con cariño, tres grandes afiches al fondo donde se
lucen Tito, Adán y Manolo en una breve tanga y enseñando todo su desarrollo
muscular (las fotos son de hace diez años) en unas poses que transmiten
poderío, soberbia, gallardía. Un pequeño escritorio filtra la entrada y al
fondo una puerta que conecta a los baños y las duchas. Ah, y también al fondo, pero
en la otra esquina, que permanece vacía,
unas colchonetas. Siendo la hora del cierre, se aprovecha que los chicos que
allí entrenan se van yendo para verificar que no falte ni una tuerca. Se revisa
máquina por máquina, espacio por espacio, y se tiene todo ordenado en una lista
de control. Justo a las diez, sin importar cuántos alumnos haya, se cierra la
puerta de la calle por pura precaución, y apenas salga el último, lo que suele
ocurrir a eso de las diez y veinte o diez y media, se cuadra caja; ésa es tarea
o de Tito, o de Adán, y cuando ambos no pueden, por Flor de manera excepcional.
Owen está pasando la prueba esa primera noche ante la auditoría del gladiador.
“Completo”, afirma tras verificar
las cuentas por segunda vez.
“Oh, y haber un extra”, Owen saca
algo de quince o veinte adicionales en puras monedas de uno y de medio centavo.
Tito se sorprende: “¿Y eso?”
“Propinas”, sonríe Owen.
Tito también sonríe: “Guárdalas,
son tuyas”.
“Oh, gracias”.
“Vamos a acomodar dónde vas a
dormir”.
“Yo hacer mi cama allá”, apunta
Owen con su índice izquierdo a la esquina de las colchonetas.
“¿Seguro?”, se extraña el
gladiador.
El flamante instructor asiente
con la cabeza.
Tito reingresa a su casa y
encuentra a Adán viendo televisión acostado en el sofá de la sala; la mochila
de Owen está en la mesa de centro.
“Sí, es confiable”, le dice a su
primo.
Tito sonríe y entra a su cuarto.
Cuando regresa a la sala del gimnasio llevando la mochila y una gruesa colcha,
el nuevo instructor ya ha acomodado las colchonetas como una cama de campaña.
“Gracias”, dice Owen sin dejar de
sonreír.
“Disculpa que no haya sitio en
casa”.
“Yo entender: tú proteger tu hija;
además, yo sentir bien aquí”.
Tito sonríe:
“Gracias. Tu consejo me ayudó
mucho”.
“Cuando tú querer, conversar
conmigo. Yo escuchar, ayudar por una solución”.
Owen se quita la camiseta y otra
vez descubre su torso bien labrado; tiende la colcha, se descalza las
zapatillas y los calcetines.
“¿Dónde te has depilado así? No
tienes un solo vello”
“No entender”.
Tito extiende su mano y la pasea entre los pectorales, los
abdominales y las axilas del muchacho.
“No tienes vello”.
“Oh, no pelo”, Owen sonríe. “Genética”, muestra sus blancos dientes.
Tito se pregunta si parte de esa
genética incluye el hecho que con cuarenta y tantos años, la piel siga tan
lozana como a los cinco o seis. El dato descubierto por Flor y contado por Adán
lo tiene algo confundido. Por ahora, solo sonríe. Camina hasta los
interruptores de la luz eléctrica y deja el salón a oscuras; al darse vuelta,
se da cuenta que las luces del baño continúan encendidas, pero su huésped
parece no estar donde lo dejó menos de un minuto antes. Cuando ingresa a la
pequeña pieza iluminada, escucha que una de las duchas está abierta. Avanza un
poco. Se queda helado: Owen está desnudo: el agua forma una película brillante
que convierte ese cuerpo de ébano en algo así como una escultura barnizada detalladamente
pulida, que, al darse cuenta de que lo miran, sonríe con afabilidad. Y quien lo
mira se ha quedado congelado y sin poder cerrar su boca.
“Y tenías que ver su pingaza y
sus huevos”, le cuenta a Adán, ya acostado en su cama.
“¿Más grandes que los míos o como
los míos?”
“eran grandes, primo”.
“Bueno, él es grande, ¿no?”
Adán se acuesta. Ambos primos
están totalmente desnudos compartiendo la misma cama.
“Hablando de grande”, agrega, y
gira para abrazar a Tito y darle un beso en la boca, que es correspondido a
plenitud. Ambos varones van juntando más los cuerpos hasta que esa comunión les
excite. Tito gira hasta ponerse encima de Adán y le besa el cuello, lo que
inicia un cuesta abajo hasta chuparle el pene., mientras que el otro hombre,
sin moverse de su posición, recibe en su boca el pene y las bolas del primero.
Ha comenzado un largo sesenta y nueve que intercala fellatios y besos negros hasta que cada cual dispara su semen en la
boca del otro. Ya relajados, se cobijan y se preparan a pasar la noche.
“Gracias por la ración de
proteína y testosterona”, sonríe Tito.
“Gracias a ti por la tuya”,
responde Adán.
En La Luna, mientras tanto,
concluye la segunda ronda nocturna, esta vez con Frank recorriendo toda la
propiedad.
“Todo en orden”, comunica el
chico a Carlos, quien prefiere no
comentar el incidente de unas horas antes, lo que no quiere decir que lo haya
olvidado. La pregunta es: ¿por qué no quedó registrado en la cámara?
“El portón está bien asegurado,
tío”.
“Correcto”, da conformidad
Carlos.
Tras cerrar la caseta de vigilancia,
activar la alarma y sellarlo todo, entra al dormitorio. Mientras se desnuda,
trata de encontrar una explicación –la luz celeste—y no la encuentra. Al
meterse bajo la cobija y ponerse de lado, siente una humedad y algo duro a la
altura de sus nalgas. No protesta. Se acomoda mejor. Carlos prefiere dormirse
pensando que su sobrino también tiene un buen pene.
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