Los movimientos son precisos, fuertes,, más de gimnasta que de bailarín.
“Oye, ¿ése no es… no es Edgar?”,
se sorprende Juan García en el privado.
“¿Cómo se atrevió?”, se pregunta a su vez, un desconcertado Christian.
La estrofa acaba y la luz de todo el local se apaga súbitamente.
Al encenderse, el bailarín ya no está solo en el escenario. Lo acompaña
un hombre negro con una estructura muscular armoniosamente precisa, el cuerpo
ungido en aceite y vistiendo únicamente una tanga hilo dental negra con una
luna bordada en blanco sobre el gran paquete.
“En qué momento entró ese chico?”, pregunta Saúl a uno de los azafatos.
“¿No lo dejaste entrar tú?”, le responde temiendo una reprimenda.
La gente, mientras tanto, vibra, grita y se mueve al ritmo. Los dos
bailarines simulan una lucha y el blanco va siendo despojado poco a poco de su
enterizo hasta que al llegar el segundo coro, se lo bajan de golpe quedando
totalmente desnudo.
“¿Y ese negro de dónde salió?”, se maravilla García.
“Ni idea, huevón”, responde Christian, quien trata de tomar
fotos con su celular pero, por alguna razón, quizás la poca luz, no llegan a
imprimirse en pantalla; entonces prefiere grabar video.
El tema llega a un vibrante intermedio de percusión
electrónica y el bailarín blanco quita la tanga al negro, junta su cuerpo, lo
abraza, y continúa bailando hasta que ambos penes se ponen erectos. Cuando
regresa la parte coral, los dos saltan del escenario y se confunden entre el
público, dejándose tocar indebidamente pero bajo aparente consentimiento
tácito. Ambos saltan felinamente al escenario justo para el término del tema.
Han sido los tres minutos y medio, o algo más, más gloriosos de la historia del
G4G, y el público aplaude con euforia. Los dos bailarines sonríen, saludan y
lanzan besos a quienes les piden otro tema para bailar. La luz en el escenario
se apaga, ambos recogen su ropa y regresan al decadente camerino.
“Te llaman del VIP con cortinas”, le avisa otro azafato a
Saúl, quien continúa asombrado.
El dueño del local llega como puede –la actuación ha
arremolinado a la concurrencia—y ensaya su mejor sonrisa:
“¿Algún problema, doctores?”
“Ni en las épocas de La Luna había esto”, se entusiasma
García. “¡Qué tal juego de luces y sonido, Saulín!”
“¿Sí? Digo, sí, claro… lo… acabamos de adquirir”.
“¿Pueden hacernos un privado esos dos sementales?”, pide
Christian.
La única ducha del G4G no es exactamente una fina lluvia
sino un tubo del que cae un chorro de agua fría. Adán y Owen entran como pueden
y se quitan el aceite con el que han maquillado sus cuerpos. Saúl entra a
verlos.
“No se vayan chicos”, les pide mostrándoles dos billetes de
doscientos, los mismos que había ofrecido más temprano a Frank y César,
quienes, por su parte, continúan en Collique, afuera del edificio donde está el
club.
“Te has tirado como diez minutos dándole explicaciones a la
jerma”, critica irónicamente el
fisicoculturista.
“Puta, chato, la comadre me ha llamado un culo de veces”.
“Te marca bien para ser solo un agarre”.
“Ha pasado una huevada en la finca… y parece que ha quedado
registrado en las cámaras”.
“¿Otra vez?”
“Vamos al toque”, indica Frank poniéndose su casco.
“¿A casa de Tito?”
“No, huevón, a La Luna”.
Christian reproduce el video que tomó. Hay luces, hay
sonido, hay gritos, está la canción noventera, pero del espectáculo no hay ni
un cuadro.
“Poca fotosensibilidad, seguro”, intenta explicar García.
“Este aparato es de alta gama, incluso tiene visión
nocturna”, se defiende el frustrado fotógrafo y videógrafo.
En ese momento tocan la puerta del privado. García abre. Un
sonriente Adán y otro sonriente Owen están bajo el dintel vestidos solo con una
toalla. anudada a la cintura.
“Gracias por venir, chicos”, se emociona el fiscal.
Las cortinas del privado se cierran y los dos bailarines se
sientan junto a los dos abogados, liberándose de las toallas, quedando desnudos.
“¡A los años, doctor!”, Adán abraza a García, mientras Owen
se sienta al lado de Christian.
“Te he visto en otras partes”, le comenta algo desafiante
el abogado más joven y guapo.
“¿eres serio?”, sonríe el muchacho negro, con su
inconfundible español masticado.
“Don’t you speak Spanish?”, averigua el chico de leyes.
“No, I
don’t”.
“Right…
Are you pursuing me, anyway?”
“What
makes you think that?”, Owen abraza a Christian.
Al lado, García no pierde tiempo y acaricia el gran paquete
de Adán.
“Así que ahora trabajas en Santa Cruz”.
“Sí, ganándome la vida dignamente”.
“¿Quién dijo que esto no es ganarse la vida dignamente, Edgar?”
García acerca su cara a la de Adán y como resultado, éste
lo besa en la boca. El fiscal le sonríe.
“¿Puedo chupártela?”
“Puedes hacer lo que quieras… ¿pero aquí?”
“No tengo sitio, Edgar”.
“Lástima, pero no hay problema: chúpamela”.
Adán se acomoda mejor abriendo sus dos poderosas piernas,
poniendo la toalla en el suelo a sus pies para que García se arrodille y proceda
con el sexo oral. Al lado, Christian ha conseguido despertar los veintitantos
centímetros de virilidad a Owen.
“It’s
huge”.
“D’you
like it?”
“This must
hurt a lot.”
“Not if I
make you pretty horny.”
“Just do it.”
Owen besa a Christian y acaricia su cuerpo con mucha
seguridad. El abogado siente una inexplicable electricidad recorriéndolo todo,
una extraña sensación: de pronto ya no hay música, no hay multitud, no hay
privado, ni siquiera están los otros dos amantes; parece estar transportado en
lo profundo de una selva virgen, sintiendo una brisa agradable y los sonidos de
la fauna nocturna. Owen parece tener arrimado a Christian a la corteza de un
árbol grueso pero suave al tacto. Ambos no tienen más cobertura que su piel, ni
más ganas que su energía. El abogado, que aquí entiende ya no es abogado,
siente cómo le succionan el pene de una forma sutil y surreal: nunca nadie
había conseguido tragarse sus diecinueve centímetros en una sola embocada, y
parece que le estuvieran absorbiendo toda su energía vital; y cuando casi se
desvanece, siente que sus dos testículos bailan en la boca del otro chico.
Christian gime y jadea desde el fondo de sus entrañas. Ahora siente una lengua
que parece penetrarlo por completo a través de su ano, su pene a punto de
explotar pero conteniéndose sin explicación, y siente también como si estuviese
suspendido en el aire. Trata de reaccionar, pero no lo consigue. Es demasiado tarde:
Owen le ha abierto las piernas y, sonriendo afable, le introduce su miembro,
profundo entre las nalgas.
“¿Te gusta, mi amor?”, le pregunta el chico negro, quien
parece haber perdido su acento súbitamente.
“Hazme tuyo”, pide Christian una y otra vez. “Soy tuyo”.
Owen toma los diecinueve centímetros de Christian y los masajea
con suavidad y sin premura. El orgasmo parece llegar e irse, llegar e irse,
llegar e irse. No hay dolor, solo una sensación increíble de supremo placer.
Entonces, Christian se aferra con firmeza al fuerte cuello de su amante.
“¡Las voy a dar!”, grita, y expulsa todo su esperma, tan
masivamente como nunca antes.
Cuando vuelve en sí, mira cómo Adán penetra en posición de
perrito a García, haciendo sonar su ingle en las dos delgadas pero firmes
nalgas. Busca en el resto del cuarto.
“¿Dónde está?”, se llena de ansiedad. “¡¿Dónde está ese negro?!”
Adán y García parecen no hacerle caso, así que los empuja.
“¡¡¿Dónde está el negro?!!”
Los dos sodomitas se asustan.
“¿Qué carajos tienes, Esteves?”, le reclama el fiscal.
Fuera de sí y totalmente desnudo, Christian sale del
privado y recorre el pasillo hasta el salón principal.
“¡¡¡¿Dónde está?!!”
La gente lo mira asustada (alguno intenta tomarle una
fotografía, sin éxito). Christian regresa y llega al camerino, totalmente
histérico y casi tirando la puerta.
“¡¡¡¿Dónde estás,
carajo, negro de mierda?!!!”
Siente un fluido cálido recorriendo sus abductores. Se toca, regresa su mano, y no puede creer
cómo se han teñido sus dedos. Gotas de un líquido rojo caen al suelo. De pronto
ve todo oscurecerse y se desploma.
Cuando despierta, una luz blanca lo encandila y un aroma
característico de hospital entra por su nariz. Intenta ver hacia sus pies:
viste una bata celeste de paciente y está cubierto por una sábana delgada con
el logotipo del seguro social estampado a manera de mosaico. En un sillón, un
policía dormita.
“¿Zapata?”, alcanza a decir. “¡Zapata!”
El policía reacciona, y se pone de pie como eyectado de su
asiento.
“Me reconoció, doctor; voy a llamar a una enf…”
“No, Zapata, no llames a nadie. ¿Cómo llegué aquí?”
“Lo trajo un joven alto, blanco, buen cuerpo; dijo que
estaba en una dis…”
“No importa… quiero irme de aquí”.
“Pero, tengo que hacer mi atestado, doctor”.
“Ni se te ocurra escribirlo; solo quiero salir de aquí, y
que nadie se entere, Zapata”.
“Pero, doctor”.
“¿No me oíste, acaso?”
“Sí, doctor”.
El policía sale y lo deja sin nadie más.
“Me las vas a pagar, negro reconchatumadre”, se promete
Christian. “Esta vez no fuiste una puta visión… y todos tus amiguitos se irán a
la mierda contigo”.
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