En la caseta de vigilancia de La Luna, César abre su laptop y la prende.
Carlos jala una silla y trata de ponerse cómodo.
“¿Es el fantasma de Manolo,
cierto?”, pregunta con inquietud.
César lo mira y prefiere no
responder. Carga el escritorio en pantalla y busca un procesador de imágenes
fijas; lo abre. Luego saca una memoria USB que lleva en el bolsillo de un
calentador manga larga que hace poco o nada por disimular sus musculosas
piernas. Busca un archivo y lo abre. Casi a toda pantalla aparece la silueta
blanca masculina de complexión atlética que parece tener un alto grado de
perfección en términos de simetría y estética.
“Mira, Carlos: vamos fijando
algunos detallitos técnicos que deberías saber. Toda cámara de televisión te da
una imagen de cualquier cosa en tanto esa cosa pueda generar luz o reflejar
luz. De hecho, todo lo que podemos ver en la Naturaleza son reflejos de
diferentes longitudes de onda, o sea, energía lumínica que tiene diferentes
medidas. ¿Me sigues?”
“Más o menos”, dice un anonadado
capataz.
“Mira, el hecho es que si genera
luz o rebota luz, entonces la cámara lo registra, como puedes ver en tu
monitor”.
César muestra a Carlos las
imágenes que generan las cámaras en diferentes ubicaciones de la finca.
“De noche lo que hace el sistema
de las cámaras es leer un tipo de longitud de onda o energía lumínica muy débil
que nuestro ojo no está en capacidad de ver. Por eso todo aparece en tonos de
verde, y cuando ustedes prenden la linterna…”
César abre otro archivo de imagen
en el procesador, donde aparece uno de los muchachos iluminando por donde
camina.
“… Se ve ese color blanco
compacto”.
“¿Qué tratas de decir?”
“Que la silueta produjo tanta luz
que terminó creando esa imagen blanca”.
“Pero Flor y yo la vimos aparecer
y desaparecer”.
“eso no lo puedo explicar. Solo
te digo que lo que haya provocado esa imagen generó tanta luz que debió verse a
simple vista, y aparentemente era un cuerpo muy compacto porque creó esa forma
bien definida”.
César toma la imagen bajo
análisis y comienza a aplicarle varios filtros.
“¿Qué haces ahora?”, curiosea
Carlos.
“Trataré de que el aplicativo genere
condiciones de luz normal a ver qué sale”.
Flor llega a la caseta y saluda a
los dos varones.
“¿Tienes algo, Chechi?”
“En eso estoy”, le sonríe a la
chica el trigueño fisicoculturista.
Los filtros modifican la imagen a
condiciones de luz de día y la mancha blanca sigue siendo blanca.
“¿Ves?”, extiende su palma
Carlos. “Es el fantasma de Manolo”.
El timbre de la caseta suena y
César parece no estar convencido con la teoría del capataz, quien sale a
atender al darse cuenta por el sistema de circuito cerrado que se trata de dos
chicos en una motocicleta, uno de ellos, un empleado de la finca. ¿Y quién será
ese otro? Entretanto, César intenta crear las condiciones de luz de noche pero
usando los patrones del espectro visible por el ojo humano. El fisicoculturista
y Flor se miran perplejos al ver el resultado.
“¿Owen?”, preguntan en coro.
Precisamente, él y Frank acaban
de llegar montados en la motocicleta. El más joven lo presenta.
“Mucho gusto”, Carlos se desborda
en amabilidad al quedar impresionado por la estampa del visitante. “Espero que
te guste el campo”.
“De nada, yo creer que sí”, replica Owen con su español masticado.
Frank lo lleva hasta la entrada
de la casa grande, y ambos desmontan. Tito les da la bienvenida en la puerta.
Owen choca la mano pero Carlos llega presuroso para hacerle conocer la
principal construcción de la finca.
“¿Qué tal el viaje?”, consulta el
luchador.
“Ya me estaba incomodando su
huevo en mi culo”, le murmura Frank.
“Culo chico no tienes”, ríe Tito
haciéndole una seña con los ojos.
El muchacho prefiere sonreír
protocolarmente ante la broma.
“Voy a ver a Adán”.
“¿Ya despertó?”
“Estaba bañándose”.
Frank regresa a su motocicleta y
se va de la finca.
A esa hora, en el departamento
que perteneció a Manolo, Christian está sobre la cama del cuarto de visitas,
solo vestido en camiseta y calcetines y en estricta posición mahometana,
arrodillado y sosteniendo el resto de su cuerpo sobre sus antebrazos.
“No debiste bañarte”, le observa
García.
“Igual me limpiaron en el
hospital”, refunfuña el otro muchacho.
“De acuerdo, pero recuerda que no
soy médico legista.
García se pone guantes de látex y
examina las nalgas de Christian, separándolas un poco para ver el ano.
“Lo creas o no, sin contar que ya
perdiste los pliegues hace rato, parece conservar su forma de toda la vida”.
“¿Ni siquiera está irritado?”
“No; es como si ambos hubiesen
lubricado tanto y el músculo fuera tan elástico que no ha dejado señas. ¿Te dolió
cuando te la metió el negro?”
“Ya ni recuerdo. Ya te dije que
sufrí una alucinación y luego no recuerdo bien las cosas”.
“Saliste calato preguntando por
el negro por todo el G4G”.
“¿Hice eso?”
“Luego Édgar te encontró desmayado en el vestidor, con las piernas
manchadas de rojo, te
llevamos al hospital, y luego te
rehusaste a que se haga el atestado”.
Christian se incorpora y baja de
la cama:
“¿Para salir luego en la prensa
amarilla siendo escarnio de todo el sin-lustre Colegio de Abogados y la
comunidad LGTBIQRSTU y todo el abecedario? No me jodas, Juancho. Ah, y ese escort no se llama Édgar sino Adán”.
“Como sea, cacha rico”.
Christian se pone su bóxer y su
jean.
“Entonces, si no hay seña, no hay
caso”.
“Pero mucha gente nos vio, te
vio”.
“Dije que no hay caso, doctor
García”, espeta Christian, muy serio. “Y espero que no te la des de justiciero
ni muevas nada, ¿me entendiste?”
Juan traga saliva.
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