sábado, 27 de marzo de 2021

La hermandad de la luna 2.4

Pocos minutos después, Tito y Adán llegan al primer paradero de minibuses para esperar el regreso de Flor, quien ha ido a Collique, donde estudia el sexto ciclo de Administración de Empresas. Ambos montan sus bicicletas, o hacen el ademán de usarlas como caballos. La gente los mira con envidia y respeto.

“¿Estás diciendo que Christian le ha estado jugando chueco a Manolo?”

“No, Tito, no he dicho eso; lo que digo es que cuando hemos preguntado por él, Oj se volvió azul, y la noche antes que avisaran lo de Manolo fue lo mismo”.

“¿Y eso se conecta con Christian, Adán?”

“No lo sé; solo te cuento los hechos”.

“El problema, querido primo, es que cuando comienzas con tus presentimientos, hay que tenerte cuidado. A ver, ¿qué detectas de Owen?”

“¿De quién?”

Justo en ese momento llega el minibús y se detiene. Se baja un poco de gente, y entre ella, aparece Flor. Son las siete de la noche en Santa Cruz.


 

La casa donde viven Tito y Flor está justo al lado del AMW; de hecho, son parte de la misma propiedad. Cuando Adán no hace turno de noche en La Luna, también se queda allí. Justo ahora sale del dormitorio de Tito, quien es su primo hermano en realidad, vestido con un enterizo plomo alicrado corto, como los que usan los luchadores grecorromanos, que permite ver al descubierto sus bien trabajados brazos, parte de sus pectorales y piernas. El resto, aunque cubierto por la tela, se marca con demasiada facilidad, dejando muy poco para que la concurrencia del negocio imagine. Camina hasta la sala donde Flor está prendiendo su laptop.

“¿Así que solo fuiste por una exposición? ¿Qué tal saliste?”.

“Yo bien, tío, pero mi grupo divagó todo lo que quiso, no estudió las diapos; mañana veremos, pero yo no pienso desaprobar ese curso”.

“¿Y qué estudian en Comportamiento del Consumidor, sobrina? ¿Cuánta marihuana le darán al paciente?”

Adán y Flor ríen.

“Algo así, tío, algo así”.

De pronto, una mochila sobre el sofá llama la atención del hombre con cuerpo de luchador, se acerca, abre el bolsillo delantero. Flor lo mira con curiosidad y susto. Adán esculca un poco.

“¿Qué haces, tío?”

“Protegiendo al confiado de tu viejo, sobrina”.

Por fin Adán parece hallar lo que estaba buscando y lo extrae:

“A propósito de marihuana”, comenta.

Se lo entrega a Flor:

“¿Jamaica?”, se sorprende la joven.

“¿Qué esperas, Flor? Tienes Internet, ¿no?”

La chica abre el pasaporte y comienza a teclear en la laptop. Entonces, entra Tito. Adán y Flor se quedan de una pieza.


 

En La Luna, Carlos comienza la primera ronda nocturna, armado con la escopeta, la linterna y el radio portátil. Se acerca a una de las construcciones de la parcela, protegidas en medio de gruesos árboles de mango y palta.

“Duchas y vestidores, despejado”, reporta por la radio.

“Duchas y vestidores, despejado: confirmado”, le responde Carlos por el aparato.

“¿Ya vas entendiendo el procedimiento, sobrino?”

“Facilito, tío”.

Carlos sonríe. No da ni cinco pasos cuando una súbita ráfaga fría corre, más fría que el frío que comienza a hacer esa noche de inicio de invierno, y de la nada, un débil resplandor celeste aparece frente a él hasta concentrarse en un punto de luz del mismo color. Carlos toma el radio:

“Sobrino, ¿lo ves?”, consulta nervioso. “¿Lo ves?”

En el radio solo se oye estática. De pronto, la luz se desvanece.

“¿Tío? ¿Tío? ¿Estás ahí?”

 

sábado, 20 de marzo de 2021

La hermandad de la luna 2.3

Poco antes de la una de la tarde, un azorado gladiador llega a La Luna casi echando a perder la cadena de la bicicleta, la deja en un lado y corre adentro de la casa grande. Continúa con su ropa de entrenamiento, llega empapado en sudor. Entra a la cocina; Flor está alistando la vajilla para servir el almuerzo. Él la mira conmovido, se le abalanza, la abraza fuertemente y se echa a llorar.

“Te amo, hijita mía… yo te amo, hijita mía… Perdóname”.

Extrañada al inicio, Flor no resiste el llanto y se aferra a su progenitor con un amor que hace años no se prodigan.

“Yo también te amo, papá”, le responde con ternura. “Yo también… Perdóname a mí”.

Tito se separa un poco.

“Debí dedicarte más tiempo, Florcita”.

La chica trata de enjugar con sus pulgares las lágrimas de su progenitor.

“Papi, que yo recuerde, la persona que más me ha dedicado tiempo en esta vida has sido tú. Quien ha sacado la cara por mí has sido tú. Quien me ha formado para ser fuerte has sido tú. Tú, el tío Adán, el tío Carlos, el tío Manolo. No he tenido grandezas, papi; pero ustedes me han hecho sentir grande. Y aunque mamá no está, y la extraño, tú hiciste lo imposible por darme seguridad. Pero debes entender que ahora yo debo volar con mis alas, papi. Si no aleteo, no sabré si soy fuerte como tú me educaste”.

“Tienes razón; yo tengo que confiar en ti. Pero… tienes que tener más cuidado”.

“Ay, papi. Yo sé cómo controlarlo; además, no es nada serio: Frank se irá en octubre. ¿Cómo crees que yo empezaré algo serio con alguien que no va a quedarse?”

“Pero hoy”.

“Estoy en mis días infértiles”, susurra la chica.

“Pero él”.

“él está en abstinencia”, sonríe Flor. “Si pasa algo, tú serías el primero en enterarte… y todo Santa Cruz te respeta”.

“¿Te alcanza para otro almuerzo?”

Adán y un asustado Frank entran a la cocina. Tito camina hasta el joven y le da un fuerte abrazo.

“Te dije que no iba a hacerle nada… nada excepto encariñarse con él”, guiña un ojo Adán a Flor.

 


A las dos y media de la tarde, Tito llega como un rayo al hotel de Santa Cruz, situado, una calle detrás de la plaza principal. Sigue con su ropa de entrenamiento y lleva una mochila la espalda. Deja la bicicleta en la vereda e ingresa en busca del recepcionista.

“¿Owen Bongo, Mongo, Gongo, Congo? ¡No sé cómo se llama!”

“¿Owen Mgombo?”, verifica una joven algo asustada.

“¡Sí, él! Vengo a dejarle un encargo”.

“Dejó la habitación hace media hora, don Tito”.

El gladiador se desanima.

“Pero su turno acababa a las tres”.

“Se fue antes; agradeció y se fue. Solo dijo que el gimnasio es bueno”.

“¿Eso dijo?”, abre sus ojos verdes, Tito.


 

Un ciclista ccruza el pueblo a toda velocidad y llega al AMW. Un joven negro vestido en camiseta, jean, gorra en la cabeza y zapatillas lo espera.

“Yo no poder dejar Santa Cruz sin decir adiós”.

Tito desmonta y lo mira con una sonrisa irónica:

“No, no dirás adiós porque no te irás de Santa Cruz”.

Owen sonríe:

“Yo deber volver a casa”.

“Aquí tienes una casa”.

“Yo necesitar pagar por comida”.

Tito abre su mochila y saca un portaviandas tibio:

“No es mucho pero es un almuerzo”.

Owen sigue sonriendo:

“Yo necesitar un empleo si quedar en Santa Cruz”.

“Ya lo tienes: trainer del AMW”.

 


Espera: ¿le ofreciste el puesto solo porque no es venezolano?”, intenta entender Adán.

Junto a sus otros tres compañeros se reúnen en la caseta de vigilancia de La Luna. Son las seis de la tarde y Carlos acaba de llegar tras el funeral en Collique.

“¡No es eso!”, se excusa Tito. “Lo he visto entrenar y realmente parece fisicoculturista de competencia, como ésos de revista”.

“¿Revista porno?”, bromea Adán.

“Bueno, el problema con el venezolano no es que fuese venezolano, ¿o no, Tito?”, agrega Carlos.

“Ya, déjense de huevadas; ¿qué novedades hubo en el entierro?”, se defiende Tito.

“Nada”, responde Carlos. “No fue mucha gente, solo contados, sin responsos, algo simple; ni siquiera hubo misa”.

“¿Y Christian te dijo por qué no se respetó su voluntad?”, continúa Tito.

“Estuvo un ratito con la señora Esmeralda; luego desapareció pero nadie me da razón”.

“No sé ustedes, muchachos, pero a mí se me hace algo raro”, opina Adán.

“Explícate”, apela Carlos.

“eso es lo que no termino de asimilar, patas. Como que todo estuviese pasando demasiado rápido. ¿Y eso de que al entierro solo iban algunos invitados?”.

“Bueno, es obvio que la señora Esmeralda quiso hacerlo todo a su manera”, trata de explicar el capataz. “Y ya sabemos que ni ella ni sus hijos estaban conformes con la nueva vida que Manolo había adoptado”.

“Más que nueva vida, la otra vida que siempre tuvo”, puntualiza Adán.

Frank solo escucha, escucha y asimila; considera que no está tan integrado al grupo ni empapado de la situación que intuye como para meter boca.

“Ahora tú eres el hombre en La Luna, Carlos”, palmea Tito. “Así que, hasta nuevo aviso, tú das las órdenes”.

“Seguir trabajando como siempre y mejor que siempre, muchachos”, afirma el capataz con mucha seguridad. “A Manolo le hubiese gustado que hagamos eso, y que tengamos a los de Cruz Dorada lejos de esta propiedad, y ustedes saben por qué”.

Tito extiende su mano derecha, Adán pone la suya encima, y Frank hace lo propio. Carlos agrega la suya:

“¡Así lo haremos!”, prometen a coro marcial.

Frank acompaña a Carlos esa noche de ronda. La finca ha llegado a ser el único hogar del capataz. Apenas si sale al pueblo o a Collique para hacer compras, pero las veinticuatro horas de cada día de su vida transcurren allí en la parcela.

“Tío, ¿puedo preguntarte algo?”, se suelta Frank. “Adán habló de que si cambió a verde o a azul, y tú dijiste que todos sabemos qué estamos protegiendo; en el pueblo la gente mira con temor a la finca, sin contar lo de las luces verdes. ¿Cuál es la nota aquí?”

Carlos sonríe mientras caminan a la cocina de la casa grande a ver qué pueden cenar.

“Es mucha información y la irás sabiendo poco a poco, pero podemos comenzar por lo siguiente: mucho antes de La Luna, mucho antes de que llegara la gente que hablaba español, mucho antes toda esta zona era un pequeño reino. Se trata de un pueblo que, entre otras cosas, cultivaba la tierra. Cuando los incas los conquistaron, y luego hicieron lo mismo los españoles, ese pueblo trató de organizarse secretamente conservando un linaje. A eso se llama la estirpe. Nadie sabe cómo y quién es parte ahora de esa estirpe, pero cada vez que alguien compraba esta tierra, todo salía mal, hasta que hace veinte años la compró Manolo Rodríguez. La comenzó a trabajar y le produjo. Todo el mundo se quedó sorprendido porque la consideraban tierra maldita. Yo llegué a los tres o cuatro meses y había comenzado con camote y frejol. ¡No sabes las camionetadas que sacábamos! Cuando iba al pueblo, la gente comenzó a decir que Manolo era parte de esa estirpe y no sé qué más huevadas, y se comenzó a tejer la leyenda. Veinte años después, a pesar de nuestro tamaño, somos una de las fincas con mayor productividad de Santa Cruz, y el problema es que las tierras alrededor han reducido su rendimiento; entonces casi todos han vendido a Cruz Dorada. Nosotros no. Y aunque han intentado boicotearnos para forzar la venta, la tierra se mantiene fértil y pródiga”.

“¿Y por qué la diferencia?”, curiosea Frank.

“Quizás la leyenda, sobrino… no sea tan leyenda como parece”.

El joven se queda desconcertado.

 

sábado, 13 de marzo de 2021

La hermandad de la luna 2.2

Al llegar al patio trasero de la casa grande, no halla a nadie, pero sigue respirando agitado.

“¡Frank, esto no se queda así! ¡Vamos a hablarlo de hombre a hombre! ¿Me entendiste?”

Nadie le responde, pero un muchacho oculto entre los paltos cerca de ahí puede escucharlo claramente.


 

Tito llega a toda velocidad montado en su bicicleta a la entrada del AMW en Santa Cruz. Está sudado y quiere usar ese calentamiento para desfogar la rabia que aún tiene en las pesas y las máquinas. Al entrar, ve a un par de muchachos del pueblo entrenando, el chato y musculoso César dirigiéndolos, y más al fondo, en la zona de barras, a un tipo negro, alto y de carnes marcadas haciendo curl para bíceps. Tito se lamenta que no puede botar a la gente, cerrar el gimnasio por completo, quedarse desnudo y entrenar hasta que se le pase la cólera. . César se da cuenta de su llegada y camina a saludarlo.

“¿Quién es ese venezolano?”, interroga imperativo el recién llegado.

“¿Cuál venezolano?”, se extraña el instructor encargado.

“Carajo, ¿no lo ves acaso al fondo?”

César gira hacia donde le señala Tito.

“Ah, Owen; no, no es venezolano. Yo también pensé, pero habla como gringo”.

“¿Y de dónde mierda salió un negro gringo?”

Tito se aproxima con curiosidad al hombre: es joven, cabello zambo recortado con cierto estilo, facciones que se potencian cuando le sonríe, simetría muscular como si lo hubiesen sacado de un libro de Anatomía Humana; viste una camiseta con un símbolo de la paz como estampado, que no disimula sus protuberantes pectorales y que baila sin tocar su fina cintura, y un short algo pegado, que le marca un gran bulto delante debido a que sus nalgas parecen dos balones con peso y medida oficial, además de dos vascularizadas piernas que semejan dos troncos de ceibo pero prietos, calcetines y zapatillas número cincuenta y dos, tranquilamente. ¿Cuánto tendrá de estatura ese hombre? ¿Metro noventa y mucho?

“¿Tú necesitar barra?”, le consulta muy afable y sonriente.

“No”, atina a responder Tito algo desconcertado. “Sigue nomás”.

El muchacho acaba la serie, deja la barra en el soporte: a los extremos hay quince kilos, treinta y cinco incluyendo el trozo longitudinal cromado.

“¿No usas guantes?”

“Guanta?”

Tito hace un gesto con las manos, como si se calzara algo en ellas.

“Oh, gloves”, reacciona el muchacho con un acento harto afectado.

“Guantes”, le reitera Tito.

“No, no usar”.

“¿Y tus manos?”

El chico  se las extiende y Tito se queda sorprendido: ningún callo, parece una piel tersa, como de bebé. Se siente tentado a preguntar si es la primera vez que entrena, pero ese desarrollo muscular es altamente elocuente: no.

“Bienvenido a Santa Cruz”, da la mano Tito.

“Oh, gracias”, le responde, y lo confirma: suaves como si el cromo de la barra jamás las hubiera tocado. “Soy Owen Mgombo. Mucho gusto”.

“El gusto es mío”, responde el desconcertado gladiador, cuyas manos no son precisamente el orgullo de cualquier salón de belleza masculina.

“¿Owen Mongo?”, reacciona torpemente Tito.

“No, es Mgombo”, corrige Owen sin dejar de mostrar una dentadura blanquísima. “M, G, O, M, B, O.

“Te traeré un par de guantes”, sigue boquiabierto el anfitrión.

A mediodía, César rinde cuentas de la mañana a Tito quien  está a mitad de una rutina de piernas, y viste un bibidí rojo por el que se desbordan los vellos de su pecho, un pantaloncillo de licra a medio muslo que le marca todo el paquete y el trasero, calcetines gruesos y zapatillas. . No es su ropa de entrenamiento más impecable; en realidad, la rescató de la ropa sucia, así que no huele a gloria, precisamente. César es más humilde en cuanto a su vestimenta: un bibidí raído, un viejo short de Educación Física, unas zapatillas de cuero, cubren su metro sesenta y tres, trigueño oscuro, y un proceso de entrenamiento que le ha sacado el jugo a su somatotipo mesomorfo, lampiño encima.

“Todo en orden”, aprueba el gladiador. “Vete a almorzar y regresas a las dos”.

“Tito, no sé si pueda regresar esta tarde; me ha salido una posibilidad de chamba en Collique y quiero ver si la hago”.

“No jodas”.

“Frank puede cubrir la tarde”.

“No creo que pueda… tiene… trabajo en la finca”, miente Tito.

Al fondo, Owen hace jalones para tríceps.

“Si no pasa nada en Collique, vengo y te cubro”, promete César. “Te aviso a tu celular”.

Ambos van hasta la puerta y Tito decide cerrarla.

“¿Y el negro gringo?”, llama la atención César.

“Tranquilo que está bajo control”, guiña un ojo Tito.

Tras asegurar la puerta y cerrar las ventanas del todo, el gladiador se pone un grueso cinturón de cuero, regresa a donde dejó la barra cargada con 60 kilos por lado, se quita el bibidí y comienza a hacer sentadillas completas: espalda recta, sacando culo, bajándolo hasta quedar en cuclillas, contar hasta tres, luego elevarlo lentamente sin dejar la pierna recta del todo. Doce repeticiones. Del otro lado, Owen termina su segunda serie de jalones para tríceps y, al hacer contacto visual con un esforzado gladiador, le sonríe y se le acerca.

“Avisarme si querer mi ayuda”, se ofrece.

Mientras sube y baja, Tito se da un tiempo para sonreírle; gotas de sudor brotan por doquiera de su blanca y velluda piel. Dos minutos después, deja la barra en el suelo. Resopla, toma un poco de agua de una botellita de plástico que tiene al costado.

“¿Y a qué te dedicas, Owen? ¿qué haces?”

“Oh, yo ser psicólogo y antropólogo; ahora, yo hacer un investigación sobre pueblos antiguos”.

“¿Hace cuánto llegaste a Santa Cruz?”

“Tres días, pero yo estar sorprendido: ustedes no tener mucha información sobre su pueblo antiguo”.

Tito sonríe por compromiso.

“¿Por qué tú estar concernido?”, averigua Owen sin abandonar su blanca sonrisa.

“¿Concernido?”, se extraña el gladiador.

Owen  pone cara y ojos tristes y de inmediato ríe.

“Mi español ser malo”.

“Preocupado”, aclara Tito, sonriendo. “Se dice pre-o-cu-pa-do. Problemas aquí, problemas allá, problemas en todos lados”.

“Los problemas existir para ser resolvidos”.

“Se dice resueltos”, vuelve a sonreír Tito, y se inclina a coger la barra, mostrando sus bien desarrollados glúteos al espejo. “Un momento”, se detiene. “¿Dijiste que eres psicólogo?”

“Sí, yo ser”, sonríe Owen. “Tú poder confiar en mí tus problemas, si tú querer”.

“¿Tienes tiempo?”

“No mucho. Mi hotel terminar hoy tres de la tarde; luego, yo ir a Collique, regresar a la capital”.

“Ah, ya te vas”.

“Porque mi dinero acabar; si yo conseguir empleo, yo quedar”.

“Entiendo; no hay mucho que hacer”.

Owen, entonces, se quita la camiseta, revela su bien labrado torso lampiño, se acerca a Tito, lo abraza fuertemente, se aproxima a su oído:

“Tú tener dos problemas: miedo, vergüenza. Miedo paralizarte, vergüenza ocultarte. Tú creer tú no confiar en nadie, pero la verdad es tú no confiar en ti”.

Una paz inesperada se apodera de Tito, llevándolo casi a los límites de la lividez.

“Abre la puerta, toma tu bicicleta, corre, dile que tú amar y entender”, aconseja Owen. “Pero no juzgar, así como tú no querer ser juzgado”.

Owen se separa un poco y mira los ojos de Tito, quien ahora parece tenerlo todo más claro.

 

domingo, 7 de marzo de 2021

La hermandad de la luna 2.1

“¡Cómo que no lo vamos a enterrar acá!”, se indigna Adán.

Los cuatro empleados de La Luna están reunidos en la caseta de vigilancia  a medio camino entre la entrada y la casa grande. Carlos viste de camisa blanca y pantalón de tela negro, zapatos también negros bien lustrados.

“¿Acaso elga ignora la última voluntad de Manolo?”, inquiere Tito, con algo de mayor entereza, pero sin ocultar su congoja.

“No fue elga”, informa Carlos. “Ni siquiera la dejaron tomar parte del velorio; la decisión es de la señora Esmeralda y sus hijos”.

“¿Y Christian qué dice?”, pregunta otra vez Adán, evidentemente molesto.

“No estaba; me dijeron que está haciendo papeleo. Incluso Esmeralda no autorizó a que abran la tapa del cajón”.

“Dicen en las noticias que lo balearon en la cara y luego lo quemaron”, interviene Frank sin una emoción definida.

“Ni lo menciones”, se incomoda Tito.

“Voy a Collique, ya mandé a hacer una corona de muertos; regreso”, anuncia Carlos, quien arranca la moto de Frank y sale de la propiedad. Adán se reclina sobre la pared de la caseta.

“Todo esto es una huevada completa”.

En ese momento una joven esbelta llega en una bicicleta montañera e ingresa. Bajo la gorra negra se recoge su melena hasta media espalda, crespa, castaña, ojos verdes, tez blanca, vistiendo una camiseta blanca, un jean azul y zapatillas. Se detiene ante los tres hombres y los saluda. Desmonta la bicicleta y se la entrega a Tito.

“¿Alguna novedad con César?”, pregunta el gladiador.

“No, pá, ninguna”.

“Listo, hija”, contesta el padre, se monta en la bicicleta. “Regreso”, informa a Adán y Frank. La recia figura del gladiador se aleja en el vehículo.

“Y… ¿qué me toca limpiar hoy?”, consulta la chica.

“Me parece que la sala y la lavandería”, notifica Adán.

“Boy”, dice la chica con mucha seguridad.

La joven camina hacia la casa grande e ingresa. Los dos varones, especialmente el más joven le clavan la mirada. El mayor de ellos aún no puede creer que han pasado casi veinte años desde que la viera llegar al mundo. Entonces, Tito y él corrían de un lado a otro de la clínica, mientras la madre de la chica esperaba, y las cosas seguían como todos los días en La Luna, cuando Manolo se había convertido en otro peón. Corta los recuerdos para evitar las lágrimas.

“¿Aún no le dices a Tito?”, codea Adán a Frank.

“¿Decirle qué?”

Adán logra sonreír.

“Voy a sacar unas cosas, tienes media hora de libertad… ah, la sala tiene una cámara de seguridad”, guiña el peón.


 

Tras rodear la casa grande, Frank abre una puerta posterior, una de las tres. No es necesario que use el juego de llaves. Adentro, la chica barre el polvo del suelo, mientras  algunas prendas se secan en los tendales.

“Sabía que no te aguantarías, Frank”.

El chico cierra la puerta trasera, le pone llave.

“Yo que tú no haría eso”, advierte la chica.

“Solo estamos tú y yo en la casa, Flor”.

Frank se aproxima a la chica, la abraza con intensidad, la besa profundamente en la boca y le acaricia la espalda con fruición. Flor le corresponde sin ambages.

“éste no es el mejor lugar”, vuelve a advertir ella.

“Tu papá se fue a Santa Cruz; demorará en regresar”.

Ambos jóvenes vuelven a besarse apasionadamente y a girar hasta que Frank coloca a Flor junto a la tina de lavado, la arrima, y comienza a levantarle la camiseta hasta quitársela. Él también  hace lo mismo. Ella acaricia casi febrilmente la espalda ancha del chico, que la besa con cuidado entre el cuello, la mejilla y la oreja.

“Me vuelves loco”, le dice él.

“Tú también”, le responde ella.

Frank  desabrocha el jean de la chica y de paso hace lo mismo con el suyo, trata de bajarlos indistintamente. Flor lleva un conjunto interior de inmaculado blanco, brassiere y tanga. Cuando Frank logra bajarse parte de su jean, revela un bóxer plomo que adelante luce una evidente aunque no tan grande erección. El chico toma los tirantes de la braga, comienza a bajarlos, puede acariciar las caderas de la chica, quien jadea fuerte…

“¡Qué carajos pasa aquí!”

Frank y Flor se asustan. El muchacho se pone delante de la chica y abre sus brazos.

“A ella no la tocas”, dice desesperado.

Delante de ambos, Tito está furioso. Su rostro está colorado, resopla como un toro. Apreta el puño y cuando va a dirigirlo a la cara del chico, algo lo detiene.

“¡¡No, Tito!!”

“¡Déjame, Adán! ¡¡Déjame, mierda!!”

El Orejón logra hacer una llave a Tito y lo retiene de ambos brazos, aprisionándolos con los suyos a su espalda.

“Vete, Frank”, ordena. “¡Vete!”

El muchacho se levanta el jean y se lo abrocha, busca su polo y abandona el patio. Flor también se levanta su jean y se lo abrocha. Tito pugna por seguir a Frank pero Adán lo mantiene inmóvil.

“La culpa es mía en todo caso”, trata de tranquilizarlo.

“¿Qué cosa estás diciendo?”, sigue indignado Tito.

“Yo le insinué que Flor estaba sola”, confiesa Adán.

“¡Ya basta, papá!”, reacciona al fin la chica. “No sé si te has dado cuenta pero ya soy mayor de edad, ya tengo libertad para tomar mis decisiones”.

“¡Eres una mocosa, carajo!”

“¡Pero ésta ya es mi vida, papá! ¡Igual como tú hiciste tu vida, ahora me toca hacer la mía!”

Tito intenta contenerse, respirar hondo. Adán no afloja la llave. Flor sigue allí con medio cuerpo semidesnudo.

“Pero vives bajo mi casa”, espeta serio el padre.

“Si ése es el problema, papá, me voy de ahí ahora mismo”.

Flor toma su camiseta, se la pone y se dispone a dejar el patio.

“¿Desde cuándo?”, contiene la rabia Tito.

Flor se detiene bajo el dintel de la puerta que permite el acceso a la casa grande propiamente dicha.

“Escuchen: esto es un diálogo entre padre e hija”, interviene Adán. “Te voy a soltar, Tito, pero no hagas huevadas, ¿entendiste?”

La llave es deshecha, el gladiador gira súbitamente, cierra los puños y enfrente tiene a su amigo de toda la vida mirándolo fijamente y serio a los ojos. Tito solo atina a largarse del patio, casi rozando a su hija mientras va como locomotora; Flor se alarma.

“Lo va a matar, tío Adán”.

“No, no lo hará”.

sábado, 6 de marzo de 2021

La hermandad de la luna 1.4

A la mañana siguiente, Tito llega en su bicicleta montañera y para en la caseta de vigilancia. Saluda a Carlos, aunque nota algo raro en su semblante.

“¿Dormiste mal?”

Mientras Tito pone su índice derecho al costado del reloj digital empotrado en la pared esperando que la luz piloto cambie de rojo a verde, Carlos comienza a narrarle la ceremonia de la noche anterior.

“Sí, vi la luz”, comenta el gladiador despreocupadamente. “Supuse que algo estabas haciendo con Adán, quien… ¿dónde está, por cierto?”

“Con Frank enseñándole cómo funciona el tractor”.

“Así que tu sobrino llegó tempranito”.

“¿Y quién se quedó en el AMW?”

“Flor insistió en que ella podía ayudar con la administración; uno de los chicos más avanzados se encargará de ver los entrenamientos a los otros chicos”.

El celular de Carlos comienza a sonar.

“¿Y cuando le toque venir aquí?”

“Tendrás que ayudarme, Carloncho”.

Carlos entra al puesto a contestar y Tito rodea la construcción para ubicar su bicicleta, se quita la mochila que en su amplia espalda parece un leve bulto, se desnuda hasta quedarse en un delgado bikini que le marca bulto y culazo y busca su ropa de faena cuando…

“¡Tito, Tito!”, llega Carlos, azorado.

“¿qué pasa? ¿Qué tienes?”

“Manolo, ¡Manolo!”, musita el capataz y rompe a llorar.

“¿Qué pasó con Manolo?”

“Lo mataron, Tito; ¡lo mataron!”