Rafael obliga a Ingrid para dar unos últimos pasos desesperados y hasta mortales.
A eso de
las once de la mañana, Ingrid trata de distraerse en su tienda del centro
comercial. Tras el corre-corre de Eduardo más temprano, Ángel siguió
entrenándola como si nada hubiese pasado, solo que esta vez su rostro estaba
más adusto, algo que para ella no pasó inadvertido. Encima, la llamada de un
agitado Rafael diciéndole que había surgido una emergencia y que regresara sola
a casa, que apenas esté libre le daba alcance o que se verían para la hora del
almuerzo. Ninguna era buena sseñal, ella lo sabía de sobra, pero era importante
tener la mente ocupada en algo más productivo como el negocio, así que ahora
toca acomodar prendas y hacer un poco de limpieza mínima cuando entra un joven moreno, alto y atlético
vestido en un llamativo uniforme de sereno municipal. Se saludan.
“¿Supervisión
de comercios?”, sonríe Ingrid.
“No,
perdone por entrar así”, se justifica el chico. “Es que pasaba por aquí y
aproveché para preguntar por ropa interior”.
Ingrid
se extraña pero lo disimula como de costumbre:
“Claro,
tenemos variedad. ¿qué buscaba?”
“Una
tanga hilo dental”.
“Ah,
claro; ¿para su enamorada, esposa?”
“No,
buscaba una tanga hilo dental masculina… para mí”.
Ingrid
se sorprende más… pero disimula.
“Pues,
ahorita no me queda, pero puedo pedirle una”, responde mientras la vista se le
cae, casi desvergonzadamente, a la cadera del comprador potencial. “Eres ttalla
media, ¿no?”
El
sereno duda, y da la vuelta: Ingrid resopla disimuladamente viendo un par de
prominentes y firmes nalgas bajo el pantalón marrón.
“¿Usted
cree que sea medio?”
“Creo
que sí”, dice la vendedora tragando saliva. “El caso es que ahora no me queda,
pero, como le decía, le puedo conseguir para dentro de dos o tres semanas”.
El
muchacho da media vuelta otra vez:
“Genial.
¿Puedo dejarle mi teléfono para que me avise?”
“¡Claro
que sí! Faltaba más”.
Ingrid
saca su celular y escribe el número que le dictan.
“¿Cuál
es su nombre?”
“Miguel
Vilca”, responde el sereno.
Ingrid se
queda pasmada.
A la hora del almuerzo, por más que quisiera contarle la incidencia a Rafael, prefiere guardar silencio como le pidieron.
“¿qué
saben del caso?”
“Nada”,
responde secamente el policía.
“Sabías
que Eduardo salió de improviso esta mañana mientras yo estaba entrenando?”
Rafael
tiene la mirada fija en la comida, pasea el tenedor por entre los granos de
arroz sin llevarse bolo alguno a la boca. Se detiene unos segundos. Sigue con
la vista fija en la vianda.
“Ingrid,
cierra la tienda del todo y acompáñame a la casa. Vamos a arreglar un par de
maletas y nos vamos de la ciudad”.
“¿Así de
repente? ¿A dónde?”
“¡Eso es
lo de menos! ¡Tú solo obedece!”
“¿Perdona,
Rafo? ¿Y desde cuándo me hablas así?”
Sin
previo aviso, Rafael desenfunda su pistola del cinto y le apunta.
“Tú solo
obedece… y sabes muy bien por qué”, trata de tranquilizarse él. “No quiero
trucos”.
Ingrid
sospecha que su marido sospecha, y puede que hasta ya lo sepa todo, así que
decide tranquilizarse; respira hondo y lento, trata de sobreponerse a los
nervios que le produce ver el cañón del arma apuntándola.
“No
importa qué y quién, pero me gustaría que me digas por qué, Rafo”.
El
policía no puede creer lo que su pareja le pregunta:
“¿No te
has dado cuenta, amorcito, cómo vive la gente de nuestro círculo social? ¿No te
has dado cuenta que nosotros nos partimos el lomo como mulas mientras otros
solo se dedican a gozar? ¿No te da rabia que ellos lo tengan todo y a nosotros
nos falte todo?”
“Tenemos
esta tienda, Rafo; tenemos tu trabajo…”
“¿Y
crees que es suficiente? ¿No te da cólera llegar a una casa que encima de ser
pequeña, ni siquiera es tuya, por la que tienes que pagar mes a mes a una
persona que ya tiene un título de propiedad y que solo te la ha dado en
préstamo a cambio de que le des tu dinero? Hasta pagamos por usar nuestra
propia tienda”.
“estamos
empezando, Rafo”.
“¿Por
cuánto tiempo más, Ingrid? ¿Y qué me dices de mi trabajo? ¿Llegaré a comandante
alguna vez en mi vida? ¡Nunca! Lo más que puedo aspirar es a ser un puto
brigadier- ¿Y todo por qué? Porque no tengo plata”.
“¿Y por
eso atacaste a Dali y Miguel?”
La mujer
nota cómo los ojos de Rafael comienzan a transcurrir del reclamo a la ira.
“¿sabes
cuál fue el error de Eduardo, mi querida Ingrid? Que era un cojudo sentimental.
Solo ‘quería darles un susto’, como si dando sustos se hicieran negocios.
¿Sabías que la pareja perfecta se estaba separando?”
Ahora
son los ojos de Ingridd los que transcurren de la tensa serenidad a la
inocultable sorpresa.
“¿Separándose?”
“Sí,
amorcito; Dalila descubrió hace un año lo que yo había descubierto hace años: a
Lalito le gustaba recibir por el culo. ¡Sí! Y era capaz de pagar con tal de
tener una verga que lo tuviera bien contento. Obviamente para Dalila eso no era
negocio porque de pronto siempre tenía alumnos becados, incluyéndome. Y antes
de que preguntes, también se la metí, y no una sino varias veces. ¿De dónde
crees que salió cierto capital para vender más cosas aquí? No tenías margen de
regreso y mi sueldo de mierda no me permitía sobregiros. ¡De alguna parte tenía
que sacar! Y lo saqué, metiéndosela, porque no había otra forma. ¿Me
entiendes?”
Ingrid
se aguanta las ganas de llorar.
“No lo
entiendo, Rafael, pero podríamos hacerlo de otro modo…”
“¡¿Y de
qué modo, mujer?! ¡¿De qué modo?!”
“Haciendo
lo correcto, Rafo; de ese modo”.
“Por eso
nos iremos de aquí, y nos iremos lejos; Eduardo me pagó bien por el trabajito y
nos da suficiente colchón para comenzar casi de cero: te prometí que pronto nos
iríamos de esa casa alquilada y ese momento ha llegado hoy”.
Varios
pasos se escuchan tras la puerta seguidos de unos golpes fuertes sobre el metal
enrrollado.
“¡rafael
Silva! ¡Policía Nacional! ¡Sabemos que estás dentro! ¡Abre la puerta y sal con
las manos en alto! ¡nadie saldrá lastimado!”
El
policía mira a su pareja, quien ahora no puede ocultar ni el miedo ni las
lágrimas.
“Nos
iremos de aquí, te lo prometo”, le dice en voz baja.
Cuando
la puerta se abre, Ingrid aparece en primer plano y Rafael a sus espaldas sujetándola
del cuello y apoyándole su arma a la cabeza. Frente a ambos, tres policías
apuntándoles, el pasillo del centro comercial despejado y con otros dos grupos
de tres efectivos impidiendo que los curiosos interrumpan.
“Mierda”,
murmura el policía al medio de los tres que intentan detener a su colega.
“Ya
saben cuál es el procedimiento en estos casos… colegas”, sonríe Rafael. “Un intento de ascenso y ella muere”.
“¿Cuáles
son tus condiciones, Silva?”, reacciona el que parece estar a cargo.
“Toda la
vía norte libre hasta que ustedes no tengan jurisdicción. Ni ustedes ni este
gobierno de mierda”.
Segundos
de tenso silencio continúan al pedido.
“Déjalo
salir”, ordena alguien en el intercomunicador del efectivo a cargo. “Nos
encargaremos de él antes que cruce la frontera”.
“Tiene
una rehén: su mujer”, apunta el policía en campo.
“Mierda”,
rezongan por el intercomunicador.
Más
segundos de tenso silencio.
“Déjalo
ir”, ordenan luego de buen rato.
El
policía a cargo suda frío.
“Déjenlo
ir”, instruye a los otros dos efectivos. “¡Háganle pasillo!”, ordena a uno de
los grupos de tres que contienen a la multitud.
Los
uniformados le abren paso. Rafael respira profundo pero no baja la pistola de
la cabeza de su mujer.
“Cuando
diga tres, caminas; seremos libres en un par de horas, mi amor. ¿Entendido?”
Ingrid
no responde.
“¡¿entendido?!”
“Sí”,
dice temblando la chica.
Rafael
marca el paso e Ingrid comienza a caminar delante suyo. Los policías no bajan
las armas y les escoltan la espalda a cierta distancia. Conforme se acerca
hacia la salida, Rafael se da cuenta que no tiene un vehículo en el que pueda
escapar más que su motocicleta. Se desespera. Algo está fallando en su plan, y
puede tratarse de un fallo mortal.
“¡Quédate
en el suelo y no te levantes!”, ordena a Ingrid a quien avienta contra el
pavimento, se gira hacia su espalda y dispara. Le da a uno de sus colegas. Le
responden.
Una
balacera se produce en el centro comercial.
La gente
sale despavorida…
No hay comentarios:
Publicar un comentario