Rafael coquetea con un compañero de entrenamiento, mientras Ingrid comienza a dudar que Miguel sea culpable.
En el
Olympus, Rafael y Amado terminan coincidiendo en la máquina de tríceps. En
lugar de incomodarse, ambos deciden manejarlo de la forma más amable que sea
posible.
“Una tú,
una yo”, propone el primero.
“Chévere”,
acepta el otro.
“¿Cómo
te llamas? Creo que no nos han presentado”.
“Amado”,
responde el joven moreno, alto y atlético.
“Rafael”.
Se
extienden la mano llena de sudor.
“¿Vienes
de noche, Amado?”
“Sí.
¿Tú?”
“Cuando
no tengo turno a esta hora”.
“¿En qué
trabajas, Rafael?”
“Policía
Nacional. ¿Tú?”
“Ahhh…
Mi familia tiene una chacra en el valle: trabajo ahí”.
“¿Qué
cultivan?”
“Frutales,
banano… buenos bananos”.
“Me
encantaría probarlos”, guiña un ojo Rafael.
Amado
sonríe:
“Cuando
desees”.
A eso de
nueve y media, Ingrid revisa un inventario cuando recibe una llamada en su
celular: es Rafael.
“Amor,
voy a demorarme un toque acá porque Eduardo me pidió ayuda con lo que ya
sabes”.
“Claro”,
responde Ingrid secamente.
Tras
colgar, trata de poner su mente en blanco, de serenarse. ¿Qué tal si las piezas
del rompecabezas no encajan como ella cree? En su esfuerzo por no esforzarse,
viene a su memoria la imagen de su último cumpleaños, cinco meses atrás. Era
justo la víspera, coincidentemente un sábado por la noche, cuando la motocicleta
de Rafael sonó fuera de la puerta. Ella lo esperaba con ansias: le había prometido una sorpresa.
Al abrir la puerta, Ingrid se quedó maravillada. Detrás de su marido entraba
Miguel con una bolsa en la que sonaban botellas, no cabía duda.
“¿Y este
milagro?”, sonrió ella.
“Para que
veas”, le respondió el instructor.
“Te
indico dónde está la cocina”, dijo Rafael a su invitado.
Tras
estacionar la moto, los dos hombres pidieron permiso y se metieron por una de
las puertas que la pequeña sala tiene. Ingrid se sentó en el sofá. Un par de
minutos después, Rafael venía a sentarse junto a ella. La besó.
“Pensé
que sería una fiesta para dos”, le dijo la mujer en voz baja.
“Digamos
que así será, pero también digamos que te prometí una sorpresa”, dijo el hombre
todo suelto de huesos. “hueles riquísimo, por cierto, amorcito”.
Ingrid
seguía desconcertada. Media botella de vino después, y en lo mejor del arrumaco
con su pareja, la puerta de la cocina se abrió. Miguel salió vistiendo un
delantal debajo del que se apreciaban sus trapecios, brazos, el prominente
pecho, la fina cintura y las poderosas piernas. El instructor traía unas tiras
de apio con queso en una fuente mientras en la otra una especie de salsa que
puso en la mesa de centro frente a los tórtolos.
“¿Y
esto?”, sonrió Ingrid.
Rafael
sacó su celular, buscó algo y una canción electrónica comenzó a sonar. Miguel
comenzó a contonearse al ritmo. Rafael también se levantó y se puso delante del
musculoso. Ingrid vio desde su ángulo cómo dos manos quitaban la camiseta de su
hombre; luego éste se ponía al lado de Miguel, quien se desataba el lazo del
delantal y lo dejaba listo para sacárselo. Rafael se deshizo de sus zapatillas,
y a una señal imperceptible, el
instructor se deshizo del delantal y el otro hombre se quitó acrobáticamente el
pantalón. Los dos varones vestían tangas hilo dental por toda ropa interior; la
de Miguel era roja y la de Rafael era blanca. Cuando ambos giraron, Ingrid pudo
ver las amplias espaldas de ambos y cómo la tira de las tangas se pperdía entre
sus bien desarrolladas nalgas. Cuando el baile estaba a punto de acabar, Rafael
tomó a la mujer de la mano derecha y Miguel de la izquierda, la pusieron de pie
y sin prisa pero sin pausa le quitaron el vestido de tiritas que se puso esa
noche. Ingrid no llevaba sostén, solo una tanga… hilo dental roja. Cuando la
música acabó los tres se sentaron en el sofá. Mientras Rafael le daba a beber
vino, Miguel embadurnaba los saludables bocaditos en la salsa y se los daba a
comer en la boca.
“esto es
increíble”, fue la reacción de la muchacha.
“Y es
solo el comienzo, avisó rafael, al tiempo que deslizaba el dorso de sus dedos
por uno de sus senos. “¿Te incomoda si… Miguel… te… te toca?”
Ingrid,
cuya entrepierna estaba más que húmeda debido a la primera parte de la sorpresa
y al vino, miró a Miguel sonriendo, y mas bien fue ella quien le comenzó a
acariciar el enorme y velludo muslo. Miguel entendió que eso significaba un sí
y le correspondió la caricia. Entonces Rafael comenzó a besarle los hombros y
el cuello, eventualmente la boca; Miguel comenzó a lamerle el cuello también.
Cuando
dieron las doce, en vez de abrazarle o cantarle el cumpleaños feliz, o al menos
las mañanitas, los dos varones flanqueaban a Ingrid en la cama matrimonial
mientras le quitaban la tanga. Ambos la besaban indistintamente donde sus
labios aterrizaran. De inmediato, ambos machos se pusieron en cuatro patas del
lado opuesto a la cabecera.
“Quítanos
los hilos”, pidió Rafael.
Ingrid
comenzó con su pareja. Cuando la prenda ya no estorbaba, ella se inclinó a
besar y lamer las nalgas.
“el ojo
del culo, mi amor”, pidió Rafael. “Como te enseñé”.
Ingrid
dudó. Trató de separar ambos glúteos, proyectó su lengua y buscó meterla en ese
ano masculino rodeado de vello. Rafael gemía y jadeaba, chirriaba sus dientes.
“a
Miguel”, volvió a pedir.
Ingrid
dudó otra vez. Se movió hacia el instructor, repitió la operación.
“Su
culo”, apuntó Rafael.
“¿Puedo,
Miguel?”, preguntó algo tímida la dama.
“Gózalo”,
le respondió el musculosso.
Con algo
de mayor dificultad, la mujer separó las nalgas del moreno, que son enormes, y
repitió la operación. Rafael la ayudó sosteniendo el glúteo de la derecha y
Miguel ayudó con el de la izquierda.
Posteriormente,
el pene curvo, grueso y largo del policía entraba y salía de la vagina de la vendedora quien, en cuatro
patas, chupaba el pene cabezón, algo largo y delgado en su base, del
instructor. Tras algunos minutos, ambos hombres cambiaron turnos. La noche
siguió por otra hora más sintiendo el peso de ambos varones sobre su cuerpo,
alternándose, besándola, poseyéndola, preñándola dos y hasta tres veces
seguidas.
Ya
entrado el domingo, casi a mediodía, los cuerpos de ambos machos desnudos la
seguían flanqueando dormidos en su cama. Ingrid tuvo curiosidad por el pene de
Miguel. Aprovechando que dormía de lado hacia ella (y que Rafael le daba la
espalda), comenzó a tocarlo: flácido parecía como cualquier otro pene. El
toqueteo no tardó en hacer efecto. En un minuto, otra vez tenía esa rara
configuración fálica dura y cónica inversa en su mano. Cuando vio el rostro de
Miguel, notó una sonrisa y sus ojos entrecerrados. Entonces, suena un celular.
Ingrid es rescatada de golpe de esa abducción de un pasado reciente. Contesta.
“¿Sí,
amor?”
“Ingricita,
voy a demorar otro ratito y regreso”.
“Ya,
Rafito; ten cuidado”.
La mujer
se levanta para respirar un poco y siente que su entrepierna está lubricada.
“No,
Miguel”, murmura mientras mete dos dedos a palpar la humedad.
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