No solo Ángel y Eduardo hablan en clave; Rafael también. Pero parece que alguien ya está vigilando sus pasos.
En el
malecón del río, Rafael pasa relativamente despacio tratando de fijarse en la
orilla. Se detiene unos metros más arriba del puente, camina hasta el borde
mismo de la vereda y otea hacia el fondo del barranco. Nota que no hay mucha corriente,
pero no distingue nada más.
“Mierda”,
murmura.
Regresa
a la motocicleta y le da arranque. Oculto tras un algarrobo, en lo alto del
malecón, un sereno alto, moreno y atlético mira detenidamente la escena, toma
una fotografía y la archiva en su celular.
Una hora
más tarde, Eduardo camina un largo y casi oscuro pasillo, o en todo caso
iluminado por una luz muy débil. Llega a la puerta con el número 25, toca. Tras
unos segundos, alguien abre, y mirando a ambos lados, ingresa casi como
escabulléndose. Una hora después, está de vuelta en el Olympus. Sube al tercer
piso que ahora bulle de chicos, mayormente, conversando o esperando turno entre
las máquinas. Ángel va destacando entre ellos con una ropa menos sexy –camiseta
manga cero y short alicrado—dándoles indicaciones. Eduardo baja al segundo piso
y se sienta a pensar un poco en el escritorio. Saca su teléfono y marca a un
número en la memoria; le contestan.
“¿Averiguaste?”,
inquiere tratando de guardar la mayor serenidad posible. “Mierda”, susurra tras
escuchar la respuesta. “Confirma, por favor… Sí, sí, claro, nos vemos”. Eduardo
cuelga la llamada y se mira reflejado en el espejo de enfrente. Debería estar
contento con ese reflejo, pero no.
A las
siete de la noche, Rafael regresa al centro comercial. Ingrid ya está cerrando
la boutique.
“¿Lista,
amor?”
La mujer
le sonríe. Al volver a casa, ella cena algo ligero mientras él se prepara para
salir de nuevo.
“¿Te
traigo algo?”
“No
Rafito. Anda y maneja con cuidado”.
El
policía, ahora vestido deportivamente, se aleja de la casa. Ingrid se queda
mirando fijamente su plato de comida; entonces, se levanta súbitamente de la
mesa.
Diez
minutos después, la motocicleta se estaciona frente a la verja del Olympus.
Rafael baja y toca el timbre. Espera. Suena la cerradura electrónica. Al llegar
al segundo piso, encuentra a Eduardo organizando unos papeles del gimnasio.
“¿Firmó?”
“No”,
contesta lacónicamente el propietario.
Rafael sonríe
compasivo, se mete al baño, se quita toda la ropa y se pone un bibidí con el clásico
pantaloncillo alicrado. Al salir, ángel toma unos papeles en el escritorio. El
alumno lo saluda metiendo su mano izquierda en medio de sus nalgas.
“¿Cómo
es eso que te vestiste para seducir a mi mujer?”
“Oye,
perdona pero tu mujer está loca”.
Rafael se
carcajea.
“¿Cuál
es la gracia?”
“que
tienes rico culo, huevón”, reacciona Rafael, volviéndole a meter la mano entre
las nalgas.
Ángel se
sonroja, mira que nadie suba o baje.
“En realidad
no la quise seducir sino al chiquito flaco que se alucina el crack de las redes sociales, el hijo del
dueño de esa empresa de transportes que me mostraste”.
“Ah, lo
tiene bien abierto”.
“¿Ya te
lo has comido?”
Rafael
levanta sus cejas como afirmando.
“¿Qué
haces el sábado, Angelito? Quiero jugar un jueguito chévere en casa”.
“Pero
Eduardo…”
“Yo me
encargo de Eduardo”, guiña un ojo el alumno.
Ángel
sonríe. Mientras Rafael se dispone a subir las escaleras, el instructor
aprovecha para meterle la mano.
“¡Aguarda,
oe!”, sonríe el alumno.
“Y me
falta una para estar empates”, ríe Ángel.
Suena el
timbre. El entrenador ve por el circuito cerrado y activa la cerradura
electrónica. Mientras Rafael sube las escaleras al tercer piso, por las que
conducen al segundo piso entra un alumno del turno noche.
“Qué
hay, Ángel”
“¿Cómo
vamos, Amado?”
El
instructor cierra los puños y los choca al chico atlético y simétrico, alto,
moreno, quien llega en camiseta y short a someterse a la rutina del día.
“Hoy
somos pecho”, le anuncia Ángel.
“¡Vamos!”,
sonríe Amado.
Ambos suben al tercer piso. Cuando el alumno descansa en la banca tras una serie de prensa de pecho, nota que casi enfrente suyo, Rafael está en plena serie de predicador. Ambos cruzan miradas. Se sonríen.
A esa
misma hora, una figura delgada y esbelta llega al portón de la Clínica María Milagrosa.
Pasa la sala de espera, pregunta en la estación de enfermería, sube las
escaleras y llega al segundo piso. Camina directo hasta la puerta marcada con
el número 25, toca. Una enfermera abre.
“Busco a
Miguel Vilca”, menciona la visitante elevando la voz.
“Aquí no
hay nadie con ese nombre, señorita”, responde la enfermera algo nerviosa.
“Ay…
¿dónde lo puedo encontrar?”
“Vaya al
tercer piso; allí queda el pabellón de varones”.
“Ay”,
sonríe la mujer, sin bajar la voz. “Perdone, yo pensé que podía hallar a Miguel
Vilca aquí, pero gracias”.
La mujer
se retira y la enfermera cierra la puerta.
Al salir
de la clínica, ella toma su teléfono, disca. Mientras timbra, no deja de ver el
monograma de los tres triángulos y las estrellas como si fuese una corona.
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