Ingrid se topa, sin desearlo, con una pista que aumenta su sospecha sobre Miguel; pero, ¿dónde está Dalila, para contárselo?
Rafael mas
bien opta por el estilo tradicional. Acostado encima de Ingrid bombea casi con
desesperación hasta que el cosquilleo de su pene se transmite al resto del
cuerpo. Orgasmo. Eyaculación. Clímax. Tranquilidad. Un beso en la boca pone
punto final a la faena de esa noche. Costará levantarse temprano mientras el
calendario dice que el martes ha comenzado hace cuatro minutos; pero si no es
la fuerza de la costumbre, es el ruido del despertador: cinco y media. Aún es
oscuro. Bajo las sábanas, el cuerpo desnudo de Ingrid saca el brazo de Rafael,
que se pone pesado.
“Cinco
minutos más”, pide él.
“Tengo
que prepararte el desayuno, dormilón”.
“OK,
OK”, protesta el hombre, quien deshace el abrazo y se levanta directo a la
ducha.
A las
seis y doce, la motocicleta del uniformado, porque esta vez va uniformado, se
detiene en la puerta del Olympus. Ingrid baja.
“Ya
sabes”, aconseja Rafael. “No le insistas a Lalo sobre lo que me contó. No creo
que la esté pasando bien”.
“Sí,
Rafito; tienes razón”, sonríe Ingrid. “Con lo que me contaste, me doy por
informada”.
Rafael
sonríe, le da un piquito en la boca; mientras arranca la moto, ella toca el
timbre esperando que le abran la puerta. Al subir, Ángel la espera en un
enterizo alicrado azul eléctrico bajo el que nada es posible disimular,
especialmente el paquete.
“¿Lista?”,
le sonríe con afabilidad.
“Creo
que sí”, responde Ingrid.
“¿Alguna
molestia por el entrenamiento de ayer?
“No, ya
estoy acostumbrada; pero mi esposo sí llegó adolorido”.
“¿quién
es su esposo?”
“Rafael Silva,
alto como tú, algo más trigueño, guapo”.
Ángel
mira al techo haciendo memoria, o al menos eso aparenta.
“El que
entrena con una licra pequeña”, especifica Ingrid.
“¡Ah! El
policía. Ya me acordé. Sí, entrenó fuerte anoche. Un circuito de piernas… ufff,
fatal”.
“si no
fuese por la licra, no sabrías a quién me refiero”, ríe la mujer.
“La
verdad sí: muchos chicos no usan esas prendas por prejuicios estúpidos, la
verdad. Aparte que su esposo tiene muy buenas piernas, así que le queda
perfecto”.
“A ti
también te queda perfecto ese enterizo, Ángel; además que eres… guapo”, sonríe
Ingrid otra vez.
Ángel se
ruboriza.
“Gracias…
Solo la gente bella puede apreciar la belleza, creo”.
Ambos
ríen. Ingrid pasa a quitarse el calentador y alistarse para la jornada de
ejercicios. Ángel se queda pensando no solo en las piernas de Rafael; también
su marcado bulto, su bien formado trasero. Se relame los labios en privado.
Exhala para evitar una delatora erección.
La
sesión de entrenamiento concluye sin novedad hora y cuarto después; ni siquiera
el hecho de que Ángel parecía no usar ropa interior bajo el enterizo, a juzgar
por una postura que adoptó haciendo fuerza para acomodar una máquina y que
parecía no revelar alguna prenda intermedia bajo la tela elástica y la piel.
Ingrid se va secando la cara con los ojos cerrados recordando esa imagen que la
asocia a cómo Rafael usa el mismo tipo de ropa, cuando casi se estrella con
Eduardo al inicio de las escaleras. Ambos se sobresaltan.
“Disculpa”,
reacciona el dueño del local.
“No,
Lalo, perdóname a mí que iba distraída”.
Eduardo
toca el hombro de su clienta con la yema de los dedos mientras le sonríe casi
paternalmente.
“¿Cómo
va la boutique, Ingrid?”
“Podría
ir mejor pero no me quejo”, confiesa la microempresaria. “Estos meses son
bajos, pero conforme venga el verano, ya verás cómo la gente se aloca. Por
cierto, si hablas con Dali, le dices que me vaya haciendo pedidos. ¿Cómo está,
a propósito?”
Eduardo
no sabe qué cara poner e Ingrid nota que se ha metido en terreno peligroso;
recuerda el consejo de Rafael.
“Perdona,
Lalo. No era mi intenc…”
“No,
Ingrid. Tranquila. Ella está bien y apenas me comunique, le daré tu recado. Se
contentará mucho cuando sepa que te acuerdas”.
“¿Volverá
pronto?”
Eduardo
vuelve a dudar su respuesta.
“Perdona,
Lalo”.
“No,
Ingrid. Descuida”.
Antes de
seguir embarrándola, la mujer se despide y baja al baño para ponerse su
calentador e irse del Olympus. Al salir ya cambiada, y antes de subir por
Eduardo o por Ángel para que le abran la puerta, le llama la atención un papel
con un logotipo consistente en tres triángulos, el del medio un poco más grande,
y varias estrellas rodeándolos. Al llegar a la verja de salida y escuchar la
cerradura electrónica, una especie de ráfaga llega a su cabeza.
“espero
que no sea lo que estoy pensando”, murmura.
Rafael
se acerca en la motocicleta y la lleva a casa. Tras bañarse, no se contiene
más:
“Rafi,
¿y no será que Miguel lo planeó todo?”
“¿Por
qué dices eso?”, pregunta el varón mientras revisa su celular.
“Se
supone que la puerta del gimnasio no se puede abrir desde afuera, así que
alguien la activó desde dentro, o entró de otro modo”.
Rafael
reflexiona unos segundos mirando fijamente la pantalla de cristal líquido.
Respira antes de hablar:
“Interesante
teoría. Entonces, tu sospechoso es Miguel”.
“Aunque
choque… Y no es el único lugar al que sabe cómo entrar”.
Rafael
mira fijamente la cara de preocupación de Ingrid.
Mientras
hacen el trayecto hacia la boutique, del otro lado de la ciudad, un semáforo se
pone rojo y deben detenerse. Ingrid pasea su vista despreocupadamente. La urbe
desarmónica y huachafa antes de las ocho de la mañana es aún un caos. La luz se
pone verde y Rafael decide entrar por una transversal en lugar de seguir la
extensa avenida.
“¿Qué
haces?”, se extraña la mujer.
“Corto
camino”, alcanza a decirle su hombre.
Doblan a
la derecha y por una calle no tan transitada aunque sí llena de vegetación,
avanzan. Súbitamente un carro aparece por derecha y Rafael frena casi en seco.
Ingrid se sobresalta.
“¡Conchatumadre!”,
grita el motociclista pero el otro auto acelera. “¿estás bien, amor?”
“Sí”,
confirma Ingrid, cuando de pronto mira hacia su izquierda: los tres triángulos
rodeados de las estrellas, y al costado las iniciales CMM bajo las que hay un
número de teléfono que trata de memorizar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario