A Ingrid, la mejor amiga de Dalila, le llama la atención que Miguel no la atienda durante su clase en el gimnasio.
Ese lunes a primera hora, las seis y siete para ser precisos, Rafael Silva detiene su moto justo frente a la puerta del Olympus Gym. Se quita el casco.
“Servida”,
le dice a su acompañante, una mujer delgada vestida en un calentador térmico
que ha viajado aferrada a su estrecha y firme cintura.
“Lástima,
amorcito, que no me puedas acompañar esta semana”, se lamenta ella.
Rafael
sonríe.
“Vendré
esta noche; mas bien dile a Miguel que se prepare para romper piernas”.
Ambos se
dan un piquito en la boca; Rafael arranca su moto y ella toca el timbre para
que le abran la puerta. Escucha el crujir de la cerradura automática e ingresa.
Cierra. Sube las escaleras. En la sala de abdominales alguien está limpiando la
corredora con una franela y desinfectante. Se ven en el espejo.
“Buenos
días, Ingrid”.
“Buenos
días, Lalo”, responde la mujer sorprendida. “¿Cuándo llegaste?”
“Ayer”,
le sonríe el hombre en sus casi cincuenta, vestido con traje deportivo, no muy
alto, cuerpo atlético, sonriente aunque no exultante. “¿Lista para una nueva
semana?”
“Sí”,
responde Ingrid. “Me voy a cambiar”.
“Adelante,
bienvenida como siempre”.
Ingrid pasa a la siguiente sala que funge como administración, tienda y pequeño almacén, ingresa al baño. Se quita el calentador y lo deja colgado en uno de los percheros que hay adherido a la pared. Ahora se queda en un top rosado y una malla verde esmeralda que dibuja un cuerpo esbelto y terso.
Al abrir
la puerta del baño, casi se choca con un joven trigueño claro, como de metro
setenta y cinco, atlético sin llegar a las proporciones de fisicoculturista,
mas bien tipo modelo de ropa interior masculina, el cabello largo recogido en
una cola de caballo reducida en una trenza.
“Ya está
libre”, avisa, impactada de primera vista por los ojos marcadamente caramelo
del chico.
“¿Usted
es Ingrid?”, verifica él.
“Sí”,
responde ella arrastrando el monosílabo. “¿Quién… eres tú?”
“Mi
nombre es Ángel, y me encargaré de entrenarla”.
Ingrid
mueve la cabeza como si la hubiesen despertado de golpe.
“¿Y
Miguel?”
“Pues…
Miguel no puede venir hoy, pero aquí está su ficha, la revisamos y comenzamos
la rutina”.
“¿qué le
pasó a Miguel?”
“No sé”,
hace un gesto neutral el muchacho.
Ingrid siente un poco de desconfianza. ¿en serio este joven será tan bueno como su entrenador de todas las mañanas?
Ángel se
sienta al escritorio, abre una gaveta donde están las fichas de todos los
alumnos y las alumnas del Olympus y comienza a buscar.
“¿Cuál
es su apellido?”
“Velásquez”,
responde ella, seca.
Los
suaves y gruesos dedos de ángel pasan por las cartulinas rosadas, y la
encuentra, la saca, la lee por unos segundos.
“Abdominales”,
le notifica. “Ya conoce el circuito, ¿no?”
Ingrid
asiente con la cabeza, camina hacia la sala donde el hombre que la saludó continúa
limpiando. Ángel le inclina la banca.
“¿Lista?”
“Sí,
lista”.
Ángel se
queda con ella todo el tiempo hasta que llegan un par de alumnos a los que el
instructor va a atender y se ausenta de esa sala.
En uno
de los descansos, Ingrid no puede más con su duda.
“Lalo,
¿qué pasó con Miguel?”, le dispara al hombre que ahora limpia el gran espejo
que está en la pared.
“¿Por
qué? ¿Hay algún problema con Ángel?”
“Ninguno;
pero, ¿qué pasó con Miguel? No dijo nada sobre que iba a ausentarse”.
“La…
verdad, no sabría decirte, Ingrid”.
Ángel
reingresa aplaudiendo.
“¿Lista,
señora Ingrid? Nos toca bicicleta”.
Ya es
seis y veinte así que lo mejor será seguir el resto de los circuitos de esa
mañana.
Poco después de la una de la tarde, la mujer despide a una clienta. En el centro comercial administra y vende en una pequeña boutique. Rafael ingresa uniformado como policía y llevando un par de viandas de plástico. Ingrid le sonríe: su marido luce tan atractivo en esa camisa manga corta verde oscuro que no puede ocultar sus brazos venudos y marcados, ese pantalón que prácticamente se le pega al cuerpo donde destacan unas sólidas piernas de futbolista, y encima esos borceguíes negros. Un fetiche latino no podría ser tan guapo como él.
“Tilín, tilín”, avisa el varón.
Tras
cerrar la tienda, ambos comen en el mostrador.
“¿Y no
te dijo por qué se ausentó Miguel?”
“No tuve
más oportunidades que ésa, cuando estaba haciendo abdominales”.
“¿Y qué
tal el nuevo chico? ¿Cómo dices que se llama?”
“Ángel.
Pues, la verdad nada mal”.
“¿De
cuerpo?”, sonríe pícaramente Rafael.
“Ay, ya
empiezas. Me refiero a que sí sabe entrenar; bueno, no como Miguel, pero asumo
que es su primer día, o quién sabe de dónde lo habrá sacado Dali… Aunque me
pareció raro que tampoco estuviera”.
“Quizás
salió, ya sabes cómo son los Ocampo”.
Ingrid
sonríe ante esa expresión que parece de telenovela.
“La
llamé para comentarle lo de esta mañana, pero su teléfono está apagado”.
“Debe
estar ocupada haciendo alguna gestión, Ingrid: a ti también te disgusta que te
timbren el teléfono cuando estás ocupada”.
“Sí… Por
cierto, Miguel tampoco responde su teléfono. Suena como… desconectado, algo
así”.
“¿Dónde se habrá metido el grandulón?”, sonríe el uniformado.
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