Tras una orgía, Rafael muestra su rostro real.
Tras
asegurarse que todo el Olympus está bien cerrado, ángel y Eduardo bajan la
escalera interna de caracol que los conecta con la casa habitación.
“Claro,
mientras sales de viaje, Rafa y su esposa pueden venirme a ayudar”.
“No es
su esposa, a duras penas son pareja, aclara Eduardo. “¿Y dónde se quedarían?”
“En el
otro cuarto que tienes”, responde el instructor. “Abajo hay tres cuartos y
apenas aprovechamos el nuestro”.
Abren la
puerta de uno de los dormitorios más pequeños y sobre la cama, un hombre
atlético, de amplia espalda y grandes nalgas, está sentado cabalgando el largo
y grueso pene de otro chico moreno y atlético como él. Eduardo traga saliva al
ver ese ano engullendo el falo del otro varón (protegido con un preservativo),
siente su erección al reconocer los gemidos del jinete.
Minutos
después los cuatro hombres comparten una ducha a media luz en la que el dueño
del inmueble no sabe a qué cuerpo girar para dar y recibir caricias, o a quién
dar besos. Mejor opta por arrodillarse en la bañera, tomar el pene largo,
grueso e imperceptible curvo hacia arriba de Ángel, y el falo largo, grueso y evidentemente
curvo hacia la izquierda de Rafael, los masajea un poco y comienza a mamarlos
un rato uno, otro rato el otro. Tras ellos, Amado espera su turno con su pene
largo, recto y grueso esperando su turno. El vapor crea una atmósfera cómplice
y pantanosa.
Lo que
pasa luego es que el ano de Eduardo es alternadamente penetrado por Rafael,
Amado (siempre protegido con un condón) y Ángel. El ahora dueño del Olympus
está cómodo en cuatro patas sobre su cama sintiendo cómo es placenteramente
torturado por tres tipos de virilidad, una más elegante, otra más salvaje, una
más sutil, otra más lujuriosa, una suya, otra… quién sabe. Lo que importa en
ese momento es disfrutar. Más nada.
“Solo
espero que no se apareen con Ángel”, advierte Eduardo mientras acompaña a
Rafael y Amado a la puerta una vez que acaba la sesión.
“Vendré
a verlo con Ingrid”, aclara el policía.
“Espero
que no sea una arrecha de mierda como Dalila”.
“Tranquilo,
mi Lalo: tengo bien domada a esa chuchita”.
“Y tú
resultaste ser toda una revelación”, dice el anfitrión a Amado.
“Gracias,
don Lalo”, sonríe el moreno. “Y gracias por el mes gratis”.
Eduardo
abre la puerta y Rafael saca su motocicleta que está parada en una vereda
interna del jardín delantero de la casa. Amado se encarama justo detrás juntando
su paquete a las nalgas del conductor.
En cinco
minutos llegan a una calle estrecha dominada por un enorme algarrobo.
“Ese
tronco me recuerda ya sabes a qué”, sonríe Rafael.
Amado
sonríe también.
“Gracias
por traerme y…” el moreno se acerca al oído del conductor. “Gracias por dejarme
probar ese culo”.
“Gracias
por el banano”, retribuye Rafael. “Espero que no sea debut y despedida”.
“No lo
será”, promete Amado, quien saca una llave y abre una puerta de madera algo
tosca, parte de una casa común y corriente. Camina hasta su dormitorio. Se
quita toda la ropa en la oscuridad.
“Huevón”,
susurra.
Diez
minutos de trayecto con el frío calándole las manos, el pecho y las piernas, y
el policía vestido de atleta llega a su casa pocos minutos antes de la medianoche.
Su pareja lo espera profundamente dormida, ocupando la mitad de la cama
matrimonial. Recién se despierta cuando él ocupa la otra y le roza su cuerpo
desnudo.
“¿Qué
dice Lalo?”, averigua adormilada.
“Nada en
especial”, susurra Rafael. “Extraña a Dalila”.
“Sí…
claro”., dice ella antes de quedarse dormida otra vez y de un tirón hasta que
el despertador suena a las cinco y se repite el rito de dejar el desayuno
preparado e ir hasta el Olympus. Es miércoles. Esta vez, Ángel viste otro de
sus enterizos en el que el blanco de la tela no le deja lugar a dudas a la
alumna: debajo no hay ropa interior alguna. Mientras ejecuta su rutina, Ingrid
puede casi ver cada músculo al desnudo, y mucho más el paquete, aunque lo que
jala su vista es el acupulado trasero. Ángel se da cuenta:
“¿Te
incomoda?”, le pregunta ensayando una sonrisa cándida.
“No,
para nada”, responde ella con mucha seguridad. “Me gusta cuando un chico se
pone algo sexy y lo luce con actitud”.
“Ya te
dije que tú miras las cosas de otra manera, no como el común de las personas”.
Eduardo
sube al tercer piso con cara de
circunstancia, se acerca a Ángel, lo llama a un costado y conversa algo. Ingrid
finge indiferencia, pero aunque quisiera, la música de fondo le impide saber qué están hablando,
pero la cara que pone Ángel no le da buena espina. La charla dura un par de
minutos. Eduardo sale disparado, El instructor regresa donde su alumna.
“¿Todo
bien?”, pregunta Ingrid.
“Todo bien”,
responde seco el chico.
En la
esquina de la manzana donde queda el Olympus, Eduardo espera. Mira hacia la
derecha tratando de distinguir algo. Los minutos se le hacen eternos. Toma su
celular y marca, timbra en el auricular pero nadie le responde. Entonces lo
divisa y lo ve acercarse hasta que se estaciona frente a sí vistiendo una
casaca larga y las manos inusualmente cubiertas por guantes de cuero.
“Sube”,
le dice Rafael sentado en la motocicleta.
“¿qué pasó?”
“Que tu
plan falló”, casi reclama Eduardo ya colocado a su espalda.
El
vehículo arranca y el conductor toma una vía más discreta bajo una fila de
algarrobos.
“Cálmate,
huevón”, se pone firme Rafael. “Sabe qué le pasó pero no quién se lo hizo;
además, tu obstáculo es otro, recuerda”.
“Te dije
que no era una buena idea”, tiembla Eduardo.
“¿Te
arrepientes?”
“¡No sé!
Pienso que esto se salió de las manos”.
Al
llegar a un parque, el conductor sigue de largo por la carretera que mira al
río.
“¡Vamos
a la clínica!”, reclama Eduardo.
“Me
falta combustible y en la ciudad me sale caro”, responde Rafael.
Cruzan
el puente. Al fondo se ve una estación de servicios. Cuando Eduardo cree que
están perdiendo el tiempo, la moto en lugar de seguir la pista, se mete por un
camino de tierra.
“¡¿Qué
haces?!”, se alarma el pasajero.
Rafael
no responde.
“¡¿Qué
haces, carajo?!”
Eduardo
entra en pánico y busca su celular, pero en el esfuerzo por abrir el apretado
bolsillo de su pantalón de pronto el vehículo pasa sobre un hueco y él cae de
espaldas al suelo seco arcilloso. Algunas piedras le hieren. Casi ni puede
gritar por el dolor.
Rafael detiene
la motocicleta unos metros más allá, baja y se acerca al herido.
“Ningún
plan mío falla”, le dice, sacando su pistola de reglamento oculta por su
casaca, luego un silenciador. Eduardo mira el arma con pavor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario