Ingrid y Ángel tienen sendas sesiones de sexo con sus parejas mientras la duda sobre qué le pasó a Miguel sigue flotando en el aire.
Esa
noche es el turno de Rafael. Vistiendo un bibidí y un short de licra que le
marca un paquete notable se acerca hasta Ángel.
“Vengo a
romper piernas”, le dice risueño.
El nuevo
instructor le sonríe y lo palmea en el hombro.
“Linda
licra”, le dice casi en la oreja, usando la música de fondo en el espacio como
cómplice para que nadie más oiga el piropo.
A las
diez de la noche, Rafael regresa a casa.
“¡ya
vine!”, anuncia.
“¡estoy
adentro!”, le avisa Ingrid.
Rafael mete la motocicleta en una esquina de la sala, se descuelga la mochila y camina hacia el cuarto.
Ingrid está en sostén y calzón arreglando ropa que le había
llegado esa tarde.
“¿Ya te
bañaste, Ingricita?”
“Sí,
Rafito, ya lo hice”.
El hombre se desnuda por completo. Su metro setenta y cuatro, fornido, es imposible pasar desapercibido en la habitación tan pequeña. Rafael toma una toalla, se la pone a la cintura y sale otra vez al pasadizo.
Ingrid se lame los
labios felicitándose por enésima vez haber elegido a un varón bello por fuera,
evidentemente, y hasta donde ella lo conoce, hermoso por dentro.
En ese
mismo momento, en el Olympus, Eduardo cuadra cuentas con ángel. Todo parece
estar en orden.
“La
gente no parece haber sentido el cambio”, comenta el propietario.
“No
tendría por qué”, le responde el instructor. “Pero me esforzaré para que no se vayan
a otro lado”.
“eso
está sobreentendido, ángel”, subraya Eduardo, quien se levanta, guarda unos
papeles en la gaveta y le pone llave. Ángel se quita los sujetadores de su
cabello y comienza a deshacer la trenza.
Lo libera y sacude, se pasa los dedos por la coronilla intentando desordenarlo.
Las fibras están algo onduladas tras estar sujetas y apiñadas casi todo el día.
Eduardo lo mira con media sonrisa en el rostro.
“Sigues
siendo guapo”.
Ángel
sonríe ante el cumplido.
“¿Hora
de descansar?”
“Claro”,
replica el patrón. “Vamos”.
No muy
lejos de ahí, Rafael reingresa al dormitorio. Ingrid lee un libro ya cobijada dentro de la cama.
“¿Más
fresco?”, averigua ella.
“Sí,
pero mañana me va a doler todo lo que se llama muslos y culo”.
Ingrid
sonríe, deja el libro en la mesita de noche, se destapa y busca sus sandalias.
Está totalmente desnuda. Camina hasta el hombre y le quita la toalla, termina
de secarlo.
“échate
boca abajo”, pide.
Rafael
retira las cobijas y obedece. Ingrid regresa con un frasco de aceite aromatizado,
algo que semeja flores y alcanfor, se lo unta en las manos, se sienta sobre las
nalgas duras de su compañero y comienza a masajear la nuca y los trapecios.
“Así…
eso”, suspira él.
Las
manos de Ingrid estrujan y estimulan ambos omóplatos, toda la espalda superior.
“¿Pudiste
averiguar algo más?”, aprovecha la mujer.
“¿sobre?”
“Sobre
Dali y Miguel”.
“Ah…
Resulta que los asaltaron el sábado por la noche. Lalo sospecha que fue uno de
los alumnos de ese turno. Últimamente Miguel se había descuidado un tanto en la
seguridad y no ha filtrado bien a la clientela; parece que uno de ellos fue”.
“¿Lalo
ya presentó la denuncia?”
“Sí.
Mañana buscaré el atestado y veré en qué va”.
“¿Y qué
le pasó a Miguel y Dali?”
“Golpearon
a Miguel; Lalo dice que a Dalila la mandó a casa de su vieja por el tema de las
represalias”.
“Por eso
no responde”, concluye Ingrid, quien ya tiene sus manos en la espalda baja a
punto de masajear el bien formado trasero, al que primero soba de arriba abajo
y luego del medio hacia las caderas, como queriendo separar ambas nalgas.
“¿Chequeo
de médico legista?”, seduce Rafael.
“Confío
en ti”, responde Ingrid.
Igual,
él se abre de piernas.
“Chequea”,
insiste.
Ingrid
sonríe y separa más las nalgas. Al medio hay una matita de vello rodeando el
ano.
“Todo en
orden, suboficial”.
La
improvisada masajista continúa con la parte posterior de ambas piernas.
Mientras
tanto, en la casa donde se ubica el Olympus, una construcción de tres pisos
donde el negocio ocupa los dos superiores mientras el primero es una vivienda,
el baño principal está lleno de vapor. En la bañera, Angel y Eduardo mojan sus
cuerpos mutuamente en el agua caliente, se acarician. El primero luce un pecho
algo velludo, que continúa por su vientre de tabla de lavar, pilosidad
recortada encima del pene, generosos testículos, un par de hinchadas nalgas
como si fuesen extraños domos, grandiosas piernas; el segundo bajo el cabello
cano y corto luce un rostro redondo sin arrugas evidentes,y cada grupo muscular
firme y en su sitio, envidiable para sus casi cincuenta, no hinchado, pero sí
muy agradable a la vista, y aunque el vello púbico no está podado, tampoco se
ve mal. Ambos usan las yemas de sus dedos para recorrerse el cuerpo suavemente,
tomándose tiempo, sonriéndose, controlando su respiración, lenta, rítmica,
inhalando, conteniendo, exhalando largamente. Los cuerpos se acercan más hasta
hacer contacto: pectorales, abdominales, ingles, muslos, rodillas. Sus labios
se entrelazan y se saborean con suavidad. Los penes de ambos se endurecen; el
de Eduardo lubrica mucho. Ángel se arrodilla en la bañera, lo toma y se lo mete
a la boca sin hacer nada más que succionarlo en sincronismo con el ritmo
respiratorio del otro hombre, mientras sus manos le acarician las nalgas.
Por su
parte, Ingrid está sentada encima del pene erecto de Rafael mientras le soba
los no tan pronunciados aunque sí definidos pectorales.
“¿Cuándo
me la vas a masajear, amor?”
La mujer
sonríe, se levanta un poco y retrocede, el hombre abre y flexiona sus piernas
dejando al descubierto el falo grueso, algo largo y curvo hacia la izquierda.
Ingrid se inclina y comienza a metérselo dentro de la boca tanto como puede,
mientras el resto lo masajea con una mano. Sus labios tratan de tragar la mayor
cantidad del cuerpo duro mientras el glande choca contra el paladar y va tan
hasta el fondo como ella lo permite.
“Qué
rico masaje”, suspira excitado Rafael.
Ingrid
usa su mano libre para jugar con los testículos en tanto que el hombre no sabe
si acariciar la cabeza a su pareja o estimularse las tetillas, o ambas. Algunos
minutos después, ella libera al miembro que ahora brilla debido a la saliva.
“¿Las
bolas?”, consulta.
“¿Puedes?”
No hay respuesta;
de frente hay acción. Rafael jadea más profundo, comienza a gemir. Si hay una
caricia sexual que adore más que la propia penetración es cuando le succionan
los testículos. Por su parte, Ingrid disfruta el aroma del jabón que comienza a
mezclarse con la humedad de su propia saliva, piensa que es momento de llegar
al punto máximo que ella sí disfruta. Se incorpora, se adelanta, calibra su
vagina sobre ese pene que parece una coma y se lo va metiendo. Ahora ella gime
debido a la excitación. Sube y baja continuamente. Los pezones de sus senos
firmes se ponen duros, más cuando Rafael los toma entre sus manos y los masajea
desde afuera hacia las areolas, mientras la vista masculina se solaza en ver
cómo su miembro erecto es engullido y casi expulsado por los labios íntimos de
la hembra. Nadie interrumpe, nadie escucha, y si eso pasara, a él le llega a la
punta del… de eso que está penetrando a la mujer, su orgullo, el motivo de
envidia de sus colegas, su vanidad viviente en las calles, el comentario no tan
disimulado de su familia, su salvoconducto para que su hombría quede fuera de
cualquier duda.
Quizás
no pasaría lo mismo con Eduardo. Sobre su cama, Ángel casi tiene los muslos pegados al abdomen,
inhalando profundo, espirando largo, mientras el pene del patrón le llena por
completo el ano., el instructor usa el músculo del recto para apretar y soltar
el falo. Eduardo hace posible la postura poniendo todo el peso de su cuerpo
sobre sus manos que están presionando los cuádriceps femorales del mancebo. Lo
mira a los ojos; él lo mira a los ojos. Se sonríen.
“Viene”,
le avisa.
“Respira
profundo, cierra los ojos”, instruye ángel.
Eduardo
obedece y siente el vacío en su bajo vientre: orgasmo. Respira profundo, aprieta
su ano, eleva el músculo del perineo, evita la eyaculación. Se tranquiliza.
“¿Cómo
te sientes?”, sigue sonriendo Ángel.
“Bárbaro”,
suspira el patrón.
“¿quieres
intentarlo otra vez?”
“Claro”,
sonríe Eduardo.
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