¿Quién golpeó a Miguel y Dalila aquella noche de sábado en el Olympus? ¿Eso resuelve la intriga?
A la
noche del día siguiente, viernes, el hombre atlético, alto y moreno está
recontando monedas y billetes mientras frente a sí, otro hombre musculoso, como
de metro setenta y dos, trigueño oscuro, su cabeza vendada tapándole el cabello
corto, verifica unos papeles y pasa los datos a una tableta.
“Me
sobran siete”, dice el primero.
“Aquí en
papeles todo está completo”, le responde el segundo.
“Guárdalo
mas bien, por si algún día no cuadre a favor”, ofrece el dinero quien lo estaba
contando. El otro semisonríe.
“Definitivamente,
amado, quedan pocas personas honradas como tú. No sé cómo es que soportas
trabajar como sereno en medio de tanto… corrupto”.
“Nadie
dijo que yo fuera un ángel”.
Ambos
varones ríen. Por una puerta lateral que se abre, entra una esbelta mujer que
aparece no llegar a los treinta y quien sonríe al ver al sujeto musculoso y
trigueño. Contra su voluntad, esa mujer lleva una curita adherida en todo el
medio de su frente.
“¿Aún
siguen aquí, Migue?”, pregunta con voz melodiosa.
“¿Olvida
que los viernes vienen más alumnos, señora Dalila?”
“Ay,
Miguel, estamos en confianza: tutéame”.
“Fue una
buena idea no cerrar el gimnasio por duelo, señora”, le observa el joven moreno.
“No
tiene sentido, Amado”, comenta la mujer. “Los líos internos no tienen por qué
interferir con el negocio”.
“¿Cómo
te fue en la funeraria?”, al fin Miguel se anima a tutearla.
“Fue
insoportable. La familia de Eduardo se encargó de hacerme notar que soy la peor
mujer sobre la faz de la tierra, peor aún cuando el velorio se hizo en un local
alquilado”.
“¿Por
qué no les dijo que todo fue tramado por el señor Eduardo?”, se entromete Amado.
“¿Para
qué? Están dolidos. Yo sé de más qué se siente estar dolido. El día que Eduardo
me dijo que quería separarse de mí sin darme una explicación lógica… ¿Acaso
alguien quiso escuchar mis razones? Solo Ingrid me prestó oídos”.
“¿Qué
has sabido de ella, apropósito?”, interviene Miguel.
Dalila
toma asiento en otra silla.
“No está
bien. Pudieron operarle las balas pero el pronóstico es de cuidado. Yo me
encargaré de su tienda mientras tanto”.
“¿Y si
no regresa?”, Miguel trata de ser realista.
“Ingrid
es fuerte, aunque le tocará también un regreso doloroso: comenzar otra vez,
pero sin Rafael”.
“Hasta
cierto punto, ustedes fueron afortunados”, interviene Amado nuevamente. “Si
Rafael Silva les hubiese golpeado con uno de los fierros, quizás no la
contarían”.
“Sigo
sin entender por qué no lo hizo”, afirma Dalila.
“Hubiese
hecho ruido”, infiere Miguel. “Nos habríamos dado cuenta y lo hubiésemos
repelido”.
“¿Pero
cómo Rafael Silva entró sin que se den cuenta?”, intriga Amado.
“Pues,
la explicación más lógica es que hubiese tenido una llave que le permitiese
entrar y se mantuvo escondido buen rato en el primer piso, esperó que acabe,
apagara las luces y me atacó con la escoba, o…”
“¿O
qué?”, amado no aguanta el suspenso.
“Que
alguien le hubiese abierto la puerta desde dentro”, Miguel mira a Dalila a los
ojos.
La mujer
siente que no puede guardar el secreto por más tiempo. Baja la vista a la mesa.
“el
sábado por la tarde, cuando Rafael vino a entrenar, me dijo que sabía cómo
podía acabar con la presión de Eduardo para quedarse con todo el Olympus”.
“¿Por
qué Eduardo quería hacer eso?”, se extraña Miguel.
Después
que decidimos separarnos, trató de hacer lo imposible por que Ángel llegase a
ser un entrenador; incluso me planteó hacerte trabajar medio día y el otro
medio día era para él. Yo no quise. Me opuse. Entonces, hace un mes me planteó la
demanda de divorcio y en ella decía que debía entregarle la totalidad del
Olympus porque éste era un negocio en el que él metió su dinero, y buscó por
todos los medios de hacerme firmar un papel en el que aceptaba ese trato”.
“¿Pero
no se supone que ustedes son… mejor dicho, eran un matrimonio?”
“Sí,
Miguel, pero fue por bienes separados. Y si bien es cierto, quien puso el
dinero para levantar el gimnasio fue él por sus negocios como comerciante,
quien lo hizo crecer fui yo, levantándome cada madrugada, yendo a dormir tarde.
Fueron cinco años en los que yo generé dinero, y fue dinero que se iba a
nuestra cuenta mancomunada. Jamás le pedí que me reconociera un centavo por
administrar el negocio, porque cuando amas de verdad, el propio amor es tu
remuneración”.
“¿Y por
qué el señor Ocampo quería meter a Ángel como otro instructor?”, curiosea
Amado.
Dalila
se guarda la respuesta.
“Porque
eran pareja”, interviene Miguel. “Mejor dicho, porque Ángel vivía a Eduardo”.
Dalila
siente que es necesario dejar que salga todo lo que sabe:
“El hecho es que esa noche vino Rafael a decirme que… Eduardo le había pagado para deshacerse de Miguel y de mí a cambio de tener el control del gimnasio, y que él no estaba dispuesto a hacerlo porque nos conocía, porque apreciaba a Miguel, porque Ingrid y yo somos buenas amigas… “
Los
recuerdos de seis días antes llegan vívidos a la cabeza de Dalila como si
fuesen una película.
“A
leguas se nota que estás templadaza de Miguel, Dalila, y Eduardo se ha dado
cuenta de eso”, argüía Rafael. “Te lo va a banderear cuando comiencen las
audiencias para lo del divorcio, y tú vas a defender a Miguel y el juez creerá
que todo es un asunto pasional: perderás el caso”.
“¿Y a
cambio de qué malograrías el plan a Eduardo?”, consultaba Dalila. “Si quieres
que te pague más que él, no tengo dinero”.
“No. No
me ratearía así… Estoy dispuesto a darte lo que Miguel tiene miedo a darte”.
“¿Y qué
pasa con Ingrid?”
“Solo te
daré lo que Miguel no te da; eso no quiere decir que deje a mi mujer”.
“No
entiendo qué pretendes”.
La
sonrisa seductora de Rafael terminó arrastrando a Dalila hacia su cuarto donde
ambos se desnudaron poco a poco tras besarse con ternura y pasión. Los dos
cuerpos se revolcaron sobre la enorme cama, más grande que la que el policía
tenía con Ingrid, dándose oportunidad a que las bocas de ambos se exploraran
cada centímetro cuadrado de piel. Dalila chupó el curvo, largo y grueso pene de
Rafael hasta casi atragantarse; Rafael bebió la vulva húmeda de Dalila cuyo
vello siempre estaba artísticamente recortado y depilado. En algún momento, el
hombre quedó boca abajo y la mujer le recorrió toda la espalda hasta llegar a
sus bien formadas nalgas.
“¿Me
permites?”, preguntó ella.
“Chúpame
bien el culo”, aceptó él.
Dalila
separó los glúteos de Rafael y metió la lengua entre ellos tratando de
estimular el ano sin importarle los vellitos que lo rodeaban. Los lengüetazos
en el esfínter mandaban tal electricidad al cuerpo del hombre que parecía
convulsionarse a la vez que jadeaba. Rafael se puso en cuatro patas para que el
beso negro se hiciese con mayor eficacia. Dalila, por su parte, no tuvo asco en
meter la lengua un poco más adentro.
“Pajéame”,
pidió él.
La mujer
tomó el pene semierecto, aún blando, y comenzó a masajearlo hasta ponerlo de
nuevo duro, largo, grueso y curvo hacia la izquierda.
“Chúpamelo
otra vez”, pidió el varón. Dalila se metió como pudo entre los poderosos muslos
del policía y succionó el raro falo. “Méteme el dedo al culo”, instruyó de
nuevo su amante, y ella, sin preguntar, introdujo su índice izquierdo apenas
hasta la mitad y comenzó a moverlo suavemente en círculos tratando de hallar la
próstata. Rafael seguía jadeando. “Sube”, ordenó a Dalila, quien reptó sobre su
espalda hacia la almohada, puso su cara a la altura de la cara del hombre, y
sintió cómo el miembro entraba sin herirla en su húmeda vagina. “Qué rica, mi
amor”, le susurró.
“¿Te
gusta, Rafito?”
“Me
encanta”.
Minutos
después, Dalila estaba sentada rebotando sobre Rafael, y luego él la acometía
en perrito.
“Las voy
a dar”, avisó el visitante tras cuarenta minutos de agitación.
“Dámela
en la boca”, solicitó ella.
Rafael
se descopuló mientras Dalila giraba. Él se masturbó hasta que ráfagas de su
semen inundaban la boca golosa de la fémina.
“¿Y qué
pasó luego de eso?”, trata de abreviar Miguel, sin dejar aflorar sus emociones.
“esperé
a que no hubiesen alumnos, subí… el resto lo sabes”.
Amado,
en su asiento, junta sus piernas para ocultar su gran erección, pero consigue
el efecto contrario. El instructor, por su parte, dirige su mirada a un punto
perdido en el tablero del escritorio.
“No
estoy enamorado de ti”, dice tras varios segundos de silencio.
“Lo sé”,
responde Dalila. “Esos días en la clínica me sirvieron para darme cuenta de dos
cosas: primero, que no puedo obligar a nadie a que sienta lo mismo que yo;
segundo, que a veces la pasión te lleva a extremos… Eduardo me tuvo recluída
ahí hasta que firmara el acuerdo de cesión”.
“Fue una
trampa”, infiere Miguel. “¡Todo fue una trampa!”
“¿Trampa
de quién?”, participa nerviosamente Amado.
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