Es evidente que Eduardo guarda un secreto que aparentemente comparte con Ángel. ¿Podría quedar al descubierto luego que Ingrid reciba una llamada perturbadora, y descubra que un logotipo podría ser la conexión?
A las
diez y media de la mañana, Ángel barre un poco el salón donde está la mayor
parte de máquinas del gimnasio. Unos minutos antes terminó de entrenar a un par
de alumnos. Eduardo sube con cara de pocos amigos.
“¿Todo
bien acá?”, pregunta en vez de saludar.
“Sí,
Eduardo; muy bien… ¿Cómo amaneció?”
“ése es
el problema, Ángel: amaneció”.
El
entrenador sonríe, deja la escoba junto a la pared y se saca los tirantes que
sujetan el enterizo alicrado azul eléctrico a sus hombros; se baja la
prenda hasta que la parte superior de su
cadera queda al descubierto: efectivamente no lleva ropa interior.
“Necesitas
relajarte, amor”, sonríe.
“No creo
tener cabeza ahorita, Ángel”.
“Pero yo
sí… y una buena cabeza”.
Eduardo
baja sus revoluciones y le sonríe.
“Bajemos…
Ya sabes que aquí no…”
Ángel
sonríe más, se acerca a Eduardo, lo abraza y besa en la boca.
“Lo
resolveremos, Eduardo”.
“Pero a
mi modo”.
“Sí, eso
lo tengo clarísimo”.
El dueño
del local abre una puerta junto al pasillo que conecta al baño donde la noche
del sábado Miguel y Dalila hicieron el amor por última vez, bajan la escalera
de caracol, llegan al dormitorio, se desnudan o terminan de desnudar (en el
caso de ángel) y se meten a la ducha. Hasta la hora de almuerzo, habrá tiempo
suficiente para tomar un baño con masaje incluído y retozar en la cama
matrimonial. Esta vez Eduardo recibe todo el pene grueso y ligeramente curvado
hacia arriba, gran glande, dentro de su ano, mientras rrespira hondo y lento.
Ángel roza su miembro lento y firme de tal modo que termina practicándole un
masaje prostático. Eduardo termina eyaculando casi sin quererlo.
A la
hora del almuerzo, Ingrid y Rafael vuelven a comer dentro de la boutique.
“Pues,
leyendo el atestado, tu teoría de que Miguel pudo planearlo todo cobra fuerza:
resulta que las llaves de la casa las manejan Eduardo y Dalila, además de las
del gimnasio; pero Miguel solo maneja las llaves del gimnasio”.
“Pero
Dali estaba esa noche ahí”, recuerda Ingrid.
“¿Cómo
sabes?”, se extraña Rafael.
“¿No me
dijiste anoche que Lalo te dijo que golpearon a Miguel y que mandó a Dali a su
casa? ¿Dónde estaba Dali el sábado por la noche si no es en su casa? Recuerda
que Lalo estaba de viaje y Dali no sale sola, o si sale me pasa la voz para que
la acompañe”
Rafael
no sabe qué responder. Esa parte de la ecuación la había pasado por alto.
“Al menos
sé que Dali está ilesa; si no, Lalo no la habría mandado con su mami”,
reflexiona Ingrid. “Pero, ¿y qué hay de Miguel?”
“No… me
fijé en esa parte del atestado”.
Ingrid
levanta las cejas extrañándose, pero prefiere dejar el asunto ahí.
“Oye,
¿sabes que hoy Ángel se puso una ropa para entrenar demasiado, pero demasiado
sexy?
“¿Cuál
Ángel?”
“Ay, Rafo.
¡Ángel! El nuevo instructor del Olympus”.
“¡Ah! ¿Y
que tenía de particular?”
“se
parece a ese mismo traje que usaste para la competencia de salto largo en las
olimpiadas de la Policía hace dos años”.
“Pero
asumo, amorcito, que tu maridito tendrá mejor cuerpo que ese greñudo, ¿no?”
“¿Cuál
greñudo, Rafa? Él se acomoda su pelo bien pegadito y con una trenza que no le
queda mal. ¿O te estás poniendo celosín?”
Rafael
ríe.
“¿Celoso
yo?” Y acercándose hacia Ingrid, “apuesto que en la cama es más frío y tieso
que raspadilla sin sabor”.
“Celosito,
celosito, celosito”, ríe Ingrid. Ambos ríen. Acaban la comida, Rafael cierra
los portaviandas y se levanta dándole la espalda.
“Deberíamos
hacer Mister Colita”, bromea la mujer.
Rafael
gira, mira hacia la puerta, ve que nadie viene, se afloja el cinturón, se baja
el pantalón y el bóxer, comienza a contonearse.
“Yo soy
Mister Colita”, canturrea.
Ingrid
no puede contener la risa mientras admira las redondas y lampiñas nalgas de su
pareja balanceándose de un lado para el otro. Se le acerca, las acaricia y las
palmea, se arrodilla tras ellas.
“¿qué
vas a hacer, amorcito?”, se intriga Rafael, quien para la sacudida y siente
cálidos besos en sus posaderas que poco a poco
se van adentrando y centrando; se inclina sobre una silla, gime un poco.
Son ricas las cosquillas que llegan desde allá atrás. Se escucha otra palmada.
“Esta
noche, el resto”, anuncia Ingrid.
“No
jodas”, protesta el hombre. “Cuando más rico se ponía”.
“Tengo
que abrir la tienda; si no, no saldremos de esa casa alquilada”.
Rafael
se levanta el bóxer y se acomoda el pantalón. Gira y besa en la boca a su
amada.
“A chambear,
entonces”, se conforma. “pero te prometo que saldremos de esa casa alquilada
más rápido de lo que planeamos
“No me
digas que ahora crees en la lotería, Rafo”.
“¿Y por
qué no, amorcito?”
Justo al
abrir la puerta, una mujer vestida como enfermera acompañada de una adolescente
están allí paradas afuera. Rafael enrojece. ¿Habrán visto o escuchado algo?
“¿Se les
ofrece algo?”
“¿Ésta
es la boutique de la señora Ingrid?”
“Sí,
pase”.
Rafael
traga saliva y se despide lleno de vergüenza. Arranca la motocicleta
autorrecriminándose por sus raptos de narcisismo. Parte de regreso a la casa
para lavar las viandas y sus dientes, de paso, pero en lugar de tomar el camino
de la larga avenida, se mete más hacia el centro histórico. Por atender a las
potenciales compradoras, Ingrid no repara en este detalle. Mientras la
adolescente mira qué telas va a probarse, la vendedora nota el pequeño
prendedor en el uniforme de la enfermera: los tres triángulos con lo que parecen
ser diminutas estrellas. La enfermera lo nota.
“el
monograma de la Virgen María”, explica.
“Ah, es
devota”, replica Ingrid.
“También;
pero esto es porque trabajo en la Clínica María Milagrosa y acabo de salir del
turno”.
Otra
ráfaga de luz llega al cerebro de Ingrid. ¡Claro! ¡El Letrero de esa mañana!
CMM: Clínica María Milagrosa. Encima el monograma. ¿qué otra cosa podía ser?
“Señora,
perdone la pregunta, ¿pero les habrá llegado un paciente herido la noche del
sábado?”
La
enfermera mira al techo haciendo memoria.
“No sé,
señito. No tengo el registro aquí”.
“¿Cómo
podría averiguarlo?”
Justo en
ese momento, suena el celular de la vendedora, lo mira: es un número
desconocido. Pide disculpas y contesta:
“¿Diga?”
“¿Ingricita?”,
le responden del otro lado de la línea.
“Sí.
¿quién habla?”
“Soy Isabel,
la mamá de Dalila”.
“¡ah,
doña Chabelita! ¿Cómo está Dali?”
Un raro
silencio se oye del otro lado.
“¿Aló?”,
consulta la destinataria.
“Ingricita,
yo mas bien te iba a preguntar eso porque llamo a su celular de mi Dalila y me
suena como desconectado. Quería que…. Le pases un recado”.
Ingrid
se desconcierta:
“Un
momento… ¿Dali no está con usted?”
“No,
Ingricita. Para nada”.
La
enfermera nota que la vendedora está pálida.
“¿Se
siente bien, señora?”
Ingrid
no sabe qué responder. Miles de centellas estallan en su cabeza.
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