En
Collique, Juan García ha estado dándole vuelta a las experiencias sexuales,
aparentemente sobrenaturales, de Christian y Edú. Lo que más le intriga es por
qué en el primer caso sí aparece una sustancia que en el segundo no. ¿Acaso edú
omite información? Además, ¿por qué Tito, o Joey
como lo conoció siempre, insistía en el dato de la caja de preservativos?
Necesita al menos una teoría, así que, mientras va al gimnasio, hace una parada
en el laboratorio clínico de Alvin Saldívar. Siempre que necesita algo de
ciencia, él es su fuente más confiable. Se estaciona frente a su local y espera
pacientemente que atienda a su llamado. En cinco minutos, ya está abordando su
camioneta en la que una resucitada banda inglesa hilvana la música de fondo.
“Sexo
tántrico”, hipotetiza el biólogo.
“¿Y eso cómo se come?”
“el
tantra es toda una filosofía oriental que propone el equilibrio en todo como
forma de vida, y pone el reto de trascender a lo espiritual desde lo puramente
corporal. No es algo exclusivo del Oriente porque todas las creencias tienen
una facción que plantea lo mismo: desde lo carnal se puede conseguir una mejor
vibración del alma, pasando por una constante tranquilidad mental”.
“Quiero
aprender”, se emociona Juan.
“Yo
ccreo que esos amigos tuyos de anoche ya conocen la técnica”.
“¿Édgar y Joey?”
“Ustedes
ni lo notaron, pero yo sí me di cuenta que ellos sí usan esa técnica”.
“¿Cómo
así te diste cuenta, Saldívar?”
“Se
notaba que trabajaban su respiración, que la hacían profunda y lenta, casi ni
se movían; ustedes hacían toda la chamba. ¿No tuviste alguna sensación mientras
me la chupaban?”
“Ahora
que lo mencionas”, trata de recordar Juan. “Por ratos parecía como si oliera la
hierba de las montañas, por ratos el cloro de la piscina… puede ser el
desinfectante, ¿no?”
“Pues,
si usan una lejía con aroma a pino o hierbas, quizás”.
“¿Tenía
que sentir algo acaso?”
“Por lo
general, durante la experiencia de sexo tántrico tratas de visualizar un lugar
donde te sientas a gusto o en libertad, donde sientas que tu excitación crece
pero a la vez es balanceada por así decirlo”.
“¿Tú
pensabas en las montañas?”
“No, en
la piscina”, ríe Alvin.
“Pero,
¿y el asunto de la sangre de grado?”
“Ése es
un misterio desde el punto de vista científico, querido Juancho, pero sospecho
que debe tener una explicación lógica”.
“¿Cuál?”
“Alguien
se lo aplicó para hacerle creer que había sangrado”.
“Joey me dijo que hay un lugar donde sí
podríamos hallar sangre verdadera. ¿Tienes que hacer algo más tarde, como a las
once?”
en la
finca, finaliza la primera ronda nocturna. Tito deja a Elga en la entrada de la
casa grande y luego camina a la caseta de vigilancia.
“Sucedió
otra vez”, es el primer comentario de Carlos.
“Ella
está encubriendo a Christian”, responde Tito.
“¿Cómo
lo sabes?”
“Quiso
contarme un cuento”.
Por su
parte, Elga llega a su habitación, la misma que alguna vez fue la de Manolo.
Hay demasiada información que procesar y mucha no está en los papeles que ha
revisado todo el día.
“La
Estirpe va a oponerse, pero tú tienes el control”, le había advertido Christian
durante la semana pasada.
Pero
ella sabe que jamás había tenido el control. Que solo aceptó casarse con Manolo
para impedir que Esmeralda se apropiara de La Luna durante el proceso de
divorcio. Por eso, inicialmente la propiedad había estado a nombre de Tito,
para evadir a la justicia. Su matrimonio, solo en el papel, únicamente ponía un
candado contra la codicia de la primera familia del patrón.
“Aparte
de los chicos, la única mujer en quien confío eres tú”, le dijo Manolo. “Ni
siquiera en mis padres o hermanos”. Claro, si ellos prácticamente abían
relegado a Rodríguez, como la relegaron a ella, cuando se enteraron de que el
sexo era su negocio principal. Así que toma su celular, marca y se lo pone a la
oreja.
“Están
sospechando de Christian”, le dice a alguien. “¿Por qué no me habías dicho nada
de la hija de Tito?”
En Santa
Cruz, la plaza principal parece no tener mayor movimiento una noche de lunes,
excepto los autos que van para o vienen de Collique, las mototaxis, las
motocicletas, la gente yendo de aquí para allá. La Comisaría tiene su fachada
cerca a la municipalidad, y en una banca desde la que se aprecia
estratégicamente, el Carnes mordisquea unas galletas. De pronto, nota que un
muchacho algo alto y atlético entra con mucho sigilo, demasiado diría él. Ya
hace media hora que vio a otro, vestido de civil, delgado, que había llegado y
entrado sin mayor aspaviento.
“¿El
capitán Castro, por favor?”, pregunta al guardia de puerta el joven que acaba
de llegar a la comisaría.
“¡Chira!
¿Dónde te habías metido?”, lo reconoce su colega. “Está con el chico de Santa Cruz directo, en su oficina”.
El
muchacho que acaba de llegar se sorprende:
“¿Hay
algún operativo en progreso?”
“Ni
idea, Chira”.
Efectivamente,
a puertas cerradas, el comisario transfiere al celular de un joven de
veinticuatro años, a lo sumo, una serie de documentos en un idioma que no
entiende mucho.
“¿Son
auténticos?”
“¡Claro,
muchacho! ¿Crees que voy a blufearte?”,
tranquiliza el policía.
“Pero si
es cierto lo que usted dice, ¿cómo fue que dejaron entrar a un terrorista?”
“No lo
sé; lo que necesito es que lo difundas para que nosotros podamos actuar”.
El
comisario saca dos billetes de cien.
“Gracias”,
sonríe el joven.
“Ya
sabes qué puede pasarte si dices de dónde sacaste la información”.
“Pierda
cuidado, capitán”.
Cuando
el muchacho sale, Chira camina hasta la puerta de Castro y toca tres veces
seguidas, luego una pausa y otras dos seguidas.
“Adelante”.
“Suboficial
Chira reportándose, mi capitán”, saluda con la mano derecha extendida tocando
la sien del mismo lado.
“¡Vaya!
Regresó el hijo pródigo”.
Affuera
en el parque, El Carnes toma su celular y llama a alguien.
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