En casa
de Tito, Flor ingresa a su dormitorio, en cuya cama Frank ya está acostado.
Ella se quita toda la ropa, levanta la cobija y se mete también. Comienza a
besar la espalda del muchacho, siente su cuerpo desnudo y lo acaricia hasta
llevar su mano al pubis velludo.
“Flor,
tengo que madrugar mañana”.
“Por eso
vine temprano, queridito”.
Frank
suspira: si se queda allí estático, ella va a desilusionarse; si procede,
mañana despertará cansado, además de que si lo necesitan para otras labores,
quizás no se sienta cómodo.
“En
serio, tengo que dormir”.
“De
acuerdo”.
Flor abandona
el lecho, vuelve a vestirse y sale del dormitorio. Ya solo, Frank comienza a
llorar.
En la
finca, Elga recibe una llamada a su teléfono.
“Sí, te
entiendo”, dice.”Mantenme informada”, por favor.
Cuelga y
se siente algo ansiosa; también siente una inexplicable tristeza, cierta
melancolía, una atracción rara. No es el primer hombre que prueba; pero, ¿qué
lo hace tan especial? La gente se reiría de ella si confiesa que un sentimiento
parece haber germinado, porque hay gente que la cree incapaz de ello.
“No eres
más que la mujerzuela a quien mi marido le dio su apellido para asegurarle un
sitio donde caerse muerta”, le dijo Esmeralda, visiblemente dolida, cuando se
organizaba el funeral.
“¡Lúcete!
Tú eres la señora ahora”, la animó Manolo alguna vez.
Pero
ella siempre se negó, siempre evitó a ese círculo social en el que su esposo se
movía hábilmente a pesar de todo.
“Yo sé
que él te dio la estabilidad, pero yo te doy buen sexo”, solía repetirle mas
bien Christian desde que ambos comenzaron a acostarse.
Elga
prefiere tomar aire. Se abriga, abre la mampara y sale a la terraza a
contemplar la luna llena y las estrellas, las luces no tan lejanas de Santa
Cruz. Mira la piscina imaginando el cuerpo perfecto al desnudo de Frank emergiendo
del agua fría, impulsándose a la orilla, acercándosele con una sonrisa,
despojándola de su bata, tomándola de la mano e invitándola a sumergirse
abrazados, haciendo el amor dentro de la fuente. Elga no evita excitarse, pero
también tiene mucho sentido de la realidad: Frank no está esa noche en la finca,
así que no tiene mucha lógica seguirle dando alas a tal fantasía. Un resplandor
amarillo aparece en el rabillo de su ojo izquierdo; voltea: debe ser alguien
caminando con una linterna, o al menos eso espera. ¿Y si fuese alguna de esas
raras cosas que la gente ha dicho por largo tiempo que suceden en La Luna?
Cierto temor la invade; reingresa al dormitorio, cierra la mampara, corre la
cortina y se mete a la cama. Toma su celular, busca un número y llama.
“Deje su
mensaje después de la señal”, le responde la grabación.
Pero,
¡un momento!, seamos racionales, piensa. A lo mejor era Tito o Carlos yendo a
alguna parte. Corre la cortina, reabre la mampara, sale al balcón otra vez. La
noche sigue igual excepto que la luna llena está más alta en el cielo. Respira
el aire frío y se repite que no hay nada que temer. Entonces, un tímido
destello verde parece flotar en el aire. Se frota los ojos. No parece ser una
visión. Lo que parece una débil pulsación se hace más y más intensa. Elga toma
su celular, remarca la última llamada y espera.
“Don’t
be afraid”, escucha lentamente en el auricular.
“¿Eres
tú?”, Elga pregunta asustada.
Nadie le
responde; entonces, remarca. Escucha el tono de línea caída. Mira la pantalla:
Sin servicio.
Sorpresivamente,
la luz parece cobrar vida, dar suaves vueltas en el aire, y conforme
revoluciona, va describiendo una espiral en el sentido de las agujas del reloj.
Elga puede jurar que se está acercando
con cada vuelta. Su sentido de protección le pide refugiarse en el dormitorio,
pero algo más fuerte la paraliza y mantiene boquiabierta. Entonces, el punto
luminoso se detiene casi encima de ella y lanza un especie de rayo blanco.
Inexplicablemente,
en lo alto de la lomita que tanta curiosidad le había dado a la mujer, dos
figuras humanas con un extraño tocado en forma de media luna y túnicas blancas
con diseños geométricos están arrodilladas flanqueando un pequeño fuego. Como
si invisibles cuerdas se los permitiera, se ponen de pie sin apoyar las manos
en el suelo. Uno le quita la túnica al otro, y el otro hace lo mismo
recíprocamente. Debajo no tienen nada. A la luz del pequeño fuego, es posible
notar dos cuerpos bien esculpidos en los que poco a poco sus penes comienzan a
crecer y a elevarse. Cuando consiguen toda su erección, ambos sujetos se
acercan, tocan las palmas de sus manos, rozan sus falos, y con leves
movimientos de cinturas los hacen luchar. Susurros, como si una multitud
estuviera presente, se oyen alrededor. La sutil lucha pélvica continúa hasta
que la luz verde que sobrevuela el lugar hace evoluciones más cerradas siempre dibujando
una espiral en el cielo, que termina justo sobre los dos varones, los ilumina
con un haz blanco. Es cuando detienen el movimiento de sus caderas y copioso semen
comienza a caer de sus miembros. Una vez que esa rara forma de eyacular
termina, la luz poco a poco se diluye en el aire y el fuego que estaba a sus
pies se apaga. Solo queda la luz de la luna llena. Igual, como si una cuerda
los suspendiera desde arriba, ambos lentamente se hincan sobre el suelo.
El
timbre de un celular suena. Elga abre los ojos. Está bañada en sudor, desnuda
sobre la cama, sin cobijarse, muy lubricada de la entrepierna. La mampara de la
terraza está cerrada lo mismo que la cortina. Trata de recobrar el aliento,
busca el teléfono y lo contesta.
“¿Hola?”
Ya no
hay nadie en línea. Rellama.
“¿Aló?”,
responde una voz masculina en el auricular. “¿Elga? ¿estás bien?”
“Sí… sí
lo estoy… “
Pasadas
las once de esa noche, una motocicleta corre a cierta velocidad por la
carretera junto al canal. Dos personas con casco y traje antiabrasiones van a
bordo. Al llegar a la entrada de Santa Cruz, se detienen. El conductor saca un
celular de su bolsillo y se quita uno de los guantes, revisa algo en la
pantalla; el otro carga una mochila en la espalda.
“Vamos
bien”, suspira el primero. “Cinco cuadras adelante y listo”.
“Menos
mal, se alivia el acompañante.
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