“Esto es
traición”, Tito comenta con furia. “Nosotros podemos administrar esta finca
solos y hacerla tan productiva como si Manolo estuviese aquí”.
Los
peones improvisan una reunión de emergencia en la caseta de vigilancia.
“Podríamos,
pero no somos los dueños”, recuerda Carlos.
“¿Y tú,
mierda, ¿de qué lado estás, carajo?”
Si el
ambiente dentro del despacho era tenso, acá el aire no se percibe más fresco.
“Ya, Tito”,
interviene Adán, abrazándolo. “Carlos tiene razón: aunque quisiésemos, mientras
ella sea la dueña, solo nos queda seguir chambeando o dejarla al garete”.
“No
renunciaremos, primo; estás cojudo si renunciamos: ¡sería dejarle todo servido
en bandeja a Christian! ¡Sería dejar todo en bandeja a Cruz Dorada!”
“Tito,
no sabemos todavía si esos documentos son reales. Pregúntate cómo fueron a dar
a manos de Edú. ¿Lo sabes ya?”
El
gladiador respira profundo, muy profundo, y, por primera vez en toda esa
semana, se acurruca al cuerpo de Adán y comienza a llorar con amargura, por
todo lo que no lloró desde que Carlos le había informado sobre el asesinato, y quien
ahora se acerca y abraza por la espalda a su amigo.
“Que se
vaya Christian y te prometo que hablaré con ella, para hacerla entrar en
razón”.
“No lo
hará, Carlos”, arguye Tito en medio del llanto. “No lo hará porque ya tomó una
decisión”.
“Yo…
sospecho que no es su decisión sino la de Christian”, agrega Adán haciendo caso
de un consejo que oyó más temprano esa mañana.
Frank,
por su parte, se considera un reverendo inútil ante tal situación.
“Creo
que yo sí renunciaré”, informa. “Ustedes tienen más por qué pelear que yo”.
“Al
menos cumple tu mes, sobrino”, orienta Carlos. “Si sales ahora, no tendrás
tantos beneficios”.
A menos
de cincuenta metros, en el despacho de la finca, Elga ya está sentada sobre el
escritorio en suave ropa interior, con las piernas abiertas, abrazando y
besando a Christian, quien la ddespoja magistralmente de su sostén. Con los
senos como toronjas, al muchacho solo le queda imitar a un lactante, y succiona
los pezones femeninos con tal dulzura que Elga no censura sus gemidos. También
le pone la otra mama para que repita la caricia oral. Christian va descendiendo
por el delgado y firme vientre de la mujer, convenciéndola sin palabras que
debe acostarse sobre el tablero de madera, donde, por fortuna, no hay más que un
portaplumas, un calendario en forma de tadeco con publicidad de la propia
finca, y el cuaderno del abogado. En esa nueva posición, quitarle la braga es
algo más sencillo que lanzarle un hueso a cualquier perro. Christian pasea su
lengua por la vulva de elga y se
ayuda de su índice izquierdo para estimularle
el clítoris. Ella cierra los ojos para recrear el océano de sombras cuando el
reloj marca las diez y algo de la mañana.
Tito
decide darse un duchazo en los baños de la finca. El agua fría, piensa, puede
ayudarle a refrescar sus ideas. La deja correr sin hacer nada más. Cierra la llave,
toma una toalla y se seca. Tras vestirse, sale. En la puerta lo espera Carlos,
quien no ha dejado de pensar soluciones.
“¿Adán y
Frank?”
“Regresaron
a ver lo del tractor”.
Tito
entrega la toalla húmeda a Carlos y juntos caminan hacia la caseta de
vigilancia.
“Déjame
conversar con Elga; nada se pierde con intentarlo”, insiste el capataz.
El
gladiador prefiere no responder nada; cree que eso no será eficaz, pero tampoco
quiere echar sal a la idea de su amigo desde hace veintisiete años. No demoran
más que cinco minutos en llegar.
“Sé que
no tengo la más mínima autoridad para tratar de puta a esa mujer, pero lo que
esta mañana hizo Elga es el mayor acto de traición, como cuando el perro…
bueno, la perra muerde la mano de quien te dio de comer”, Tito al fin despega
los labios.
“Ya te
dije qué tengo en mente”, repite Carlos.
“Y si
fallas, ¿qué haremos?”
“Ya se
nos ocurrirá algo”.
El
capataz reactiva la laptop que se había quedado en modo de hibernación.
“Gracias
por la toalla”, trata de sonreír Tito y contempla la casa grande desde el
dintel del puesto de vigilancia.
“Mierda”,
escucha a sus espaldas.
“¿Qué
pasó?”, curiosea el gladiador girando y acercándose. Ve a Carlos boquiabierto,
y luego ve el monitor de la computadora. Abre mucho más sus ojos claros, como
para estar seguro que no es una visión. Cierra fuerte sus párpados: ¡no es una
visión! Y aunque tampoco puede evitar quedarse boquiabierto, intenta
sobreponerse.
“Quizás
haya un plan B, ai apaec”, dice en
voz baja, palmeándole la espalda.
En el
despacho de la casa grande, Christian tiene su pantalón y bóxer arremangado
hasta los tobillos, descalzo sobre el suelo alfombrado, y arrodillada, Elga
mamándolesus diecinueve centímetros de grueso pene al que aprieta desde la
base con su mano derecha mientras con la
izquierda le acaricia la nalga derecha tratando de llegar hasta el ano para
estimulárselo. Christian disfruta por unos minutos hasta que decide es
suficiente, cesa la succión, la pone en pie, retira los adornos del escritorio,
acuesta a Elga sobre el tablero, se libera de su ropa, y trepa para acostarse
encima de la mujer y meterle su falo dentro de la vagina. El abogado se mueve
frenético y los gemidos de la jefa no
se hacen esperar. Ella trata de aprisionar la cintura masculina con sus
poderosas piernas; el hace lo que mejor sabe hacer: mover bien su pelvis y durar
tanto como le sea posible. Besos por aquí, caricias más allá, gemidos en toda
la pieza hasta que elga está a punto de gritar.
“¡Sí!
¡Así, Chris!”
“Te
gusta, ¿no?”, se excita él. “¿Te gusta que te coja así, no?”
Tras
varios minutos de danza, el muchacho juzga que lo mejor será no seguirse
conteniendo, así que cierra los ojos.
“Me
vengo. ¡Me vengo!”
“Dámela
toda, Chris”, Elga está extasiada.
Christian
eyacula dentro de ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario