En
Fogatas, la playa por donde pasa la línea que permite dividir a la Tierra en
dos mitades perfectamente iguales, un ansioso Ismael Nava se sienta en una mesa
al interior de un restaurante de hamburguesas. Es mediodía, el tiempo está
templado, y poco o nada le importa que donde él está sentado es invierno pero
saliendo por la puerta principal, a unos diez metros de distancia, es verano. Chiquito
se le aproxima y sienta al frente.
“Ya nos
traen la orden, inge”.
“No me
llames así, carajo”, regaña Nava en voz baja.
“Disculpe,
don Mayo. ¿Cuándo tomaremos el vuelo?”
“Una
semana todavía porque tienen que arreglarme lo de tu pasaporte: hacerte pasar
por ciudadano de acá y sacarte papeles no se hace de un rato al otro como en
Collique, pero Latinoamérica es Latinoamérica, donde sobornas a quien sea y… ya
sabemos qué pasa”.
Chiquito
sonríe.
“¿Y
cuándo podré llamar a mi mujer y mi viejita, in… don Mayo?”
“Carajo,
huevón, espera a que lleguemos a Londres y ahí nos organizamos. Le has dejado
regular cantidad de plata a tu familia, así que no creo que la desaparezcan en
una semana”.
De
pronto, una hermosa joven vestida con breve blusa de tiritas, short y sandalias
entra, observa a los lados y camina hasta sentarse en la misma mesa que los dos
varones. Nava mira a Chiquito muy sorprendido; lo mismo el matón.
“Hola,
caballeros”, dice con voz muy dulce y coqueta.
“Buenas
tardes”, trata de ser cortés Nava. “Perdone, ¿nos conocemos?”
“No
creo, pero… podríamos conocernos más”.
Nava y
Chiquito vuelven a cruzar miradas. El segundo le mira los senos sin ningún
disimulo pero no con afanes pecaminosos, mas bien de seguridad, detectando
algún cable oculto, algo fuera de lo común.
“El
reloj”, reacciona alarmándose, y levantándose de la mesa. “¡El reloj, inge!”
Todos en
el restaurante voltean la cara.
“Siéntate,
por favor”, advierte Nava en voz baja.
Chiquito
reocupa su asiento con los ojos desorbitados, totalmente jadeante.
“Al
grano, señorita”, el ingeniero se pone serio. “Su presencia nos está
inquietando”.
La chica
mete la mano a su bolsillo y saca un carnet con una foto.
“Prensa.
Quiero que me cuente la historia de Cruz Dorada en el valle de Collique, del
otro lado de la frontera”.
Chiquito
se vuelve a levantar de golpe, tira la silla, se mete la mano a la cintura y
saca una pistola: apunta a la chica. Nava se para con rapidez y lo encara.
“No seas
imbécil”.
El matón
mira con desesperación a la joven audaz y mira a Nava. Gimottea. Al instante,
se lleva el cañón del arma a la boca. Los comensales gritan de espanto.
Un
disparo se oye.
Todos
salen despavoridos, entre ellos Nava, pero su carrera se acaba en la esquina de
esa calle cuando alguien lo bloquea de un golpe y lo agarra del pecho.
“¿Pensó
abandonarme, ingeniero?”
Ismael
abre sus ojos y su boca: el Carnes lo tiene paralizado. A sus costados, la
gente huye; la Policía está a punto de llegar.
Esa
noche, el grandulón se cobra la victoria de una forma diferente, al menos nunca
antes experimentada en toda su vida pero que nunca dejó de producirle
curiosidad: con su no tan largo aunque sí grueso pene erecto metido dentro del
ano de otro hombre que es la perfección física andando, o al menos la que él
recientemente ha conocido. Cierra los ojos, trata de resistir pero no puede
más: eyacula en el interior de ese otro varón.
“Perdona”.
“No hay
problema; excelente siendo primera vez”, le dice el amante del momento,
mientras su pene erecto pierde firmeza y descansa poco a poco sobre el bajo
vientre del cuerpón.
“¿en
serio te gustó?”, el Carnes le acaricia los bien formados glúteos, aún sobre su
pubis.
“A mí
sí”.
“¿Pensaste
que no lo iba a lograr?”
“Yo no
decir eso. Yo sentir cierta duda, entonces yo decidí reto”.
El
Carnes sonríe.
“Ahora
sabes que puedes confiar en mí, y tú sabes por qué debes creer en mí”.
“Sí, sí
saberlo”.
“¿Y
ahora qué, Owen?”
“Tú ser
libre. La frontera estar a diez horas en auto. Mañana poder regresar”.
“Mi país
ya no es mi casa; no tengo que hacer nada allí”.
“Entonces…
mi casa ser tu casa, pero ser viaje muy largo”.
El
Carnes palmea una de las nalgas.
“Será la
primera vez en mi vida que un viaje tenga sentido para mí”.
Owen
sonríe, se inclina y besa los labios del hombre.
“Entonces,
ir a casa”.
Una
alarma suena en el celular de El Carnes. Lo rescata de la mesa de noche al lado
y lo revisa. Ríe.
“Ciento
veinte me gusta”.
El Carnes deja el celular en la mesa otra vez, gira con Owen y se le acuesta encima. En la pantalla, brilla la foto de un iracundo Ismael Nava esposado a un poste de energía eléctrica en una calle de Fogatas con el texto: Welcome to the Middle of the World. #WhiteCross #endgame #moonbrotherhood
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