Adán
ingresa al gimnasio. Está concurrido, a pesar de todo. Bueno, el turno tarde
siempre es más concurrido que el de la mañana y faltan todavía por llegar los
de la noche. Se acerca a Owen y lo jala al pasillo de la casa, a puertas
cerradas.
“Pablo
ya me lo contó todo: ¿por qué no quieres acompañarlo?”
Owen
deja la farsa sobre sí mismo:
“Porque
la batalla va a jugarse aquí y ustedes me necesitan, Adán”.
“¿Y si
te detienen?”
Owen
sonríe y se desvanece. Adán gira para saber a dónde se fue. El supuesto
fantasma reaparece desnudo justo en la puerta que comunica pasillo con sala,
siempre sonriente y luciendo sus brazaletes dorados en ambas muñecas.
“Tú ya
conoces mi secreto, Adán. ¿Por qué me subestimas?”
Owen
gira hacia la sala y mira a Pablo, quien no termina de dar crédito al prodigio
que acaba de ver, y no se refiere al físico del ser teletransportado
necesariamente.
“quedan
dos horas para que anochezca, pero podrías adelantar tu viaje”.
Una motocicleta
suena afuera. Owen vuelve a desvanecerse y Adán entra a la sala, aún perplejo.
“Creo
que el negro tiene razón”.
El
cuerpo de luchador va a abrir la puerta e ingresa Frank con la motocicleta. El
más joven se extraña de ver a Pablo en la sala.
“Es largo
de explicar”, se adelanta Adán. “Por ahora lo único que te diré es que
necesitamos nos prestes tu caballo de metal”.
Súbitamente,
se escuchan varios fierros cayendo en el gimnasio y alguien que grita de dolor.
Los tres corren a ver de qué se trata.
En la
posta médica de Santa Cruz, el capitán Castro despierta luego del descanso que
le ordenó el médico. Tiene moretones en ambos lados de la sien y un intenso
dolor muscular en la zona abdominal. Aún así se incorpora con cierto esfuerzo
hasta sentarse en la camilla. Mira su reloj: seis menos diez de la tarde. Busca
su celular, pero no lo encuentra. Ingresa una enfermera a la sala.
“Hola,
¿por casualidad has visto…?”
“¿Sus
cosas, capitán? Las tiene uno de sus subordinados afuera. ¿Lo hago pasar?”.
“Si fuese
tan amable, por favor”
“Claro,
pero no se levante hasta que el médico le dé de alta; reclínese”.
La
enfermera sale. Veinte segundos después, Castro mira con asombro y temor a la
puerta cómo alguien bien fornido se le acerca hasta prácticamente rozarlo.
“Suspenda
o posponga, capitán”, El Carnes le devuelve su celular, su billetera y su arma
muy discretamente.
“No
puedo; la Fiscalía va a proceder”.
El
Carnes se le acerca más.
“El
ingeniero dice que suspenda o posponga, o de lo contrario no podrá protegerlo”.
“Pero si
todo iba bien”.
“Iba.
Prenda su celular que lo llama en unos minutos”.
Un
alboroto se oye afuera. El sentido de curiosidad, más que del deber, se activa
en el comisario y, a pesar de su dolor, sale al pasillo. Un muchacho en ropa deportiva
ingresa en una camilla empujado por dos apresurados técnicos de enfermería, y
en su rostro la angustia por una lesión
está más que plasmada. Lo llevan a Tópico. El Carnes también asoma medio
cuerpo hacia el pasillo.
“Buenas
tardes, caballeros”, dice alguien a sus espaldas con un español masticado.
El
comisario y el Carnes giran lentamente y se quedan petrificados: Owen secundado
por Adán ocupan casi todo el pasadizo de la posta.
El
Carnes, en una desesperada y estúpida reacción, quita el arma a Castro, y éste
comienza a forcejear con el matón.
“¡No
seas imbécil!”, le grita el policía y lo empuja hacia el cuarto que estaba
ocupando, pero el sobresaltado forzudo no quiere soltar la pistola. Adán busca
ingresar, pero Owen lo detiene con un solo brazo.
“No”, le
pide moviendo la cabeza además. Empuja al cuerpo de luchador hacia el tópico.
“¡Se va
el negro!”,se desespera El Carnes. “¡¡Se va, carajo!!”
“¡Suéltala,
mierda! ¡¡Suéltala, te digo!!”, arrecia el capitán mientras procura que no alce
su brazo.
La
enfermera corre para controlar la pugna y… la pistola se dispara. La mujer
grita aterrorizada. Owen y Adán salen de Tópico y regresan al cuarto en el que
se habían detenido inicialmente. La enfermera está sumamente nerviosa mientras
junto a la camilla, los cuerpos de El Carnes y Castro se separan lentamente ya
manchados por la sangre.
“¡Pide
ayuda!”, urge Adán, pero Owen lo traspasa y entra al cuarto.
El
cuerpo de el Carnes se desploma en el suelo; respira agitado. Castro lo mira
con terror. El arma se desliza por los enormes muslos del herido. Owen se
arrodilla y pone su mano sobre la inserción del protuberante pectoral izquierdo
y el hombro de ese lado.
“¿”¿es
aquí?”
El
Carnes lo mira suplicante, ahogándose.
Owen
cierra los ojos y la víctima comienza a respirar con normalidad poco a poco,
además que la sensación de dolor y ardor van aminorando. Owen abre los ojos y
clava la mirada en El Carnes.
“Gracias”,
susurra el matón.
Owen le
sonríe.
Entran
un par de técnicos de enfermería. El celular del comisario suena
insistentemente, pero no puede contestarlo porque está sin sentido sobre el
suelo donde aún corre sangre. La posta médica comienza a ser un alboroto.
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