Edú llega a entrenar al gym; seduce a Alejo y es cachado por Miguel.
A las cinco y
cuarto de la tarde de ese lunes, tres toques de timbre suenan en el gimnasio AS.
Alejo, quien ha llegado con las justas a cubrir el turno poco más de tres horas
antes verifica su lista de reservas y no tiene a nadie programado, pero la contraseña
es la contraseña. En el patio bajo techo ya hay cinco personas entrenando.
“Hola”.
Alejo se
sorprende al ver a un chico delgado formado, guapo, en bibidí, short, medias y
zapatillas.
“Soy Eduardo…
edú. ¿Tú eres Alejo? Vivo en casa de
Pedro”.
“Ah”, reacciona
el otro mancebo musculoso, también guapo, cabello rizado, quien rápidamente
entiende que es el nuevo chico llegado a San Sebastián. Le da acceso.
“Quiero
tonificar, hacer un poco de fitness”, indica Edú.
“OK”, confirma
Alejo, sacando una ficha vacía de un cajón en el escritorio de la antesala y
sala de calentamiento. “Igual tengo que tomarte medidas. Es control de rutina”.
“Mostro”.
Alejo saca una
cinta métrica y pide a edú que entre en la habitación contigua, donde hay una
camilla de masajes, una pequeña repisa cubierta y un tallímetro-báscula en una
esquina.
“Quítate las
zapatillas”.
“¿Me vas a pesar?
Tendría que quitarme la ropa”.
“Sería lo ideal
pero si tienes roche…”
“No, para nada”.
Casi de
inmediato, edú se quita las zapatillas, el bibidí y el short. Debajo tiene un
suspensor que solo le tapa la pinga y los huevos pero le deja sus redondas
nalgas al aire. Alejo se gana el pase, traga saliva y procura respirar hondo
para evitar que se le pare la verga. Justo tocan la puerta de la habitación.
“Párate en la
bandeja”.
Mientras Edú se
pone de pie, Alejo reconoce el toque en la puerta. La abre:
“¡Padre Alberto!”
“¿estás ocupado?”
“No. Pase”.
El sacerdote
entra sudado en su ropa de entrenamiento: un enterizo alicrado que le marca
toda la musculada anatomía. Obviamente, se queda viendo a Edú semidesnudo
parado en el tallímetro. Se saludan.
“Venía aavisarte
que el viernes tienes… Legión de María”.
“Ah”, capta
Alejo. “Más bien disculpe que hoy…”
“Tranquilo. Lo
hablamos más tarde”.
El cura se
despide de alejo y de Edú. Al reanudar la toma de medidas, el segundo no puede
contener su curiosidad:
“¿ése es el Padre
Alberto?
“Sí”, sonríe
Alejo. ¿Por qué?”
“ric… cuerpazo
tiene”.
“¿Mejor o peor
que el mío?”, sonríe Alejo nuevamente.
Edú se lo queda
mirando: “Parece que iguales”, responde.
Alejo ríe
despacio, y, sin pprevio aviso, se saca el bibidí y el short. Debajo solo tiene
una tanga roja en la que destaca un buen bulto. Justo en ese momento suena su
celular; lo busca y gira para atenderlo (dejando que edú se gane con su enorme
culo):
“¿Hola…? Sí, soy
yo… ¿Para cuándo…? Ya. ¿Me das cinco minutos y te devuelvo la llamada…?
Chévere”.
Alejo cuelga y
regresa a tomar las medidas; entonces se percata de una protuberancia en el
suspensor de Edú:
“¿Se te ha parado
la verga o me estás hueveando?”
Edú se deja de
recatos y se quita el pedazo de tela: sus 18 centímetros están al palo. Alejo
le vuelve a sonreír y lo imita: sus 18 centímetros también están al palo y
lubricando.
“¿Me permites
tomarte todas tus medidas?”
“Claro”, sonríe
Edú. “Toditas”.
Siete minutos
después, ambos salen de la salita para masajes y justo Miguel llega de la
calle; se sorprende al ver a Edú quien, como si nada, monta una de las
bicicletas estacionarias.
“Migue”, Alejo lo
saca de su embobamiento. “Necesito que… ¡Migue!”
El otro galán recién
reacciona: “¿Qué hubo?”
“Necesito que me
cubras después de la misa: tengo… paciente”.
“Ah… claro.
Miguel y edú
cruzan miradas por demás evidentes. Aprovechando que Alejo entra un rato al
patio bajo techo, se deja de formalismos:
“Ayer
pichangueamos… fuiste con el viejo de Pedro”.
“Sí, me estoy
quedando en su jato”.
Miguel le da la
mano y se presenta; edú lo mismo.
“¿el otro pata
tiene pacientes… ¿pacientes de qué?”
“Ah…”, Miguel
ensaya una respuesta. “De… masajes. Los dos damos masajes. Si deseas… puedo…”
“Claro. De aquí,
terminando de entrenar”.
Miguel mira el
reloj de pared y hace cálculos: no le dará el tiempo. Busca a Alejo en el salón:
“Te cubro después
de la misa, pero… cúbreme durante la misa”.
“¿Y la gente?”
“Yo lo resuelvo”.
Una hora después,
en la sacristía del templo, que está a espaldas del gimnasio, el Padre Alberto
se sorprende de ver a Alejo en lugar de Miguel organizando la ropa y los
accesorios para la misa:
“¿Y ese milagro?”
“¿Puedo confesarme,
Padre Alberto?”, sonríe el muchahcho.
Al mismo tiempo,
Miguel espera impaciente en el escritorio cuando suenan los tres toques de
timbre. Va a abrir.
“Gracias por
venir, Paco”.
“¿él aceptó?”
“Aún no, pero yo
me encargo”.
Veinte minutos
después, mientras en la iglesia se reza el Rosario, edú entra apenas cubierto
con una toalla al cuarto de masajes donde lo espera Miguel acomodando el aceite
y con la habitación ya odorizada con incienso de rosas. Solo viste un bóxer.
“Ponte cómodo”.
Edú se desnuda y
se recuesta boca abajo en la camilla mientras Miguel unta sus manos en aceite y
comienza a apretarle los trapecios y realizar el procedimiento a lo largo de la
espalda hasta trabajar los glúteos. Deliberadamente coloca uno de sus pulgares
cerca del ano. Edú está marcando mil:
“¿Se puede
masajear el cóccix?”
“No, los huesos
no se masajean sino los músculos”.
“¿Y… abajito del
cóccix?”
“¿Quieres que te
masajee ahí?”
“¿Se podrá?”
“Claro”.
Miguel masajea la
raja del culo a Edú, y no evita que sus dedos toquen el propio ano.
“Ahí se siente
rico”, suspira edú. “Masajea ahí”. Y el atleta se abre de piernas y levanta el
culo.
“Esa quebradita
está buena para masajearla con un rodillo”.
“¿Tienes uno?”
“De carne.
¿Quieres… probarlo?”
“sí”.
Miguel arrastra a
Edú hasta el filo de la camilla y lo pone en ángulo recto, se baja el bóxer, y
comienza a frotar su pene erecto de 18 centímetros allí mismo. Ambos comienzan
a gemir.
“¿solo es masaje
superficial?”, logra preguntar edú entre jadeos.
“También puedo
hacerlo profundo”.
“Hazlo”.
Miguel se unta
más aceite en su pinga y la va metiendo de a pocos en el ano de edú: comienza a
cacharlo. Ambos siguen gimiendo en ese ambiente donde solo huele a vapor de
rosas. El activo prueba a ser un poco más agresivo y nota dos cosas: que el
pasivo no opone resistencia y que su pene entra y sale de ese hueco con suma
facilidad.
“¿Tienes ganas de
vaciarte?”, consulta Miguel.
“No. ¿Tú?”
“Ya no aguanto
más”.
“Préñame”, pide
edú.
En medio minuto,
la leche de Miguel se dispara en las entrañas del nuevo alumno.
“?Cuánto te
debo?”
“mmmm… ¿Me podrás
hacer otro favor?”
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