Si su cuerpazo ya me había sorprendido, me sorprendió mucho más la pose que hicimos para disfrutar de nuestros anos.
Hola. De nuevo soy Gonzalo. Con esto de las protestas, la empresa para la que trabajo ya no nos está enviando al sur ni a la selva del Perú, así que ha decidido reforzar la chamba en el norte.
Mis jefes me
comisionaron para ver unas vainas y yo acepté gustoso. Con un poco de suerte,
podría darme un salto a esa playa solitaria, si seguía solitaria, para estar un
rato cachando a ese pescador que conocí la vez anterior.
Lo primero que
hice fue mensajearlo. Al responder me dijo que esos días estaba en alta mar, en
plena faena, y que era complicado que nos reunamos. Ni modo, dije. No tiene
sentido ir a la playa. Encima, llegando a Piura, mis jefes me
escribieron que esté atento porque deseaban cerrar negocios con un cliente, así
que no podía moverme de la ciudad. Y tal cliente no tardó en aparecer. Me llamó
al celular y me pidió que me reúna con él.
Como para mí el
calor acá está fuerte, me puse una camisa delgada y un pantalón delgado muy
fresco. Me presenté a la oficina del cliente: un pata casi de mi edad, guapo,
en una oficina muy ventilada y vestido en polo. Me recibió.
Cuando se levantó
para saludarme, me percaté que vestía una bermuda. Mi ojo clínico al toque se
dio cuenta que el pata tiraba su gym.
Hablamos del
negocio, llegamos a buen trato; me ofreció celebrarlo:
“Te invito a
comer a mi casa”, me dijo.
Como supondrán,
yo no podía negarme porque acabábamos de cerrar parte de un trato. Así que me
subí a su camioneta. Allí dentro pude confirmar que sus brazos y piernas eran
puro gym. Lo mismo su torso. No pregunté. Cuando entrenas también, desarrollas
un ojo clínico. Procuré ser discreto y comenzamos a hablar de otras huevadas.
Conforme avanzamos,
me di cuenta que salíamos de la ciudad. En cuestión de media hora, o más,
llegamos como a un fundo lleno de algarrobos. Y, escondida entre ellos, una
linda casa con su jardín. Bajamos.
La sombra de los
árboles atenuaron el calor un poco a la vez que refrescaban el aire. De más
está decir que me sentía complacido respirando aire puro. El pata regresó:
“Mira, van a
demorarse una media hora en traer el almuerzo… ¿estás apurado?”
“No”, le
respondí. “Para nada”.
“Mostro”, me
dijo. Se fue por ahí hablando por su celular.
Si hubiese estado
solo, hacía rato que me hubiese calateado y recorrido ese fundo a mis anchas,
pero… era solo un invitado.
El pata regresó:
“Adelante, por
favor. ¿Quieres tomarte algo helado mientras nos traen la comida?”
“Claro, por qué
no”.
Dentro de su
sala hacía un poco de calor, hasta que viendo a la mampara del fondo creí notar
algo parecido a una piscina o una fuente. Asumo que el pata se dio cuenta.
“¿Quieres darte
un chapuzón?”, me dijo.
Yo me avergoncé
un poco.
“No traje ropa de
baño”, me justifiqué.
“Yo menos”, dijo
el pata. “¿Si quieres, báñate calato”.
“Pero, ¿y tu
familia?”
“Mi esposa está
trabajando en Piura, mis hijos están en vacaciones útiles, esto solo lo
ocupamos los fines de semana… salvo que te paltee estar calato; entonces, lo
entendería”.
“No… no me paltea
estar calato en una piscina”.
No quise ser
majadero. Levanté mi culo de ese sofá y seguí al pata. Por cierto, tiene un hermoso culo, o al menos eso traslucía la bermuda que
se puso.
Abrió la mampara.
No era una piscina propiamente dicha, pero esa agua cristalina que brillaba al
sol no podía desaprovecharse. Me quité mi camisa, mis zapatos frescos, mi
pantalón y mi bóxer. Me metí al agua: estaba tibia.
La fuente no era
profunda. Me senté y solo me cubría hasta el pecho. Qué rico sentir el agua
cubriendo mi cuerpo desnudo. Cerré los ojos. Disfruté el momento.
“Tu trago”, me
dijo el pata sacándome de mi meditación.
Estaba calato
también. No me había equivocado: su cuerpo era puro músculo magro, bien esculpido en el gym con ese tono
trigueño oscuro que resaltaba sus formas. Su pene parecía normal. Su vello púbico parecía recortado. Era más lampiño que
otra cosa.
Se metió a la
fuente junto a mí. Chocamos los vasos.
“Por el inicio de
una fructífera relación… de negocios”.
“Porque todo
salga bien… en los negocios, quiero decir”, respondí sonriendo.
Me preguntó qué
me parecía la jato; le dije que bravaza.
“Vas al gym,
¿no?”, me lanzó.
“Sí”, le respondí
extrañado. “Tú… también, ¿no?”
“Sí… algo”.
“Tienes un
cculazo... ¡perdón! Un cuerpa…”
El pata se
carcajeó. Yo me arroché más.
“No eres el
primer pata que me lo dice”, me tranquilizó palmeándome el hombro. “Lástima que
no pueda devolverte el cumplido”.
“¿Por qué?”,
pregunté aún arrochado.
“No he visto tu
culo aún”.
“¿Quieres verlo?”
“Si deseas”.
Yo sonreí y, sin
tanto roche, me puse de pie dándole la espalda.
“Redondito,
blanquito y lampiño… ¿puedo tocarlo?”, me dijo el pata.
“Sí, creo”.
Sentí sus suaves
manos primero tanteando, luego sobando,
finalmente acariciando. Mi pinga se estaba poniendo dura. Entonces sentí que con dos de sus dedos me separaba mis
nalgas justo a la altura de mi agujero.
“Estás pito”, me
dijo.
“¿Tú también
estás pito?”, le devolví.
“A ver… mira”.
Giré. Él se había
puesto de pie y se había apoyado en el filo de la fuente. Separó sus piernas,
como en las cárceles gringas, y me miró sonriendo. Yo, ya sin roche y con mi pinga bien dura, me agaché a verlo. Le separé sus nalgas.
“Creo que también
estás pito”, le observé.
“Bien pito”, me
confirmó. “pero creo que tú te mueres por clavarme esa pinga en mi culo, ¿o
no?”
“¿Por qué dices
eso?”, me palteé.
“Porque la tienes
bien al palo, y seguro con la leche a punto de derramarse”.
Yo me quedé
helado.
“Ven, hagamos
algo”, me invitó.
Fuimos hasta uno
de los dormitorios, y así calatos nos echamos frente a frente. Nos revolcamos abrazados
en la cama mientras nos besábamos en la boca. Nuestras pingas duras se
presionaban una contra la otra. No saben lo rico que se sentía todo eso.
Entonces dejó de besarme:
“Déjame hacerte un beso negro, y tú me lo haces a mí también”.
“si solo es beso
negro, chévere; pero, ¿quién comienza?”
“Hagámoslo al
mismo tiempo”.
Yo me quedé
idiota. ¿Cómo iba a hacerse eso? Sin embargo, ese piurano tenía un método: haciendo
el clásico 69,
comprimiendo un poco los abdominales, era posible que nuestras lenguas pudieran
alcanzar los anos y las nalgas del compañero mientras nuestras pingas se
frotaban contra nuestros pechos y nuestras bolas bailaban en nuestros cuellos.
Las caricias de su lengua en mi ano eran por demás
placenteras; imagino que las mías en el suyo lo eran igual.
Ni en mis más arrechos
sueños húmedos hubiera pensado en ese modo de darnos placer al mismo tiempo,
mucho más cuando comenzamos a pajear nuestros penes a puro movimiento de
cadera. Sudábamos, pero, qué mierda, esto era mil veces mejor que meterla en su
ano.
Y así, entre
lamida, caricia y frotación, no pude más y le solté todo mi semen en su pecho.
Me prendí a su ano y sus nalgas como si fuese mi más querido muñeco de peluche.
Yo solo jadeaba.
Minutos después,
pude sentir su eyaculación caliente en mi pecho. Él siguió haciéndome el beso negro.
Entonces sonó su
celular. Se levantó y lo contestó. Pude ver toda su espalda, culo y piernas
bien formados. ¡Qué cuerpazo me había comido esa mañana! Cortó.
“Bañémonos en la
ducha: el almuerzo está por llegar”, me avisó.
“Oye… ¿te gustó?”
El pata me
sonrió:
“¡Me encantó! Y
ahora que vamos a estar haciendo negocios, lo vamos a repetir. ¿No crees?”
Yo sonreí.
Definitivamente esa era una buena idea.
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