Una
camioneta casi excede el límite de velocidad en el camino junto al canal, y
algunos vehículos en contra no dudan en tocar su bocina en señal de protesta.
“Tú eres
el negro hijo de puta”, se va repitiendo Christian a lo largo del camino hacia
la ciudad. “Ahora sí no te me vas a escapar, so reconchatumadre”.
Poco
después, en La Luna, Carlos toca la puerta del despacho. Elga lo recibe con una
amplia sonrisa mientras revisa papeles.
“No sé
si sabes, pero soy el chef de la
finca, así que quería saber si deseabas alguna comida en especial”.
“¡Esto es mejor que servicio a la habitación!
Pues, señor chef, algo que tenga
vitaminas y proteínas”.
Carlos sonríe
y piensa bien unos segundos:
“¿Pollo
hornado con ensalada fresca, no?”
Elga ríe
estrepitosamente ante la duda:
“Sí, Charlie, lo otro, por ahora, no”.
Carlos
ríe también.
“No
pierdes el doble sentido”.
“No
pierdo el sentido del humor, a pesar de la adversidad, Carlitos. Al menos es lo
último que perderé”.
Carlos
se anima a entrar hasta ponerse frente a Elga tratando de usar esa alegación a
su favor:
“Los
chicos no andan de buen humor que digamos luego del anuncio de hoy”.
“Lo sé,
Carlos, pero es una decisión tomada. Si fuese Manolo, me daría lo mismo ir para
adelante; pero no soy él. Temo que esto fracase bajo mi mando”.
“¿Temes
fracasar o te hicieron creer que vas a fracasar?”
“¿Qué
tratas de decirme?”
“Tú
sabes que antes de conocer a Manolo, yo me creía un perdedor completo; entonces
lo conocí, y el resto ha sido historia”.
“¿No has
recaído?”
“Nunca
más, Elga”.
Ella
suspira:
“Darme
una nueva vida es algo que jamás terminaré de agradecerle a Manuel”.
“¿Entonces?”,
presiona el capataz.
“Sin
despreciar, Carlos, una cosa es administrar recursos mínimos o palanear o
cosechar; otra es manejar todo unn negocio como éste. Simplemente no estoy en
capacidad de lograrlo”.
“Aunque
tú conoces todos los negocios de Manolo”.
“Sé de
qué tratan pero no sé cómo se manejan. Quiero que entiendas mi punto. Y no es
que alguien me hizo creer que no puedo; soy yo quien lo sabe mejor que nadie.
Quiero vender La Luna como una atractiva joya, porque lo es; no como un
deslucido pedazo de vidrio”.
“Entonces,
no retrocederás, Elga”.
“No,
Carlitos. Y mientras tú y los otros chicos lo entiendan, será mejor para
todos”.
El
capataz baja la mirada.
“Te
prepararé pollo hornado con la ensalada fría de palta que tanto te gusta”.
Elga
sonríe:
“Sí,
gracias. Y…. si no funciona, podemos probar lo otro”.
Ambos
vuelven a reír con estrépito (aunque Carlos lo hace con mucho disfuerzo).
“Oye”,
lo retiene la mujer. “¿Te has pintado el cabello o estás haciendo más
ejercicio?”
Carlos
se extraña:
“No.
¿Por qué?”
“Te veo
como… rejuvenecido, más… atractivo”.
El
capataz sonríe y sale del despacho. Cuando llega a la cocina, toma el radio
portátil:
“Tito,
muchachos, apliquen plan B”.
El
almuerzo trata de ser lo más cordial posible. Los peones, a pesar del temor
inicial de Elga, se esfuerzan por borrar cualquier atisbo de tirantez como
había ocurrido horas antes en el despacho. Aunque a la mujer le llama la
atención el cambio de actitud, lo aprecia mucho.
“No te
confíes”, le dice Christian por teléfono cuando ella sube a hacer una siesta.
“Esos cojudos se las saben todas”.
“Sí, lo
sé mejor que tú, pero que lo han asumido con madurez, lo han asumido”.
“Solo te
digo que tengas cuidado”, le reitera el abogado.
Abre una
de las mamparas laterales de la habitación y sale a la terraza izquierda. Mira
la finca desde el segundo piso hasta la extraña loma del fondo que continúa
hacia el cerro que está detrás. Respira el aire puro. Gira a la derecha y baja
la mirada: Frank limpia la piscina vestido únicamente con un jean ceñido. Elga
se regocija en esas formas, y las imágenes del coito en el despacho le llegan
como ráfagas, pero teniendo como amante a ese muchacho en vez de Christian.
Cuando ella regresa de su fantasía, el más joven le sonríe desde la alberca,
encendiendo rubor en sus mejillas. ¿Cómo es posible que a sus treinta y cinco
años (pero que nadie más se entere, por favor) se da la licencia de ver a un
chiquillo como un objeto sexual? Bueno, es posible, piensa ella, y mientras se
mantenga como fantasía, todo irá bien. Aunque… ¿pasaría algo si estuviera junto
a la piscina tomando el fresco, con el chico ahí sacando las hojas secas que
caen sobre el agua? ¡Claro que pasaría! Ella notaría que los otros tres hombres
están desperdigados por la finca, y aprovechando el cerco de arbustos, se
quitaría su ropa de baño quedándose desnuda; él también vería a ambos lados, y,
al verificar que están solos, se sacaría ese ajustado jean, quedándose también
desnudo, porque evidentemente debajo de esa prenda no habría nada más.
Entonces, Frank caminaría hacia ella, la tomaría de las manos y la invitaría a
chuparle su pene erecto. Ella lo haría sin cuestionar. Luego, cuando esté bien
duro, él se acostaría sobre ella, la acariciaría de las piernas y comenzaría a
penetrar su entrepierna húmeda hasta… toc, toc, toc. Hasta que toquen la puerta
del dormitorio y la despierten de tan erótico sueño.
“¿Sí?”,
responde.
“Tu
visita guiada, Elga”, le anuncia Carlos.
Tras
bañarse, ella baja al despacho, donde la espera Adán vistiendo la camiseta y el
jean más ceñidos que en su guardarropa pudiese hallar.
“¿Y
Carlos?”
“Está
viendo unas planillas; me pidió que te la enseñe”.
Elga
sonríe:
“Me
refiero a la parcela”, aclara sonriendo el cuerpo de luchador.
“Por
supuesto, porque lo otro…”
“¿Lo
otro qué?”
Elga ríe
pícaramente:
“Creo
que esto será divertido después de todo”.
Al pasar
por la piscina, se da cuenta que su fantasía se hizo agua.
“Éstos
son los nuevos hijos de Tito”, Adán señala la fila de tamarindos.
“Manolo
no me habló sobre ellos”.
“Tito
está haciendo un experimento con la Escuela de Administración donde estudia
Flor, su hija. Quieren ver si es viable iniciar la venta de pulpa”.
“Casi
había olvidado ese dato; ya debe ser una señorita, ¿no?”
“Diecinueve
años cruzan por su vida”.
“¿Y
dónde se vendería esa pulpa de tamarindo”.
“Inicialmente
en todo Collique, y, sobre resultados, en todo el norte. Claro… si continuamos
aquí”.
Elga
carraspea comprendiendo la intención de su guía.
Tras
pasar un claro que funciona como una barrera anti incendios forestales, comienza
la extensión de mangos, los que básicamente se dedican a la exportación; más
allá están los paltos. Frank está aporcando algunos ejemplares y saluda a la
distancia. Sigue luciendo desnudo de la cintura para arriba. La jefa no puede evitar clavarle la mirada
hasta que pisa mal y casi se cae al suelo gredoso de no ser por el rápido
reflejo de Adán, quien la retiene en sus atléticos brazos.
“Mira
dónde caminas. ¿Te hiciste daño?”
“No,
para nada. Disculpa”.
Más
allá, un terreno baldío donde solo se luce un tractor. Todo está delimitado por
acequias.
“Pensamos
sembrar maracuyá, pero… no sé”, el cuerpo de luchador puntillea.
“Maracuyá,
mango, tamarindo… frutales”, recapitula Elga.
“Las
paltas también lo son”, acota el guía.
“Sí,
pero no te las tomas en jugo, aunque con paltas se hacen unas mascarillas que
te dejan el cutis… ¡no sabes!
En la
parte alta de la fffinca está el maizal”.
“¿Y esa
lomita que se ve ahí?”, curiosea Elga.
“Bueno,
digamos que es el sitio sagrado de Manolo, una de las razones por las que se
opuso a vender la finca”.
“¿Es
donde hacen sus ceremonias, no?”
“Sí,
junto al estanco de agua”.
“¿Podré
conocerlo algún día?”
“Tendrás
que conversarlo con Carlos, aunque, si ahora eres la dueña, no tendría razón de
impedirlo”.
Bajan
por los limoneros.
“Cosechamos
cada semana, aunque ahorita por el frío, cada quince días”, apunta Adán.
“Tamarindo,
mango, maracuyá, limón… una juguería nunca estaría desabastecida”.
“Abastecemos
a una cevichería con este limón”.
“No me
digas: la que está a tres cuadras de nuestra casa en Collique”.
“Ésa
misma”, sonríe Adán.
Llegan a
la construcción donde están los baños y las duchas.
“Cuando
acaba la faena, venimos a asearnos aquí”.
“¿Y eso
a qué hora es, más o menos?”
“Entre
cuatro a cinco; todavía dentro de una hora. ¿Quieres revisarlo por dentro?”.
“Mmmmmm.
No sé”.
Adán
saca la llave, igual, y la invita a entrar. Elga nota que, a pesar de que el
sitio es manejado por varones, está casi pulcro. La luz natural le da una
iluminación que no solo invita al baño sino a la complicidad pecaminosa.
”Y… ¿las
duchas funcionan?”, Elga no puede disimular su curiosidad.
Adán
abre la llave y el agua comienza a caer.
“Si
deseas, puedes probarla… la ducha, quiero decir: la calidad es la misma que en
la casa grande”.
“¿Tú ya
la has probado en la casa grande?”, Elga cambia de tono.
“Sí, ya
las comparé, y las dos son ricas”.
“No sé
si confiar en tu palabra, Adán”.
“¿Por
qué… no la pruebas tú misma?”
Elga le
clava la mirada:
“Necesito
una toalla”.
Adán
sonríe:
“Te la
busco”.
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