La
carceleta del Poder Judicial en Collique no es tan fría como parece, ni tan
lúgubre como la describen. Es mas bien un espacio tibio y silencioso. Tras las
rejas del pequeño cubículo, Christian Esteves tiene un colchón sobre el que
puede recostarse y descansar, aunque no quisiera porque la misma pesadilla se
repite cada vez que cierra sus ojos. Un policía ingresa y hace sonar los
fierros.
“Tienes
visita, doctor”.
Elga lo
espera en una salita blindada; carga una bolsa plástica como las de las tiendas
por departamentos, y luce bien rellena.
“¿Cómo
estás?”, lo saluda.
“Decidiendo
si me declaro esquizofrénico, aunque ahora eso dejó de ser atenuante; pero al
menos no me mandarán con la lacra”.
“¿Por
qué declinaste tener un abogado?”
Christian
sonríe:
“¿Y qué
diablos soy yo? ¿¿Manolo Rodríguez no me pagó toda una carrera de Derecho para
que la desperdicie pidiendo otro defensor? Lástima que usaré todo mi talento
para defenderme de su propio fantasma”.
Elga
entrega la bolsa:
“Hay una
frazada, fruta y la gaseosa que tanto te gusta… la verde sin azúcar; me costó
trabajo convencer al policía para dejarla pasar”.
El
abogado se extraña.
“No
recuerdo haberte dicho mi sabor favorito de gaseosa”.
Elga
carraspea y se pone de pie:
“Vendré
en la medida en que me dejen venir. ¿Quieres que contacte a tu familia?”
“No hace
falta. Gracias… No estoy loco, elga… Todo lo que vi y sentí realmente ocurrió”.
La mujer
se toma unos segundos.
“Lo sé,
Chris… Te creo al cien por ciento”.
“¡No
estoy loco, Elga!”
Ella
está a punto de dar media vuelta cuando frena en seco:
“Quizás
no tengas que pelear con el fantasma de Manolo”.
Christian
se desconcierta.
“¿Qué
carajos quieres decir?”
Segundos
de silencio apenas interrumpidos por el ruido lejano de la calle…
“No hay
tal fantasma, Chris”.
Elga
sale y deja al joven totalmente solo y descompuesto. En poco tiempo, el policía
a cargo lo regresa a su celda. Descubre el contenido de la bolsa y se concentra
en la botella plástica que contiene la verde gaseosa: una seña gráfica que él
conoce de más.
“¡¡Noooo!!”,
se desespera y llora. “Maldito hijo de puta”, musita.
A la
mañana siguiente, un paquete de preservativos cae de una máquina dispensadora.
Tito la recoge y examina con cuidado. Tras él, están los cubículos con los
inodoros y los urinarios; junto a él, un espejo de pared a pared encima de dos
lavabos. La luz de la mañana entra blanca por una pequeña ventana al costado de
un extractor de aire. El gladiador mira su imagen reflejada: no pareces tener
cuarenta y cinco años, se dice mentalmente. Entonces, la puerta se abre y un
joven alto, guapo y esbelto ingresa.
“Me
dijeron que estabas acá”, saluda Edú.
Tito le
muestra el paquete de preservativos.
“¿Sigues
jurando que tú no dejaste esto en el jardín de mi casa hace una semana?”
El
recién llegado se pone serio.
“Chico,
¿me llamaste para esto? ¿En qué idioma te digo que no fui yo? Si supiera guaco, te lo diría en guaco, pero te lo
repito en castellano: desde aquélla vez que me echaste como un perro del AMW,
no he vuelto a pisar Santa Cruz”.
Tito
baja la mano y guarda el paquetito en el bolsillo de su pantalón.
“No, no
te llamé para eso. ¿Sabías que existía un acuerdo entre Manolo y Saúl respecto
a este lugar?”
“¿Al baño?”,
ironiza Edú.
El
gladiador ríe despacio.
“No, a
esto que llamó GGG, JaJeJí, o como mierda sea…”
“G4G, o yi for yi, un acrónimo que viene de Gentlemen For Gentlemen o Caballeros
Para Caballeros, que, sospecho, fue acuñado por el mismo que bautizó a tu gimnasio
como AMW, Ancient Moon Warriors, los
Antiguos Guerreros de la Luna. Lo de La Luna es creación de Manolo, definitivamente,
pero esa obsesión con el inglés, chico, es creación de Christian”.
“El
acuerdo entre Manolo y Saúl”, prosigue Tito, “era que Saúl podía generar todo
el dinero que quisiera, pero la quinta parte de todo lo que ganara iba a la
cuenta de Manolo porque resulta que nunca renunció a la propiedad de ese lugar;
simplemente la hizo franca, o algo por el estilo”.
“La hizo
una franquicia: dejaba que un tercero opere el negocio con los valores de marca
del suyo, por lo que tenía derecho a un porcentaje de las ganancias”.
“Claro,
pero en papeles, Saúl era el propietario”.
“Por eso
se llama franquicia, Tito”.
“Por eso
te llamé, Edú… Creo que conoces de más lo que ha pasado con Saúl, cómo
terminaron encontrando su cuerpo con un balazo en la cabeza en la casa de La
Santita… Pero también conoces de administración: cuando tú tenías a cargo el
gimnasio, levantamos clientela como mierda”.
“¿Quieres
que asuma la franquicia del G4G?”
“No sé
si tus papeles te lo permiten… Pero lo que sí puedes hacer es administrarlo
porque al no existir quién asuma la propiedad, digamos que… ésta revierte a su
dueño anterior, o algo así me explicaron”.
“¿Saúl
no tiene herederos, acaso?”
“No
tienen derecho a nada porque, al igual que yo, solo ponía su nombre para el
papel, pero la propiedad siempre fue de Manolo”.
“¿Ambos
son, o eran, testaferros?”
“Por eso
Christian jodía a Saúl hasta que lo mató, o eso parecen indicar las pruebas, y
parece que eso iba a pasar conmigo, pero… Owen nos salvó”.
“A ver,
chico. Es mucha información. ¿Qué hacía exactamente Christian y… quién es ese
Owen?”
“Al
parecer, Christian extorsionaba a Saúl a espaldas de Manolo, y Saúl murió
creyendo que todos habíamos violado el acuerdo de no joderlo. Conmigo,
Christian no lo hizo porque sabía con quién se metía. Y Owen… Owen es una larga
historia… ¿Te interesa el negocio?”
Edú se
toma unos segundos.
“¿Podemos
hablarlo fuera de aquí?”
Tito
asiente:
“Vamos a
la salita de reuniones porque es más cómodo… además, si llegamos a un acuerdo…”
“¿Qué
pasará?”, se intriga edú.
“Tenemos condones”, sonríe Tito palmeándose el bolsillo derecho delantero de su jean.
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