Christian
despierta nuevamente en el hospital de Collique Sur. Viste una bata de paciente
y está cubierto con una sábana blanca delgada con el logotipo del seguro social
en mosaico. Pero esta vez, está solo en el cuarto. Busca el botón para avisar a
la Estación de enfermería, pero no lo encuentra. Recuerda que los hospitales
públicos no son precisamente la vanguardia en comodidades para quien ingresa.
Intenta tranquilizarse, pero no lo consigue.
“¡¡Zapata!!”,
grita.
Una
técnica de enfermería entra.
“¿Ya
despertó, señor Esteves?”
“¿No me
ve acaso?”, se indigna el abogado. “Llame al suboficial Zapata, ¿quiere?”
“él no
está de guardia, señor”, le contesta la técnica algo altiva. “Y me respeta si
quiere que lo atienda”.
“Mire,
señorita, usted me atiende porque es su deber, y no le interesa si me agite o
no. ¡Búsqueme al policía de guardia, por favor! ¡Hágalo si quiere conservar su
empleo!”
La
técnica sale molesta.
Tras
varios minutos ingresa un joven que casi no le sostiene la mirada.
“Quiero
denunciar que me violaron”, le suelta Christian.
El
policía abre los ojos y levanta la cabeza.
“¡No te
quedes ahí, Renato! ¡Procesa mi atestado!”
el
uniformado saca como puede una libretita y un lapicero de su bolsillo, y se
dispone a escribir con la mano temblorosa.
“¿Fue el
surfer?”
“¿Qué surfer ni qué ocho cuartos, Renato! Fue
un sujeto llamado Owen Mgombo. M, G, O, M, B, O. Vive en Santa Cruz, es natural
de Johannesburgo, República Sudafricana. Más de metro noventa, cien kilos más o
menos, raza negra, trabaja como instructor del gimnasio AMW. Allí duerme, así
que si van ahora mismo, lo encuentran. Yo quiero pasar a Medicina Legal tan
pronto sea posible. ¿entendiste?”
El
policía duda.
“Owen…
¿qué?”
Una hora
después, en La Luna, el timbre suena y elga despierta. Está desnuda en la cama
y Owen la abraza por la espalda. Quiere incorporarse, pero el peso del brazo no
la deja.
“Tranquila”,
le susurra.
“Pero
quiero ver”, pide ella.
”Tranquila.
Duerme. Carlos estar a cargo”.
Elga
intenta serenarse y se acomoda otra vez. Hace mucho tiempo que no duerme de esa
forma. Cierra los ojos y cree oír a lo lejos una motocicleta conforme recupera
el sueño.
Poco
antes de que ese miércoles amanezca, Christian llega a la sala de espera en
Medicina Legal para tener un turno, y entre la gente sentada, reconoce a El
Carnes. Se le aproxima.
“¿Te
pegó Nava?”, le pregunta con sarcasmo.
El
fortachón sonríe con pereza.
“Sí, me
pateó atrás y el médico va a revisarme”.
“eso
tengo que verlo”, sonríe el abogado.
Una de
las puertas se abre, y una chica se pone a ver entre la gente como buscando a
alguien. Christian lo advierte.
“Ahora
vengo”.
Se pone
de pie y disimuladamente se le acerca.
“¿Usted
es el doctor Esteves?”
“Sí, el
de las muestras de gasa”.
La chica
tiene dificultad para articular y el muchacho comienza a alarmarse.
“Lo que
sea que tenga, dímelo por favor: olvídate del protocolo”, susurra él.
“¿Está
seguro que esa es la gasa con la que lo limpiaron?”
“Claro,
estaba aún en la mesita de la enfermera. ¿Por qué?”
“Doctor…
parece que le hubiesen curado alguna herida”.
“¿De qué
habla?”
“No hay
rastros de sangre”.
“¿Cómo
que no hay rastros de sangre?”, comienza a indignarse Christian. “¿Y esa mancha
roja qué es? ¿No es sangre?”
“Sí, es
sangre… pero sangre de grado, doctor”.
“¡Qué
estupidez dice!”, levanta la voz el muchacho.
La chica
se molesta y le cierra la puerta en la nariz. Christian toca fuerte, pero nadie
le abre. Un policía llega a pedirle que se retire a su sitio. La gente se lo
queda mirando y accede.
“Necesito
tu ayuda ahora, te pagaré muy bien”, le ofrece a El Carnes, una vez que vuelve
a sentarse a su lado.
“Cuando
pase mi turno… hablamos”.
“No…
ahora, Carnes”.
El matón
se inclina en su silla y se hace el somnoliento.
“Ahora
no”, le responde.
Christian se molesta, se pone de pie y sale de ese lugar.
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