Pero una
decena de kilómetros más al oeste, la sesión sexual casi ha acabado entre el
tablista y Christian, quien tiene las gruesas piernas levantadas y sostenidas
en sus hombros mientras le meten y sacan el pene como si quisieran acuchillar su interior a
pesar que ofreció un cuarto cómodo y hasta
un aventón para satisfacer la excitación. El tablista eyacula profusamente
dando un suspiro que nace desde el fondo de la calentura. El espacio entre
cuatro paredes no se convirtió en un bosque exuberante, ni siquiera en una
playa desierta, menos en la vieja acequia que corre a tres cuadras del
edificio; tampoco se oyó más melodía que los resortes del colchón crujiendo
debido a la intensidad con que el coito se produjo. El tablista saca su pene,
se extrae el condón como quien le quita
la funda a una cimatarra (su miembro es curvo) y lo tira al suelo para
tumbarse al costado de Christian, quien baja poco a poco las piernas.
“Rico
anito tenías, huevón”, le dice el corredor de olas.
“Gracias”,
responde el abogado por puro compromiso.
“Cuando
te vi esa noche en el G4G todo calatito, dije: ¡carajo, me lo tengo que
cachar!”
“Ni me
lo recuerdes que no pienso aparecer por ahí nunca más”.
“¿qué
trago probaste? ¿Sabías que se rumora que el tal Saúl le mete huevadas?”
“¿Qué
tipo de huevadas?”
“Dicen,
pero no me consta, que baja Sampedro
de la sierra y la mezcla con los tragos, y, bueno, esa huevada te hace alucinar,
porque tiene algo parecido al LSD”.
Christian,
entonces, cree que su actuación más reciente podría estar justificada.
“¿Y tú
no te has metido huevadas?”, le sonríe al tablista.
“Solo marimba, pero de ahí no paso y de vez en
cuando. ¿Tú no has probado?”
“Coca
alguna vez, pero le agarré miedito”.
“¿Cuando
hacías porno?”
“¿Me has
visto?”
“¿Por
qué crees que te caché como te acabo de cachar? Y espero que no sea la última
vez”.
“Espero
que no”, miente Christian.
“Préstame
tu baño pa’ ducharme al toque”.
“Sí,
pasa; luego te voy a dejar a tu jato”.
El
tablista se levanta de la cama y el abogado se queda allí pensando. Coge su
celular y revisa novedades desde Santa Cruz. Ya no hay transmisión en vivo, pero
sí fotos y el enlace de video. Puede ver a sus aún compañeros y al que
considera uno de sus mejores amigos, o al menos uno de los más confiables,
trabajando en una aparente alianza. Deja el celular sobre la mesa de noche y se
levanta.
“Puta
madre”, reniega al ver que el condón ha derramado su contenido sobre la
alfombra celeste. Entonces siente otra vez algo fluído y tibio bajándole por
los abductores.
“No otra
vez”, se dice con temor.
Se pasa
la mano y la retrae para mirarse: está manchada de rojo. Se angustia.
Nuevamente, pierde el conocimiento. La alfombra amortigua la caída en cierto
modo.
“¡Oe,
pata, ¿pata?, ¿todo bien?”, le grita el tablista desde la ducha.
Poco
antes de la medianoche, Juan, Alvin, Tito y Flor regresan a casa. Entran y
hallan a Adán arreglando el reguero que habían dejado los policías.
“Me
olvidé decirte que no acomodes nada”, se disculpa el fiscal.
“Ni
modo; ya lo hice”, se resigna el cuerpo de luchador.
“¿qué
hacemos si regresan?”, repasa Tito.
“Dejarlos
entrar; pero, como ya saben que están asesorados, van a cuidar cada detalle”.
“Lástima
por el doctor Leonardo; va a odiarnos”, observa Flor como si nada hubiese
pasado esa noche.
“Le va a
quedar tal trauma”, ríe Juan. “Lo hiciste perfecto; también eres una heroína”.
“Aprendí
del mejor”, ella abraza el recio tronco de su padre.
“Luego
hablaremos de tu desnudo artístico”, sonríe Tito.
“Aunque
con los papeles que nos dio Edú… uffff… Cruz Dorada tiene sus días contados”,
pronostica Juan.
“¿Tú
crees?”, desconfía el gladiador.
El
fiscal mira su reloj, saca su celular, busca algo y se lo entrega a Tito. Él
mira la pantalla y mira a todos asombrado. Flor se lo quita y revisa el
aparato.
“¿Cómo
lo hicieron?”
“Tendrías
que ser admirador de un comando de estirpe para entenderlo”, bromea el fiscal.
“Llevémonos
a Owen ya”, aconseja Alvin.
“No será
necesario”, advierte Adán. “Está en un lugar seguro”.
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