En Santa
Cruz, Adán invita un vaso con agua a Alvin, quien agradece.
“¿Dónde
se escondió?, pregunta el biólogo.
Adán
levanta las cejas fingiendo ignorancia. Se sienta al costado.
“No es
quien dice ser. ¿Cierto?”, insiste el visitante.
Adán ríe
levemente:
“Nadie
es quien dice ser por lo general, licenciado”.
“Ya sé
que no eres Édgar sino Adán, que
Édgar es tu alias de batalla; pero
eso no es a lo que me refiero”.
“Ya lo
sabes, entonces”.
Adán
pone su antebrazo izquierdo detrás de la nuca de Alvin, acerca su cara y lo
besa profundo en la boca.
“No
tienes que hacer preguntas cuando ya conoces las respuestas”.
“”¿Y
dónde está ahora?”, curiosea el biólogo.
“Ya
regresa… Él siempre regresa”.
En la
finca, y bajo la luna llena, elga acompaña a Frank a hacer la segunda ronda de
la noche alrededor de la propiedad.
“Sí, yo
sospechaba que todo era parte de un juego para evitar que venda La Luna”, dice ella.
“Perdona”,
trata de humillarse Frank, aunque sin mucha convicción.
“Descuida…
Si supieras cuántas veces tuve que fingir bajo el cuerpo de cada hombre que era
el mejor amante que la historia hubiese conocido a pesar de que eran un
desastre. Digamos que soy parte de ese juego. Sé también que Christian me
utiliza, que soy parte de ese juego que ha creado”.
“O sea,
todos somos fichas”, concluye el más joven. “Sector maizal todo despejado”,
avisa por la radio.
“Sector
maizal, negativo; tienen compañía más adelante”.
Elga se
pone nerviosa y se refugia tras la espalda ancha de su empleado.
“No hay
nada que temer”, Frank sonríe. “Te presentaré a un amigo”.
Giran
por el camino y justo a la vuelta, la luz de la Luna apenas si ilumina la piel
prieta de un hombre. La luz de una linterna deja ver su rostro sonriente.
“Tranquila”,
abraza Frank a elga. “Es un amigo”.
El más
joven toma la mano en la que la mujer tiene su linterna y hace que le dirija el
haz luminoso de arriba abajo.
“él es
Owen”, la presenta.
“Mucho
gusto, señora”, dice el recién aparecido.
Diez
minutos después, Frank regresa a la caseta de vigilancia a guardar la escopeta
y a recargar el radio portátil.
“Vas a
pasar la noche con ella?”, averigua Carlos, revisando la laptop.
“No. Hay
alguien que me cree su héroe y no quiero decepcionarla más”.
Frank se
sienta en una silla; Carlos le sonríe y palmea el muslo.
“¿Cómo
le irá a esta hora?”, trata de
enterarse.
“Hasta
donde sé, estaban en la comisaría sentando la denuncia y había un poco de gente
afuera
“Sí, lo
vi en el video”.
“¿Sabes
qué es lo más atorrante, tío? Que el mismo cojudo que sacó esos papeles sobre
Owen, ahora está transmitiendo a toda esa gente empinchada”.
“Y aquí,
sobrino, una tensa paz”.
Arriba
en la habitación principal, a elga no le ha costado trabajo deshacerse de su
ropa. Con el dormitorio a media luz, está acostada sobre la cama admirando al
increíble ejemplar que parece no morir de frío y que está arrodillado entre sus
piernas, acariciándoselas suavemente, como si dos guantes de seda recorrieran
sus muslos en dirección a sus caderas, y desde allí, dibujando todo su contorno
de mujer. Un súbito jadeo se le escapa cuando él transita sus senos, llega a su
cuello y casi sin sentirlo va apoyando todos sus músculos encima. Ella le acaricia
los fuertes brazos, siente como esos grandes pectorales presionan y calientan
su bien formado pecho, cómo su vientre vibra al sentir el acanalado abdomen,
cómo la rigidez del sexo y la apertura del suyo se aprestan a fundirse. Puede
oler un aliento que parece saber a primavera silvestre. Se besan en la boca. Luego,
él le besa su delicado cuello mientras ella trata de hacer lo mismo con el de
aquél, o quizás saborear el lóbulo de su oreja mientras sus manos femeninas
recorren la suave espalda. No sabe a chocolate, como parece; sabe a ambrosía, a
fino anís, a fresca sandía, a dulce naranja. Sabe que la está penetrando
lentamente con esa enorme y gruesa verga que no ha evitado contemplar. A ella
le sorprende que a pesar de un movimiento inexistente, siente como una
inexplicable energía nace allí en sus entrañas y va conectando el resto de su
ser, haciendo escala en su corazón, luego en su garganta, sus ojos, su mente.
De pronto, está transportada, aferrada de sus enormes y duras nalgas y de sus
gruesas y firmes piernas, en un indescriptible bosque tropical donde apenas hay
haces de luz, donde hay abundancia de trinos, donde una fresca brisa le trae a
la mente aquella canción que algún otro amante quiso censurar.
“Haz que
este momento sea eterno”, le dice mentalmente.
“La
eternidad depende de ti”, siente que le responden.
La estancia en aquel paraje paradisíaco parece extenderse a lo largo de la madrugada. De eso se trata la magia de hacer el amor, de que la realidad en ese espacio íntimo donde los jadeos, gemidos, palabras cariñosas y caricias son notas del pentagrama, que no sean una pugna por dominar o ser dominado sino una hermosa comunión que inicia desde el primer beso y no acaba jamás.
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