Casi al
mismo tiempo, tocan insistentemente la puerta principal de la casa de Tito.
Pablo Chira, quien duerme en el sofá, se despierta y se sienta. Frank sale de
la habitación más próxima a la sala completamente desnudo.
“Ocúltate
en el baño del gimnasio”, le susurra al
visitante acercándosele.
“Tranquilo”,
le replica Chira, dándole leves palmaditas en la redonda, velluda y dura nalga.
“Ya estoy recagado con ellos”.
El más
joven –de la casa de Tito—sonríe. Sigue su camino y asoma su torso por la
puerta.
“Perdone,
caballero”, le indica un policía. “Orden de detención al señor Owen…
Mo-Mo-Mo-gam-bo”.
“No hay
nadie con ese nombre acá”, sonríe Frank.
“Señor,
no nos haga…”
Frank
abre la puerta de par en par (protegiéndose tras ella):
“Pase y
verifique”.
El
policía duda por un instante, pero decide que es mejor verificar. Su primera
sorpresa es encontrar a Chira en la sala.
“Buenos
días, Guerrero”.
“Buenos
días”, le responde el policía, desconcertado.
“¿Quiere
registrar los cuartos? Lo hago pasar al gimnasio”, ofrece Frank.
Al fondo
del pasillo, Tito abre la puerta de su dormitorio, ya vestido, y abre la puerta
que conecta al AMW.
“Pase,
suboficial, porque estamos a punto de abrir”.
Guerrero
avanza temiendo por su vida, pero avanza. Desenfunda su arma y la rastrilla
para ingresar al salón de máquinas. Le encienden las luces. No hay nadie. Tito
lo guía hasta el baño del gimnasio. Entran. Tampoco hay nadie. Le abren la
puerta que conecta a la lavandería. Ni allí ni en los pasillos donde están
estacionadas las dos bicicletas y la moto de Frank hay nadie. Aunque se extraña
de que esos vehículos no estuvieran unas horas antes, prefiere no hacer
preguntas.
“Disculpe,
don Tito”.
“Pero le
falta mi cuarto, la cocina, el baño de la casa y… el cuarto de mi hija”.
“Mejor
fírmeme el cargo”, pide Guerrero.
Hacia
las seis y veinte de la mañana, Cristian llega en un taxi al edificio donde
vive, en Collique Sur. Lo primero que le llama la atención es el carro de la Policía estacionado justo
en la puerta, y personas con cámaras y celulares hablando y tomando el lugar.
Ingresa y se encuentra al portero algo asustado.
“¿Qué
pasó?”, le pregunta haciendo una mueca en dirección a la calle.
“Están
en el departamento del señor Manolo”.
“¡¿Qué?!”
Christian
llega al último piso y se encuentra a un policía resguardando la puerta y a un
par de vecinos curioseando. Le muestra su carnet del Colegio de Abogados.
“Soy el
doctor Christian Esteves y represento el legado del señor Rodríguez. ¿Qué ha
pasado?”
“Orden
de allanamiento, doctor. Adentro está el fiscal”.
Christian
se congela, entra en pánico, se agita y gira sobre sus pasos rumbo al ascensor.
Casi atropellando al portero, sale rápidamente hacia la camioneta, cuya llave
siempre estuvo resguardada en el bolsillo del pantalón que viste desde el día
anterior. Enciende el vehículo, y por defecto, la radio sintoniza una estación
de noticias.
“Lo que
sabemos a esta hora”, narra una mujer, “es que también se están allanando dos
propiedades en una zona exclusiva del balneario La Santita, provincia de
Collique. Uno de ellos había sido comprado recientemente por la corporación
Cruz Dorada, y el otro, como les venimos informando desde el inicio de este
noticiero, perteneció al recientemente asesinado Manuel Rod…”
Los
latidos y la respiración de Christian se hacen más fuertes, al punto que puede
oírlos más que cualquier otro sonido alrededor. Se paraliza. Entonces, suena su
celular. El abogado regresa en sí y contesta.
“¿Doctora
Salvavera? Buenos días”.
“Buenos
días, doctor Esteves. Verá: estamos ejecutando una orden de allanamiento en la
propiedad de quien fuera su patrocinado”.
“Sí, me
acabo de enterar”, interrumpe muy nervioso, temiendo escuchar algo peor.
“Bueno,
sí, se filtró. ¿Podría venir, por favor? Queremos verificar cierto hallazgo con
usted”.
“Sí…
ahora mismo voy”.
Christian
corta la llamada, y trata de tomar aire. Los planes que había diseñado tendrán
que modificarse radicalmente. Pero tiene que pensar rápido porque algunos pisos
arriba, la Policía puede darse cuenta de muchas cosas.
“Así es, se trata de un cuadernillo de
documentos en los que se registran operaciones de compra-venta de bienes
raíces, ejecutada por la Corporación Cruz Dorada, y que se habrían ejecutado de
forma aparentemente fraudulenta –repetimos, aparentemente fraudulenta—en gran
parte del valle de Colliq…”
“¿De qué
documentos hablan?”, se pregunta Christian.
Busca
rápidamente en su celular. Pasea y pasea sus dedos hasta que lo encuentra, y
comienza a hiperventilarse.
“¡No,
mierda ¡La carpeta!!”, Christian comienza a llorar. “¡Manolo reconchatumadre!”
Al fin
decide acelerar el vehículo y hacer el camino hacia la finca en doce minutos.
Lo mismo: un carro de la policía en toda la entrada, un par de policías a ambos
lados de la puerta. Christian nota que no hay nadie más, así que decide pisar
el acelerador a fondo y seguir de largo hasta Santa Cruz. Se estaciona frente
al portón del AMW, que ya está abierto al público, abre la guantera, saca la
pistola y se la acomoda en el cinto disimulándola bajo su chaqueta. Toma aire y
baja. Su primera sorpresa al ingresar es que Frank y Adán están atendiendo a la
concurrencia. El segundo, al percatarse de su presencia, se le aproxima y lo
saluda.
“No
vengo a verte a ti sino al negro”, le espeta Christian.
“No sé a
cuál negro te refieres”, replica el cuerpo de luchador con un cinismo muy
mesurado.
Christian
repliega levemente su chaqueta y deja ver el arma por unos segundos.
“Dime
dónde está, o esto no va a terminar bien”.
Adán se
da cuenta del riesgo y clava la mirada fijamente en el abogado.
“Salgamos
de aquí y te diré dónde está”
“No,
Adán, ese truco no va a funcionar ahora”.
Al
fondo, Frank presiente que la situación no es buena pero prefiere no hacer nada
para evitar la alarma entre los alumnos que ya están entrenando esa mañana, y
quienes tampoco aspiran tranquilidad en el ambiente. Mientras tanto, Adán
insiste en concentrar la atención de Christian en sus ojos caramelo.
“No me
iré de aquí hasta que me entreguen al negro”, insiste el abogado.
Entonces,
un raro prodigio sucede ante los ojos del muchacho: la piel clara y pecosa de
Adán comienza a oscurecerse en tanto que su masa muscular aumenta y se marca
más; el marrón claro de los ojos se hace amarillo, y la estatura se eleva un
poco más. La ropa invernal desaparece del cuerpo. Christian comienza a jadear e
hiperventilarse otra vez, pero intenta conservar la calma, o quizás perderla
más: saca el arma del cinto y la pone a quemarropa, o a flor de piel, en todo
el medio del masivo pecho masculino enfrente suyo.
“What
did you do to me?,” el joven comienza a sollozar.
El
hombre transformado no le responde; solo le insinúa una sonrisa. De pronto,
siente que alguien se aproxima por su espalda.
Christian hace un giro rápido y se topa con Owen , quien entra al
gimnasio. Le apunta con el arma.
“End
game”, le sentencia el recién llegado.
Y antes
de que el abogado dispare, , un agudo dolor siente súbitamente por el medio de
su espina, obligándolo a arquearse y baleando una planta de sábila colgada
justo sobre el portón, la que comienza a manar un líquido rojo. Una violenta
torsión de su muñeca derecha lo obliga a soltar el arma, y prácticamente con el
antebrazo derecho roto, tiene que someterse a alguien que lo inmoviliza desde
atrás, girando hasta tumbarlo sobre el suelo, sometiéndolo.
“Qué
rico culo tienes”, le susurra Adán en su oído. “Lástima que se lo van a cachar
los presos”.
Por
ambos accesos a la casa, entran Tito y Pablo, quienes atan las manos y los pies
de Christian con cuerdas para evitar su escape.
“Ojalá
la Policía no tarde en llegar”, comenta el gladiador.
“Testaferro…
Solo has sido un puto testaferro”, rezonga Christian en el suelo.
“Ya está
en camino”, avisa Pablo.
“Y tú,
mi puto cómplice. ¿Ya les dijiste, suboficial Chira, que tú mataste a Manolo
Rodríguez?”, sigue espetando el abogado.
“Tienes
derecho a guardar silencio”, le recita el joven policía.
Minutos
después, la patrulla se lleva a Christian hasta la comisaría de Santa Cruz,
donde el capitán Castro lo recibe junto a otros policías. Tiene el brazo
entablillado.
“Usted
no va a quedar limpio, comisario: ¿ya le dijo a su personal en qué está
involucrado?”
“Llévenlo
al calabozo”, ordena el oficial.
“”Usted
planificó la muerte de Manolo Rodríguez, capitán!”, grita como enajenado el
abogado.
Castro,
sí, prefiere guardar silencio; mas bien se soba su propio pecho y regresa a su
despacho. Allí sentado con su soledad, por primera vez en muchos meses siente
que ya no hay camino hacia adelante, excepto a ser compañero de celda de quién
sabe qué maleante. Revisa su celular: su nombre aparece en los papeles que
ahora son de dominio público, que lo involucran con Cruz Dorada. En la puerta
de la comisaría, se trata de regresar a la normalidad. Un vehículo llega y baja
una mujer en traje sastre con una medalla colgada al pecho. Se presenta como
una fiscal provincial y requiere hablar con el comisario cuando un disparo se
oye. Todo el mundo se asusta, algunos se cubren. Solo uno rastrea el sonido y
va comisaría adentro.
“¡Traigan una ambulancia urgente!”, comienza a gritar. “¡El capitán está herido!”
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