Ese sábado me desperté a las cuatro y media de la mañana.
Mejor dicho, la
llamada del Tuco me despertó a las cuatro y media de la mañana.
Contra mi costumbre,
me había ido a la cama a las diez de la noche. ¡Ni siquiera fui a ver a Laura!
Me fascina viajar,
pero esta experiencia iba a ser mucho muy distinta, definitivamente. ¡Valía la
pena acostarse temprano y despertarse emocionado!
Me di un baño, di una
última ojeada a mi mochila y salí a la sala a esperar a Josué. Mamá ya estaba
levantada.
“¿Por qué salen tan
temprano?”
“Porque nos vamos en
moto”.
Mamá puso ojos de
terror.
“Pero, hijito, ¿no has
visto la cantidad de accidentes que hay en moto?”
El timbre de mi casa
sonó. Me levanté del sofá.
“Me voy. Regreso
mañana”.
“¿Y si te pasa algo,
Rafo?”
“Pues… ya no regreso
mañana”.
Salí de casa.
Admito que dejé a mamá
angustiada, pero también admito que no quería perderme esta experiencia.
Acomodamos las
mochilas en la parrilla de la motocicleta y partimos.
el amanecer nos dio al
pie del cerro Vicús, donde buscamos un sitio para desayunar entre todos los
restaurantes al filo de la carretera, en los que la carne seca estaba colgada
como si fuera ropa acabada de lavar.
Josué se metió en una
casa medio perdida entre las otras, donde lo trataron como rey y pagó como
pobre. En los otros lugares hubiera sido completamente al revés.
Desayunamos plátano
maduro frito, carne seca frita, algunos panes y café acabado de pasar.
En veinte minutos
reemprendimos la marcha, decidiendo entre el bosque seco y el área agrícola.
el paisaje me
sobrecogió.
Con mi celular comencé
a tomar fotos a todo lo que veía… aunque la foto saliera movida.
“No voy en tren, voy
en moto. No necesito a nadie, a nadie alrededor”. El Tuco y yo cantábamos a voz
en cuello. La gente a los costados del camino nos quedaba mirando como locos.
¡Y es que estábamos locos, pero de alegría!
A las ocho y media
llegamos a Canchaque, tierra de rico café y de hermosísimos paisajes. Subimos
su caprichosa plaza de armas, con una curiosa pileta coronada por un ángel, y
fuimos por una calle empinada. Nos detuvimos en una casa de adobe más arriba
del pueblo, donde la vista era dominada por un raro cerro de laderas verdes y
cumbres como olas.
“es el Mishawaka”, me
explicó Josué.
Metimos la moto a una
especie de sala que tenía una banca de madera como todo amoblamiento.
“Aquí vivieron mis
tíos antes de mudarse a la ciudad. Ahora vienen una vez al mes, pero ya no
viven. Aquí podemos montar una especie de oficina de contacto”, continuó
explicándome.
“Pero hay que
habilitar la conectividad”, observé.
Sonó mi celular. Era
Laura.
El resto de la casa
tenía una cocina a leña, un patio interior repleto de orquídeas, un baño
completo y tres habitaciones. Mientras hablaba con Laura, Josué trató de abrir
una de ellas, pero no pudo. Probó con otra y lo consiguió. Metió sus cosas y
las mías.
Al cortarle a Laura,
él salió.
“La buena noticia:
tenemos dónde dormir. La mala: solo hay una cama”.
Ingresé al dormitorio.
Había un lecho ancho con cobijas y algunos baúles.
“La cama es perfecta”,
señalé. “No sería la primera vez”.
“¿en serio estarás
cómodo durmiendo conmigo?”
“¡Bah, Tuco! No me
digas que ahora me tienes miedo”
Me reí.
“OK, Rafo. Además será
solo por una noche”.
esa mañana nos
dedicamos a visitar a algunos caficultores cerca del pueblo.
Muchos de ellos están
metidos en la producción orgánica, pero en los últimos años habían tenido
caídas en las ganancias debido a plagas, y la organización que les acopiaba el
grano no había sido muy eficiente en orientarlos y prevenirlos.
“el clima loco,
jovencito”, nos dijo uno de los productores, un hombre de sesenta años.
saqué mi celular.
Activé una aplicación para ver condiciones del tiempo.
“esta noche no
lloverá”, informé.
El hombre me miró, vio
al cielo.
“Parece que no,
jovencito… pero ¿cómo lo sabe?”
Le mostré al campesino
lo que decía mi celular. Lo comprendió a medias, pero se maravilló que un
aparato pudiera predecir las lluvias, o las sequías.
También vimos sus
hectáreas de cacao, y salimos con sendos saquillos de naranjas, café y maíz.
Antes de almorzar,
visitamos a otra productora quien además cultivaba lindas y coloridas flores;
incluso, en el patio de su casa hacía fosforescentes tejidos con una técnica
milenaria: ponchos, alforjas, talegas, jergas para los bancos de madera. No
resistí a comprarle uno, que, sabía, mamá lo apreciaría demasiado.
La mujer fue tan
considerada que hasta me dio una taleguita como regalo.
También compré un
tapetito para Laura. De hecho, le tomé una foto y la compartí en redes
sociales: “Tu regalo”, le puse.
Almorzamos un clásico
serrano: mote con chancho, y, como no podía ser de otra manera, café.
Luego de comer, fuimos
hasta el vecino San Miguel del Faique para ver a otra persona, que no
encontramos, pero a cambio fuimos a ver un poco de paisajes y unos raros
petroglifos.
“¿Quieres ir a los peroles?”,
me invitó el Tuco.
“¿qué es eso?”
Tras internarnos por
un camino de arcilla, llegamos a una especie de piscina en la misma roca, a la
falda del cerro, donde agua cristalina caía. No había gente.
“¿Nos bañamos?”, me
animó el Tuco.
Se quitó toda la ropa,
buscó una piedra y se dio un clavado.
También me quedé
desnudo y me clavé en el agua.
¡Maldita sea!
¿el agua estaba
helada, carajo!
Temiendo morirme de
hipotermia, estuve un rato y salí a que me calentara el sol. Temblaba de pies a
cabeza.
“¡Conchetuvida, si me
muero de pulmonía será tu culpa!”, le reclamé.
Josué se reía mientras
seguía nadando como si nada.
Al regresar al pueblo,
nos topamos con unos primos suyos. Gente simpática, la verdad: nos invitaron a
merendar.
Regresamos a tomar un
baño. Primero entré yo.
“¡Mierdaaa! ¡Me voy a
morir congelado acá!”, volví a reclamar, mientras el agua helada caía de la
ducha artesanal.
Después, al mismo
tiempo que el Tuco se bañaba, saqué mi libreta de apuntes, y comencé a
garabatear unos diagramas.
Cuando Josué salió,
tenía las cosas más claras.
“¿Sabes qué? Ahora que
he visto a tus proveedores, me parece que lo mejor que podemos hacer es
trabajar con ellos dándoles data de utilidad como condiciones del tiempo,
precios en tiempo real, como una bolsa de valores pero aplicada a sus
productos. Todo conectado a sus celulares. Eso también te permitirá negociar
precios y seleccionar mercancías. Incluso como aquí hay señal de celular,
podemos gestionarles planes de datos para que envíen fotos del producto. Así
decides en tiempo real, y puedes prever tus existencias”.
“¿Y eso en cristiano,
Rafo?”
“Construir el sistema
me tomará no un fin de semana; quizás tres. Pero además, tenemos que capacitar
a tus proveedores. Huevón, será uno de los mejores proyectos de integración de
saberes tradicionales y tecnologías de la información. ¡Hasta podrías exportar,
Tuco!”
“¿Tanto así?”
“La ONG de mierda que
los apoya solo los conecta con el mercado externo, pero se olvida de
empoderarlos para cuando ya no tengan capacidad gerencial. Entonces, estarán a
la deriva, y todo se va a la mierda”.
“Pero están
asociados”.
“Pero su dirigencia
está llena de pendejos. ¿Te diste cuenta que el tío de la primera chacra estaba
perdido en temas gerenciales? Ya pues: su famoso empoderamiento para la asociatividad
es puro floro. Sí la haces, huevón”.
Josué se emocionó; me
palmeó el hombro.
“Gracias, Rafo. Sabía
que eras la persona correcta”.
“¿en serio creíste
eso?”
“Rafo, desde el
colegio siempre hemos sido yuntas, pero con lo que me dices, creo que más que
amigo, tengo también un socio”.
Me alegró escuchar éso.
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