A diferencia de otras ocasiones, hicimos todo el trayecto en silencio. Mi pecho chocaba contra su espalda cada vez que debía frenar.
Llegamos.
Josué me dejó en la
vereda fuera de mi block. No había un alma en la calle.
Me dio la mano con
fuerza.
“Rafo, no hay nada qué
pensar: no seré tu testigo. No me pidas algo que me hará sufrir”.
Sentí su voz
quebrarse. Yo sentí que mi corazón se encogía.
“Solo dímelo, y soy
capaz de…”
“Rafo, ya lo sabes… Lo
mejor será que dejemos de vernos hasta que regreses de tu viaje de bodas”.
“No me pidas eso. ¡Me
necesitas!”
Josué ya estaba
llorando.
“No. No lo hagas por
mí. Hazlo por ti, por ti, por ti”.
Se calmó un poco.
“Josué, no me pidas
que deje de verte. No tú”.
“Te amo, Rafo. Te amo
con todo lo que soy y lo que tengo. Confío en ti”.
Arrancó la moto y se
fue.
Comencé a llorar en
plena calle. Presentía lo peor.
Toda esa semana, Josué no respondió mis llamadas, ni me contestó en redes sociales, ni fue a esperarme para ir juntos al gimnasio (se cambió de turno a la mañana, para no coincidir, según deduje).
En lo que a ese
domingo correspondió, fue difícil conciliar el sueño.
El resto de la semana
no tuve otra opción que respetar su decisión, aunque me doliera en el alma. Y
me estaba doliendo mucho en el alma; pero, ¿por qué?.
Igual, esa semana se
hizo llevadera pues Laura se encargó de mantenerme absorbido. Apenas salíamos
del gimnasio, ella tenía mil pendientes para hacer, lo que me dejaba agotado y
me mandaba directo a la cama.
El viernes, víspera de
la boda, mis compañeros de trabajo me llevaron directamente a un local donde
nos encontramos con los compañeros de trabajo de Laura, algunos amigos –menos
Josué-, y… Eduardo. Quiero decir, Eduardo estuvo allí invitado por Laura. Me
esforcé para no toparme con él durante toda la celebración.
Laura se las había
ingeniado para que las fiestas de despedida de soltero y de soltera se hicieran
en el mismo lugar, a la misma hora y con la misma gente.
Hubo los juegos de
siempre, comida, trago, y como broche de fondo, un stripper y una stripper, que
nos deleitaron con un espectáculo erótico convencional, esto es, se quedaron en
hilo dental, se acariciaron, hicieron la finta de tener relaciones pero de pie
y listo. Lo único rescatable era la espalda, los pectorales, las piernas y el
trasero del bailarín. Obviamente, como la gente estaba más o menos bebida, le
dio lo mismo si eran bonitos o feos.
La reunión finalizó
casi a medianoche, cuando Laura, medio bebida, se me acercó con Eduardo.
“Rafo, le pedí a
nuestro amigo que se asegure de que irás directo a tu camita”.
¿Nuestro amigo? Si
algo tengo que reconocerle a Eduardo es su camaleónica manera de relacionarse
con mi entorno, generar tamaños desbarajustes y salir ileso. Fui un tonto al no
pedirle cátedra de eso.
“¿Ah sí?” Me lo quedé
mirando.
“Sí, Rafito, como
Eduardo no ha tomado casi nada, que te lleve en el carro”.
Al fondo salían los
dos strippers.
“OK. Que me lleve a
casa, entonces”.
Me retiré con Eduardo.
“Menos mal que mañana
estaré casado”, le dije rezongando.
Fuimos hasta el auto.
Lo abordamos. Enfrente nuestro, el chico y la chica que habían actuado para
todos nosotros tomaban un taxi.
“Estuvo misio el show
de los strippers, ¿cierto?”, me comentó.
“Sí, medio monse”, le
respondí.
“Sé que Laura me
encargó algo, pero… si deseas, puedo llevarte a un lugar donde sí tendrás una
verdadera despedida de soltero”.
“¿Una disco de
ambiente? No, gracias. Prefiero ir a casa”.
“Mejor que eso”.
Eduardo hizo una
llamada y fuimos a un edificio cerca de unas residencias militares; subimos a
un departamento.
Nos recibió un chico
blanco simpático, de evidente buen cuerpo, en medio de una sala a media luz,
perfumada y con una música a punta de saxo y piano.
Cruzamos una especie
de cortinas hechas con velos y pasamos a un espacio donde había cojines por
todos lados, botellas con algo que parecía ser vino, lámparas de luz tenue y
difusa. Esperamos unos minutos. La música cesó un segundo y comenzó una melodía
árabe.
El anfitrión había
cambiado su camiseta y su jean por una camisa y pantalón vaporosos. Se puso a
bailar rítmicamente delante nuestro, como si su cuerpo recibiera gentiles
cantidades de electricidad, lo que lucía grácil pero enérgico.
Eduardo me convidó de
una de las botellas. Era un licor dulce, parecido al vino.
Lo caté y encontré
agradable.
El muchacho ya se
había despojado de la camisa, revelando pectorales y abdominales finamente
labrados. Invitó a que Eduardo se ponga de pie, y lo hizo bailar.
El chico me pidió la
botella y tomó el licor directamente del envase, se acercó a la cabeza de
Eduardo y lo besó con la boca bien abierta, a medida que le quitaba la camisa.
Volvió a probar otro poco de trago, a repetir el beso, y a intentar sacarle los
jeans.
Un cuarto de botella
después, Eduardo solo vestía calcetines, y el bailarín le estaba practicando
sexo oral, primero por adelante; luego hundió su cabeza entre las nalgas de
quien supuestamente tenía que asegurarse de que ya estuviera en cama.
Yo, obviamente, nada
de sueño; estaba más que excitado.
El bailarín se
levantó, se quitó el pantalón y se quedó sin nada de ropa. Hizo que Eduardo le
hiciera lo mismo que él le había practicado.
Como era de suponerse,
la performance se repitió.
“Desnúdate”, me dijo
el chico. “Deja toda tu ropa a ese costado”.
No esperé más. Me
quedé como Dios me trajo al mundo, y puse mi ropa donde me dijo. Allí había
otra botella de licor.
“Tómala”, me dijo.
La agarré, la abrí y
la bebí sin usar copa ni vaso.
“Ven”, me invitó.
Eduardo nos hizo sexo
oral a los dos. Luego, ambos se arrodillaron como si estuvieran adorando al
dios de la fornicación; dejaron que regara licor entre sus trabajadas nalgas, y
que lo probara.
El bailarín sacó unos
condones de entre los cojines, y el resto de la faena consistió en penetrarlos
indistintamente y en todas las posiciones que la embriaguez y la flexibilidad
nos permitieran. El chico también penetró a Eduardo, y Eduardo hizo lo propio.
Nuestros jadeos y gemidos, y uno que otro gruñido, se confundían con la música árabe que parecía no cesar.
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