Iba a presentarle a Jaime, de pura cortesía, cuando él torció su boca y se fue.
“¿Y ése?”
“Ah. Alguien que me
preguntaba por un ejercicio”.
La música de la clase
de aeróbicos comenzaba a sonar. Laura se colgó de mi cuello y me dio un besito
en la boca.
“Voy a entrenar
también. Te veo al final”.
Estaba pensando en el
relativismo de nuestras penas. Digo, se supone que esta mujer estaba de luto,
¿e iba a ponerse a bailar?
Otra vez, el sonido de
las sirenas y las luces rojas y azules de las circulinas comenzaron a darme
vuelta hasta que, cariñosamente (“¡ya, ya! ¿qué haces parado ahí?”), mi entrenador
me regresó a la órbita del planeta.
Esa noche, el Tuco me estaba esperando en mi casa. No había podido ir al gimnasio porque estaba haciendo el papeleo para lanzar su negocio.
“¡¿Laura se inscribió
en el gimnasio?! No jodas, eso suena a marcación”
“Por una parte, bien.
Así me dejo de meter en tantas huevadas. Como que ya me está cansando esa
nota”.
Josué me miró
sonriendo con escepticismo.
“¡Gracias, amigo!”,
reaccioné. “Con votos de confianza como el suyo, ¿para qué quiero opositores?
Ya, ya, a ver, ¿qué vientos te traen por acá?”
“Que ya tengo clara mi
idea de negocio: una tienda especializada en productos orgánicos de la sierra,
y no solo café o panela. Fruta en conserva, cacao puro, licores serranos
legítimos. Y si todo sale bien, hasta artesanía, Rafo”.
Traté de analizarlo
rápidamente, pero no le hallaba la viabilidad.
“¿Vienes a ver si
califico como cliente?”
“No, tarado. Vengo
para que tú me diseñes las bases de datos para gerencia, kárdex y esas cosas”.
“Tuco, la idea parece
buena, pero tendría que empaparme más del modelo de tu negocio. Vas a trabajar
con proveedores de la sierra, y no creo que estén conectados a Internet. Como
que necesito bucear en tu esquema de negocio para hacerte una plataforma que
valga la pena”.
“¿Qué necesitas?”
“Hablar en profundidad
contigo, conocer un par de clientes potenciales y a tus proveedores”.
Josué lo pensó varios
segundos.
“¿Y en cuánto tiempo tendría lista la herramienta?”
“No es difícil. En un
fin de semana te la armo y la habilito bien chévere. Lo bravo es hacerla a la
medida de tus necesidades”.
Josué lo pensó otro
poco de segundos.
“Clientes: doña
Carmen, tu vieja, la gente de este block. Ahí los tienes. Proveedores,
tendríamos que irlos a ver a la sierra. Entrevista conmigo, mientras viajamos”.
“¿Viajamos, Tuco? ¿Y
cuándo sería eso?”
“¿Tienes algo que
hacer este fin de semana?”
“No, en realidad. Ver
a Laura. Ya sabes”.
“Vamos con Laura.
Subimos sábado, bajamos domingo. Dormimos en la casa de mis tíos allá”.
“Laura trabaja el
sábado hasta mediodía. No creo que le den permiso”.
“Vamos tú y yo,
entonces, Rafo”.
La idea no sonaba mal;
pero ¿valía la pena?
“¿Cuánto está el
pasaje?”
“Nada. Vamos en la
moto de mi hermano. Solo tendríamos que tanquearla”.
“¿Te la presta?”
“Sobrado que sí,
Rafo”.
El olor a aventura
comenzaba a llegar a mi nariz.
“Ya, ‘pe. Vamos este
sábado”.
“¿estarás listo a las
cinco de la mañana?”
“Cinco en punto, Tuco.
Pobre de ti que arrugues”.
Reímos. Chocamos las
manos.
Teníamos un trato.
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