el lunes, justo un día después de regresar del viaje relámpago a la sierra, salí del trabajo poco después de las cinco de la tarde, como era mi costumbre.
Apenas llegué a la
calle, lo encontré allí parado como si nada.
“¿Listo, Rafo?”
Me alegré de verlo.
“Claro, Tuco. Pensé…
pensé que no ibas a venir”.
No me respondió. Me
palmeó en el hombro y caminamos hasta el gimnasio.
No hablamos más que de
los planes del negocio y de las cosas del trabajo. No se mencionó más que eso
ni al entrenar, ni cuando nos bañamos, y menos cuando regresamos a casa con
Laura. Bueno, la razón es obvia.
Esa noche, los tres
pusimos en blanco y negro todos los pasos que tomaríamos para que la creación
de Josué se fuera concretando.
“Hoy me vieron la
taleguita en el trabajo, y por lo menos dos patas se acercaron a preguntarme
dónde la había comprado”, relaté.
“Hablas huevadas”,
desconfió el Tuco.
“¡Verídico, hermano!
Les dije que les podía conseguir, si deseaban”.
“Ay, claro. Ustedes
viajan, compran cosas y a mí no me consiguen nada”, reclamó Laura.
Me levanté de la mesa,
fui a mi cuarto y regresé con el tapete multicolor. Laura abrió la boca de
asombro y se acercó para colgarse de mi cuello y darme muchos besos.
Josué siguió viendo
los papeles que había llevado en tanto que mamá salió con tazas de café que
trajimos de la sierra. El aroma era deliciosamente penetrante.
Mi madre también se
sentó con nosotros, miraba cómo trabajábamos y de vez en cuando nos lanzaba
ideas. Buenísimas, por cierto.
Terminamos casi a
medianoche.
el resto de esos días, tras el gimnasio, Laura y yo regresábamos a mi casa y nos poníamos a trabajar en el proyecto de automatización del negocio. Decidimos tomarnos, incluso, los fines de semana. Era una curiosa manera de pasarnos el tiempo juntos, sin necesidad de terminar en sexo.
Precisamente, no
recuerdo si fue viernes o sábado, cuando estábamos programando en silencio y
Laura se levantó, caminó varias veces por la sala. Vio el tapete que mamá puso
sobre el sofá, probó algo de café, y me quedó mirando fijamente.
“Piura’s Switzerland”
“¿qué?”
“La suiza piurana,
Rafo. ¡el nombre del negocio! ¿Te imaginas? Todos los productos de la sierra de
Piura en su hogar, no importa el lugar del mundo dónde esté”.
Realmente mi enamorada
estaba inspirada. Llamamos al Tuco, le contamos la idea pero no sonaba muy
convencido.
Aún así, seguimos
trabajando.
Ese domingo fuimos a
jugar pelota en uno de esos recreos campestres con piscina, cerca de la ciudad.
Estaba a punto de
meter un gol, cuando nuevamente tuve esa sensación de ser observado por alguien
desde algún punto. Me desconcentré, miré a los lados, y recibí un empujón de
otro muchacho que jugaba.
“estás boca abierta,
Rafo”, me pasó la voz.
Yo sonreí.
Esa noche, mientras
estaba en redes sociales, se abrió una ventana de chat. Era al.
“Tus fotos ser muy
bonitas”, escribió.
Comencé a explicarle
del proyecto que estaba trabajando, y pareció muy interesado.
Al día siguiente,
cuando Josué y yo íbamos al gimnasio, se lo conté.
“Al dice que puede ser
nuestro concesionario en la Florida”, le anuncié.
“Suena bien. ¿Y qué le
gustó más?”
“Los tejidos. Parece
que la artesanía podría ser lo máximo allá afuera”.
“Excelente”.
Fuera de eso, aquel
día el Tuco estaba mayormente callado.
Tras entrenar, nos
duchamos. Justo acababa de cerrar la llave, cuando Josué se puso a la entrada
de mi cubículo, e ingresó. Ambos estábamos mojados y desnudos.
“Rafo, sobre lo que
pasó esa vez en el viaje, quería pedirte perdón. No debí hacerlo porque somos
amigos, porque nos queremos, nos respetamos y porque no me parece, considerando
que Laura es tu enamorada, y mi amiga”.
Quedé confundido.
“Pero, no creo que fue
culpa tuya solamente. Yo te correspondí, Tuco”.
“Como sea. No debió
pasar y no debe pasar de nuevo”.
“¿Crees que pueda pasar
de nuevo?”
“Tenemos que evitar
que pase, Rafo. Sí podemos”.
“¿quieres decir que?”
“No quiero decir nada,
Rafo. Solo quiero que me perdones, y que jamás pasará de nuevo”.
¡Vaya! Un nuevo
enfoque para esa rara trilogía –deber, poder, querer- que me pareció lógica,
aunque no me dejó del todo satisfecho, ni convencido por lo menos.
“Tuco, no quiero
perder tu amistad. ¡eres mi mejor amigo! No quiero que esa huevada nos aleje.
Quiero que me trates como siempre lo has hecho”.
“Sí. Perdona. Pero
estaba incómodo. Yo sé que me quieres, y precisamente por eso, vamos a hacer
las cosas bien”.
“De acuerdo”.
Nos dimos un cordial
abrazo, donde fue imposible evitar el contacto de las pieles. Aunque,
honestamente, eso fue lo último que me preocupó, pues no quería escatimar mi
afecto a esta persona. No es bueno escatimar el afecto. No es bueno guardarse
nada especialmente si es verdadero y puro, como la amistad.
Cuando nos separamos,
Jaime estaba en el estrecho pasillo entre las dos duchas, mirándonos con rabia.
“Ahora entiendo todo”,
espetó con ridículo despecho.
El Tuco y yo lo miramos y nos carcajeamos. Jaime salió muy molesto.
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