Llegué a mi casa como a las seis DE LA MAÑANA. A la seis, mas bien.
Luego de dejar la habitación
del Dreams, bajé con Juan, me aseghuré que tomara su mototaxi (me insistió que
yo tomara la mía primero), y, teniendo en cuenta la hora, y que mi casa estaba
relativamente cerca, me fui caminando.
Al llegar al parque de
mi conjunto residencial, hice una parada y fingí hacer una rutina de
abdominales y algo de calistenia.
Como estaba con ropa
deportiva aún, y me había topado con varios vecinos que salen a correr
temprano, era la mejor manera de camuflar lo que había pasado la noche
anterior.
Cuando vi el alba y
verifiqué la hora en mi reloj, me acerqué a casa e ingresé por la puertecita de
servicio.
Al aparecer en la
cocina, Carmen estaba preparando el desayuno.
Esta amabilísima mujer
de unos 50 años se vino a trabajar a mi casa unos meses después de que mi padre
falleciera hace unos ocho años, y mi madre tuviera que encargarse de que mi
hermana Elena y yo termináramos la secundaria y comenzáramos la universidad.
Mi hermana se tituló
como abogada y consiguió un buen trabajo en un estudio jurídico de la capital,
gracias a que toda su carrera tuvo una beca por su promedio extraordinario.
Yo me titulé hace un
año, y en cuestión de un par de meses me enganché en el Banco Popular, donde un
puesto de ingeniero de sistemas estaba vacante, y de milagro, porque éso del
crecimiento macroeconómico será para quienes tienen muy buen capital, pero para
quienes tenemos que ganarnos la vida consiguiendo trabajo como sea, la cosa no
es tan boyante como sale en las revistas de economía.
Fui un estudiante
promedio, no aspiré a becas, pero tampoco fui un descuidado. Valoraba el
esfuerzo de mi madre, aunque me incomodaba que tratara de meter sus narices en
mis cosas, lo que solía ocurrir un día sí y el otro también.
“¡Joven Rafael!”
“Ca-Carmencita… Buenos
días”.
“¿en qué momento salió
a hacer deporte? Su mamá estaba preocupada porque tardó mucho anoche”.
“¿Ya se despertó?”
“No. Todavía, pero me
llamó muy preocupada”.
Pasé raudo a la sala,
luego al pasillo, luego a mi dormitorio.
Me quité la ropa y lo
primero que hice fue abrir la puerta de mi armario para verme desnudo en el
espejo de cuerpo entero. ¿Tenía signos de chupones o arañones?
Revisé y revisé.
Aparentemente no.
Me duché, y froté
concienzudamente mi miembro. Sabía de más que eso no evitaría nada, o quizás sí.
En el fondo, fue un acto reflejo para limpiarme del asco que sentí por
habérsela metido a un desconocido, y a pelo.
Solo me quedaba
confiar en su palabra: debía estar sano; si no, la cagada.
A la hora de
desayunar, mi madre ya estaba sentada en el comedor.
“Rafael, ¿dónde has
pasado toda la noche?”
“Chambeando, vieja.
Sabes que tengo horario de entrada pero no de salida”.
“Ni que fueras
policía”.
“soy policía de la red
informática del Popular, donde sí es seguro ahorrar”.
Le puse una sonrisa
pícara.
No intentaba caerle
bien, sino cortar esa conversación por lo sano, pues detestaba sus
interrogatorios.
“Hubieras llamado,
¿no?”
“Apagué el celular
porque necesitaba concentración. El sistema… se cayó. Es complicado
explicarlo”.
“No quiero que me lo
expliques; solo que llames y digas que tardarás para no preocuparme”.
Probé un par de huevos
duros, algo de fruta, avena, y me levanté de la mesa.
“Gracias, vieja. Me
voy a chambear”.
“Si te quedas por ahí,
al menos llama”.
Tragué saliva, di las
gracias y me retiré de la mesa.
Al salir de mi casa,
hallé a la dulce Carmen barriendo nuestra vereda. Se me acercó con disimulo.
“la señorita Laura lo
llamó anoche. Dice que quiere hablar con usted”.
Me quedé tieso un
segundo. Hice una mueca.
“OK. Gracias, Camuchita”.
“¡Que no me diga
Camuchita!”
Hizo el ademán de quererme golpear con el palo de la escoba. Ambos nos reímos.
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