Invité a cenar a Josué, y hablamos de nuestros compañeros de promoción, y de fútbol. Mientras comíamos, juraría que alguien me quedó espiando, pero no le di importancia. Casi me atraganté con el lomo saltado, me despedí de mi amigo, pagué la cuenta, salí del restaurante, me fui a casa de Laura. ésta se localiza cruzando el río Piura, por el puente peatonal del cuartel.
Hice todo el trayecto
a pie, lo que me dio tiempo suficiente para repasar el último motivo de mi pelea.
Dos meses atrás a ese
instante, el banco cambió a nuestro jefe de sistemas, un compadre amodorrado
con el que habíamos bajado notablemente nuestra productividad. En su lugar
entró una especialista, de unos 30 o 35, bien cuidada, rubia, cara y cuerpo de
modelo. Cara y cuerpo de modelo, porque en actitud se portaba peor que maestre
de buque negrero. La condenada era recontraexigente.
Una noche, tres
semanas atrás, se nos cayó el sistema y no hallábamos la falla por ninguna
parte. La orden de la tía fue inamovilidad absoluta hasta dejarlo todo
corriendo y sin fallas.
Mi estación de trabajo
era la última en ser supervisada y la que más procesos truncos reportaba, no
por mi culpa, sino porque a alguien no se le había ocurrido correr
adecuadamente los aplicativos. Seguramente alguno de los nuevos cajeros.
Mi celular sonó.
“¡Rafael, por favor,
apaga tu aparato! ¡Concéntrate en tu trabajo!, me ordenó mi superiora”
Ni siquiera vi quién
llamaba. Aparte, sí que necesitaba concentrarme.
Lo apagué.
A las diez y media de
la noche recién pudimos correr el sistema sin ninguna falla.
Mi jefa y yo nos
miramos y respiramos con alivio.
“Misión cumplida”, me
dijo. “Ahora sí, a casa”.
Mientras cerrábamos
todo, me enteré que ella era casada, que su esposo también es especialista en
sistemas y que lo que más ansiaba en ese momento era ver a su nena de dos años,
aunque sea dormida. Pero, a pesar de que es madre, su deber para con el Popular
le exigía dar el mil por ciento.
Qué aburrida, pensaba.
El típico discurso de las charlas anuales de toda entidad financiera.
Salimos juntos.
Apenas habíamos ganado
la calle cuando Laura estaba allí, molesta.
“¿Amor?”
“¿Se puede saber por
qué me apagaste el celular?”
Mi jefa estaba
sorprendida, y miró al vigilante como pidiendo auxilio.
“Laura, tranquilízate.
Tenía que trabajar”.
“¡Ah, claro! Trabajar.
Seguro te estabas revolcando con ésta”.
Mi jefa reaccionó.
“Señorita,
discúlpeme”.
“¡¡Cállate, perra!!”
Entonces Laura se le
abalanzó, y comenzó a jalarle el cabello. El vigilante y yo tuvimos que
intervenir.
La cosa terminó en la
comisaría, donde Laura fue denunciada por lesiones.
Recién cuando vio el
parte y se le pidió firmar, fue consciente de su arrebato.
Comenzó a llorar y
prácticamente se arrodilló a pedir perdón.
La denuncia fue retirada
finalmente.
En el taxi, camino a
su casa, yo estaba mudo. Laura me pedía perdón mil veces, pero no le hice caso.
La dejé en su puerta.
“adiós, Laura. Suerte
con tu vida”.
Esa noche, al día
siguiente, y los días siguientes, me llamó tanto como pudo y le colgué la
llamada tanto como quise.
No contenta con eso,
me mandaba mensajes y me dejaba correos de voz. Yo no contestaba.
Hasta cerré mi cuenta
en redes sociales para evitarme sus lamentaciones online. Pero, llamar a mi
casa ya era otro tema. No quería que meta a mi madre en la pelea.
Salí de mi
ensimismamiento a media cuadra de su puerta.
Llegué.
Toqué su timbre.
Ella salió.
“Rafo”.
Se le veía triste y
humilde. No le respondí.
“Perdóname por llamar
a tu casa”.
“¿Por qué lo hiciste?”
“Es que… no podemos
seguir así”.
“Lo siento, Laura. No
puedo lidiar con tus celos. Me cansé de eso”.
“Me confundí. Acepto
que me confundí”.
“¿Podemos ir a hablar
en otra parte?”
Fuimos a un parque cercano, donde el alegato de disculpas se repitió.
“Laura, una relación
basada en la desconfianza no funcionará. Y tú y yo lo sabemos perfectamente”.
“”Entiendo. Pero, ¿si
comenzamos de nuevo todo?”
“¿Todo?”
“Desde cero… Rafo, nos
conocemos hace mucho, nos amamos. Soy… tu… tu muñequita”.
El corazón se me
ablandó. Laura había utilizado la misma expresión con la que yo solía buscar la
reconciliación.
Al fin la miré a sus
ojos, donde ya aparecían lágrimas. Hice un esfuerzo para no desbaratarme.
Le tomé las manos.
Me acerqué poco a
poco.
Al fin la abracé, y
ella comenzó a llorar.
La besé en las
mejillas y seguí hasta alcanzar sus labios.
La pasión no tardó en
renacer, al punto que disimulé como pude una nueva reacción de mi enorme
libido, asomando desde mi entrepierna.
“Vamos a otra parte”,
le propuse ya en tono de romance.
Ella aceptó.
Fuimos a otro hospedaje para parejas, el Red Way, y antes de subir a la habitación compré una caja de condones.
Al entrar, volvvimos a
besarnos con locura, nos desnudamos y nos acostamos en la cama.
Repasé decenas de
veces mi mirada sobre su cuerpo esbelto, cuidado a base de dietas y algo de
jogging matutino. Su rostro era una mezcla de sentimiento y deseo. Ella me
pedía sin palabras que la cubriera con mi peso y le brindara toda la pasión que
solo yo podía darle.
Cuando sentí que ella
ya estaba lista para recibirme, saqué uno de los profilácticos.
“Rafo, no estoy en mis
días fértiles”.
“Tranquila”, le dije,
mientras me colocaba el jebe.
Nuevamente aquella
sesión de gemidos, caricias, pequeños golpes, alternancia de dominio y
sumisión, locura, frases sucias y cariñosas al extremo… orgasmo mutuo.
Tras acabar, Laura
descansó su cabeza sobre mi pectoral izquierdo.
“Conociste a otras
chicas?”
“Laura, por favor”.
“Perdona”.
Quedamos medio minuto
en silencio.
“Mira. Reconozco que
no soy santo. Te consta que muchas veces saqué los pies del plato; pero,
créeme, esa situación llega a aburrir”.
“No entiendo, Rafo.
¿Qué quieres decir?”
La miré a los ojos.
“Que es hora de sentar
cabeza, creo yo”.
“No entiendo”.
“Démonos un mes para
reconstruir la relación. Si vemos que funciona, seguimos para adelante; si no,
tendremos que terminar civilizadamente”.
“Bueno. Si tú lo
dices”.
“Tienes que confiar
nuevamente en mí, pero totalmente, sin dudas, Laura. Es lo justo”.
Se acostó sobre mí,
tan desnuda como su aparente fragilidad. Me besó en la boca y sonrió
tiernamente.
Acarició mi cuerpo,
tan desnudo como mi sensualidad.
“Tenemos un trato,
entonces”, le insistí.
“De acuerdo”,
respondió ella.
Era casi medianoche,
cuando nos duchamos juntos, nos vestimos, la fui a dejar a su casa y regresé a
la mía.
Al llegar, mi madre
estaba en la sala.
“No llamaste otra
vez”.
No respondí. Fui a mi cuarto, me quité la ropa, me metí a la cama, y me quedé profundamente dormido.
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