Siempre admiré a T.T.Boyd: su cuerpo simétrico y con volumen, su rostro agradable, su actitud, y la manera cómo desplegaba sus sesiones de sexo explícito en la pantalla. Siempre que buscaba en la red, alquilaba videos porno o iba a la sala triple X de la ciudad, procuraba sus películas… bueno, videos.
en el ecran del
espacio donde el noveinta y nuebe punto nueve por ciento de la concurrencia son
varones, o al menos se visten como tales, el actor porno ejecutaba una de sus
típicas escenas de penetración a una modelo rubia y de exagerada ninfomanía.
La imagen era muy
opaca, lo suficiente para que sin vergüenza metiera la mano dentro de mi short,
buscara la pretina de mi calzoncillo y me acomodara mi dura masculinidad que
pugnaba por ganar espacio y longitud.
“¿está ocupado el
asiento?”, dijo alguien de pie a mi derecha.
La aparición hizo que
me quitara la mano de mis genitales tan rápido como pude.
“No. Está libre”,
respondí.
La silueta se sentó.
Yo puse mis antebrazos
en los respaldos de la butaca. Para nada perdí contacto visual con la acción en
la pantalla.
“Recién comenzó?”, me
dijo aquella persona . Era una voz varonil, no tan grave. Afable diría yo.
“No… La verdad no…
Tendrá como diez minutos”, informé.
Aunque la presencia
del chico no me incomodó, sí pensé que era inoportuna. Me había sentado en una
de las esquinas posteriores de la platea, cerca de una columna, para que
nadie viera si acaso
pretendía masturbarme. Y éste era uno de esos momentos cuando deseaba hacerlo.
Sí, suena raro.
Jamás me masturbaba en
el baño de mi casa ni en mi cama. Siempre sentía el miedo que mi vieja o la
empleada entraran y me sorprendieran. A mi vieja le habría dado un infarto, en
primera por la escena, y en segunda porque la Naturaleza fue muy generosa con el
tamaño de mi miembro.
Además, a propósito
había ido al cine con la ropa del gimnasio, de donde venía, para evitar la
incomodidad de bajarme la bragueta, desabotonarme, y buscar al ‘muchacho’ con
el propósito de que tome aire.
La única vez que hice
eso, casi lo magullé con la cremallera. Y, aunque iba a encontrar quién se
preste solícito, o solícita (si era una loca), a ayudarme, iba a ser el señor
papelón.
¿A qué hora se iría
este pata del costado? ¡Quería masajeármelo!
Y pasó.
Como si el cielo me
hubiera escuchado, el compañero de fila se levantó de su asiento.
Cuando me aseguré que
no viniera, procedí a sacármelo y autocomplacerme. Total, aquí está oscuro y la
única forma de detectar mi osadía era con un visor de infrarrojos, o cuando
algún hijo de puta se le ocurriera encender un cigarro al costado. Obviamente,
más que llenarse los pulmones de nicotina, la intención del tabacómano era
ganarse con los rostros de la concurrencia. Quién sabe, a lo mejor algún
parroquiano nuevo en la sala, o uno de ésos, como yo, que aparecían una vez a
las quinientas.
me acomodé mejor en el
asiento. Me relajé. Mi mano ya estaba haciendo su trabajo. Emitía pequeños
jadeos, uno que otro suspiro.
Entonces, algo me sacó
de cuadro.
Otra vez a mi derecha,
alguien ocupaba el sitio.
Maldije para mis
adentros, guardé a mi ‘compañero de toda la vida’, regresé a mi posición de
concurrente ‘decente’.
“En Internet dice que
ese huevón es medio latino”, me confió la voz de mi compañero de AL LADO. Era
el mismo tipo de hacía unos minutos.
“Sí, ¿no?”, repliqué.
Típica salida de quien te quiere decir ‘no me importa’ o ‘sigue la flecha’.
“Sí”, insistió otra
vez. “Incluso dice que fue gimnasta”.
¿Gimnasta? ¡aguarda!
¿T.T.Boyd es gimnasta?
“O sea… ese huevón ¿es
chato?”. Tenía que salir de dudas.
“Sí, creo que no pasa
del metro setenta”, prosiguió.
¿Metro setenta? ¡La
puta! Y yo que me quejaba de mi metro setenta y cinco.
“Además, dicen que la
tele aumenta cinco kilos”, agregó.
¡Reputa! O sea, yo con
cinco kilos, fácil que le hago la competencia en cuerpo… ¿cinco años entrenando
todos los días (bueno, cinco días a la semana) por dos horas en el gimnasio!
“¿qué más sabes de
T.T.Boyd?”, curioseé.
Sí, lo admito, esa
conversación comenzaba a ponerse interesante.
“Pues… hizo cine gay
hace poco”, me respondió.
“¿Cine gay? Me estás
floreando”.
“¡nada! Entra a
Internet, y descúbrelo tú mismo… por cierto, soy Juan”.
Sentí una palmadita en
mi bíceps derecho.
“Yo, Ra… Ra… Ra… eh…
Rato que no entro a Internet”. Alzé mi mano derecha y se la estreché.
“Mucho gusto”, me
dijo. “¿Cómo te llamas?”
“Eh, Paúl. Sí, Paúl”.
“OK, Paúl”, repitió.
Era obvio que parecía un seudónimo fácil y manganzón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario