“Tranquilo, Leo, todo va bien”.
“No
sé, huevón. Creo que la cagué”.
“No.
Conozco a Darío. Si hubieses hecho lo contrario, sí la habrías cagado”.
Leandro
escucha con dificultad a Rico en el teléfono mientras desciende por el
elevador.
“¿Y
ahora qué?”, inquiere el futbolista mientras el aparato se detiene en el piso
seis y la puerta se abre.
“Espera
al viernes, bro”.
“¿Y
crees que…?”, Leandro trata de ubicar un número mientras camina por el pasillo
del piso seis una vez que sale del ascensor.
“Será
como te dije; recuerda tu objetivo: Roberth”.
Leandro
llega a la puerta del seis cero tres.
“Bueno.
¿Podrás recogerme en una hora aquí en la Torre?”
“Claro,
Leo. Quedamos”.
El
chico corta la llamada y toca el timbre. Espera. Le abre la novia.
“Pensé
que no vendrías”.
“¿Y
hacerte esperar?”
Leandro
ingresa al departamento y la puerta se cierra tras él. La novia busca en su
cartera y entrega al muchacho un billete de cien. Acto seguido, se quita la
bata de baño que viste y queda totalmente desnuda. Leandro hace lo mismo. Lo
siguiente será echarse sobre el sofá y repetir la faena del domingo, aunque,
claro, sin la mirada ni las caricias furtivas del novio ahora ausente.
Una hora después de haber acabado ese ‘servicio’, Leandro toca el timbre en la puerta de un pequeño condominio en el Distrito Centro, pregunta y lo hacen pasar. Sube corriendo los tres pisos y tras tocar una puerta, otra mujer vestida en una bata de baño le abre.
“Buenas
noches, Leo. Pensé que ya no llegarías”.
“Perdona
la hora; no podía faltar”.
La
mujer lo hace pasar hacia una sala abigarrada con cuadros andinos y muebles de
madera, muchos espejos y cristales en los que un elefante habría recibido un
Premio Nóbel por ejecutar El Lagho de los Cisnes por no romper nada.
“Lo
importante es que llegaste”, dice ella, quitándose la prenda y quedando
completamente desnuda.
En
cuestión de segundos, Leandro vuelve a quedarse como vino al mundo, le hace el
amor allí sobre el sofá. Total, esa mujer vive sola. Besos, caricias, sudor, un
rápido ascenso, una larga meseta, un fin que el muchacho ya ni se esfuerza en
retrasar pero que ella lo siente hasta tres veces en solo veinticinco minutos.
La alarma del celular de Leandro marca el fin de la sesión de una hora que, en
realidad, toma cuarenta y cinco minutos.
“¿Mensaje?”,
alcanza a decir la mujer aún extasiada.
“Sí”,
miente Leandro. “Seguro, mi casa”.
La
mujer reacciona:
“¿Adela
está sola?”
“Ehh,
no, la dejé con alguien”.
Leandro
sigue desnudo acostado sobre la mujer tratando de desenlazarse.
“Recuerda
que ella necesita cuidado, Leo”.
“Lo
se, y se lo doy pero tampoco trato de invadir su espacio”.
“Pero
me preocupa que no estés cerca. ¿Qué tal si le pasa algo?”
“Me
avisarán de inmediato”.
“Pero
estás lejos… como a media hora de tu casa en bus”.
“Por
favor…”
“Leo:
no seas terco, mi amor; si Adela viviera aquí, podrías darle calidad de vida”.
“¿Qué
tratas de decir?”
“Que
sientes cabeza”.
Ahora
el chico tiene una buena justificación para levantarse de allí, ponerse de pie
y quitarse el preservativo:
“Apenas
tengo diecinueve”.
La
mujer se pone de pie y lo abraza por la espalda:
“Perdona,
yo no quise…”
Tras ducharse, Leandro nota que la mujer se ha puesto de nuevo la bata de baño y está sentada en una esquina del sofá que unos diez minutos antes era el mejor lecho de pasión… que ella hubiese podido brindar. Coge su mochila y saca una camiseta.
“No
debí decirte eso, perdóname”.
“Tranquila…
Yo entiendo tu punto, pero… no es mi plan ahora. Si todo sale bien, conseguiré
algo mejor y te prometo que ahora sí te pagaremos las consultas con dinero y no
así”.
“Leo,
yo no te estoy pidiendo que me pagues con dinero”.
Leandro
siente perder terreno por esa reacción torpe:
“Tampoco
me parece justo que no ganes nada”, trata de enmendar.
“Mientras
Adela se tome su medicina y venga a sus controles mensuales, yo me daré por satisfecha”.
Leandro
termina de arreglar su mochila.
“Claro,
doctora Barreto. Lo tengo bien claro”.
La
ginecóloga se acerca y estampa un beso en la boca a su amante.
“Tampoco
te vayas así”, le ruega dulcemente.
“No
estoy molesto”, sonríe el semental. “El molesto es… ¡el monstruo Leandrooo!”,
juega el chico, transfigurando su voz, y generando una risa en la chica que
termina de derretir cualquier indicio de hielo con escarcha.
No hay comentarios:
Publicar un comentario