Mientras tanto, en casa del muchacho, Adela, su madre, está sentada frente a la computadora de escritorio, uno de los pocos nuevos bienes que ha podido adquirir gracias a las propinas que Leandro ha ido consiguiendo semana a semana. Lo tuvo cuando apenas había cumplido los veinte años, y casi lista para graduarse como secretaria ejecutiva. Su primer y único embarazo no solo lo truncó todo, sino que la dejó crónicamente débil. De hecho, nunca se explicó cómo trajo al mundo a un niño prácticamente inmune, que no se metía en problemas, pero que vivía y moría por el fútbol, mientras ella sacaba fuerzas de donde no tenía porque voluntad sí le sobraba.
“La medición en el grupo de estudio… no dio
los resultados supuestos durante la fase de hipótesis. Punto y coma. Al
contrario, coma… nos abrieron nuevas preguntas referidas al comportamiento… de
consumidores… que detallaremos en el capítulo tres. Punto aparte”.
A su lado está Cintia, quien tras trabajar
en la casa de novios, vino tan rápido como pudo para acompañarla.
“No quiero que mi vieja se quede sola tanto
tiempo”, le había pedido Leandro.
“¿Y a dónde vas?”, le inquirió ella casi en
son de reclamo.
“Tranquila”, se excusó él. “Todo saldrá
bien”.
Habían pasado casi cuatro horas desde ese
momento.
Adela voltea la mirada hacia Cintia y le sonríe:
“¿Te cansaste, hijita?”
“No”, reacciona la chica. “Me distraje.
Perdone”.
“Leandro, ¿no?”
Cintia traga saliva., mientras afuera de la
casa se oye que un auto se estaciona.
“Bueno,ya habló con él, ya está en camino”.
“Un montón dejas que ese chico abuse de tu
confianza”, asevera Adela con mucho cariño.
Cintia se prepara a mentir negándolo todo,
cuando la puerta se abre: es Leandro… y un desconocido cargando bolsas llenas
de alimentos. Adela y Cintia, como no podía ser de otra manera, se quedan
intrigadas.
“Es mi amigo Rico”, explica el futbolista
tras dar las buenas noches.
El recién llegado saluda con una
caballerosidad que Adela se queda casi avergonzada. ¿Cómo un chico de esa
estampa puede pasar a una casa que no es, precisamente, una joya
arquitectónica? Si bien hay un juego de muebles decente, una televisión
decente, un juego de comedor decente, la sala apenas si tiene cinco por cinco,
con las paredes algo despintadas, sin lindos cuadros y una vieja cortina
evitando ver el pasadizo que nace del otro extremo. Ahora le intriga las bolsas
blancas con el logo rojo de un supermercado.
“Déjalos aquí en la mesa, por favor Rico”,
pide Leandro. “Luego los llevo a la cocina y los organizo.
Cintia se reprime las ganas de saber dónde
había estado su amigo esas casi cuatro horas. No luce cansado. Hasta podría
jurar que luce un ánimo renovado; nada que ver con alguien que ese domingo ha
jugado noventa minutos en una cancha, modelado casi cuarenta minutos, y
desaparecido aproximadamente cuatro horas.
“Es hora de que Leíto te acompañe a tu
casa”.
Cintia despierta como si una bolsa de
plástico llena de aire le hubiese estallado en el rostro.
“Hijito, para que acompañes a Cintita”,
pide Adela.
Leandro accede, deja la mesa y llega hasta
donde la chica.
“¿Vamos?”, invita él.
“Pero, ¿tu mami?”, le susurra ella.
“Ah, se queda con Rico”, dice el muchacho
bien suelto de huesos.
Tras despedirse efusivamente de Adela y
secamente del nuevo amigo de Leandro, ella y el futbolista caminan las tres
cuadras que hay hasta su casa.
“¿Estás loco o qué, Leandro? ¿Cómo se te
ocurre dejar a ese chico con tu mamá? ¿No has leído las noti…?”
“De que asaltan, matan o violan, Cintia?
¿Esas noticias?”
“Leo, ni siquiera sabes de dónde es”.
“Si quiere plata, él me ha visto con plata;
tenía todo el trayecto desde el supermercado hasta la casa para desviar el
carro y llevarme quién sabe por dónde”, justifica el mancebo. “Igual, si me
hubiese querido matar…”
“Ay, Leo, no sé si eres o te haces el
tontito”.
“Me hago… así la gente cae más rápido”, ríe
Leandro.
“Y… ¿dónde estuviste toda la tarde?”, al
fin se anima a interrogar Cintia.
“Bueno”, carraspea Leandro. “El cliente de
la señora Ibarburu trabaja para la Corporación Echenique y… quería hablar
conmigo sobre el San Lázaro… unas… colaboraciones”.
“¿Corporación Echenique? Esa es una de las
familias más ricas del país”, recuerda ella. “Oye, ¿y desde cuándo tú negocias
auspicios para tu equipo de fútbol?”
“Tengo la caja de ahorros del equipo,
¿recuerdas?”
Cintia levanta las cejas:
“Ay, una cosa es que manejes un pandero, y
otra es que veas auspicios”.
Cuando Leandro regresa a su casa, respira
aliviado: Adela sigue sentada frente a su computadora de escritorio y a su lado
derecho está Rico dictándole el documento que estaba mecanografiando, con una
dicción digna de locutor comercial; incluso, sin acento. Paranoias de mujer,
pensó para sí.
“¿Cómo va ese texto?”, pregunta mientras
deja la llave en un clavito al costado de la puerta, y la cierra porque ya
comenzó a correr un poco de frío.
“Justo hemos terminado el capítulo dos y
estoy diciéndole a Rico que venga mañana para avanzar el tres”, sonríe Adela.
“Gracias”, sonríe también Rico, olvidándose
de su más menos logrado español neutro.
Adela se levanta, cansada:
“Me voy a dormir”, le dice a Leandro.
“Estás en tu casa”, se expresa afable mirando a Rico.
Diez minutos después, el visitante se
acomoda sobre el sofá algo irregular cuando el anfitrión regresa con dos
grandes carpetas de cuero: una negra y una roja. Sonríe ante la mirada curiosa
de Rico, y le entrega la primera. El taxista la abre y se queda sorprendido:
Recortes publicitarios”, verifica.
“Avanza”, le pide Leandro, sin dejar de
sonreír.
Rico obedece y, de pronto, su rostro se
ilumina, mira al de Leandro.
“¿Cómo la obtuviste?”, le pregunta algo
emocionado.
“Te dije que tenía el recorte, que no lo
había bajado de Internet”.
En la carpeta aparece el aviso a toda
página de un instituto tecnológico de computación. En una de las fotos, Rico
aparece tecleando una computadora, y en otra, alguien que, a su vez, le es conocido
a él.
“Darío”, suspira.
“¿Qué Darío?”, Leandro abre sus ojazos
caramelo.
Rico reacciona, sonríe de oreja a oreja.
“Nadie. Es este chico”, le señala a un
modelo en la foto principal del anuncio, que aparece con una modelo de pie y
revisando una pantalla. Su rostro es dulcemente masculino, cabello algo
ensortijado, evidente contextura atlética.
“¿Darío Echenique?”, ahora verifica
Leandro.
“Sí, él”, se ruboriza Rico.
“¿Lo conoces acaso?”
“Bueno, digamos que sí”.
“Es el modelo más importante del país”,
asevera el futbolista.
“¿Te gusta el modelaje, cierto?”
“Bueno, me permite tener dinero extra al
fútbol”.
“Es una carrera linda, pero hay que tener
vocación”.
“¿Por qué no modelaste más?”
“Problemas”, se comienza a apagar Rico
mientras pasa el resto de páginas que Leandro ha archivado. “Tú sabes que un
extranjero como yo ahora ya no es bien visto para tener un trabajo formal”.
Finaliza la carpeta negra.
“¿Qué hay en la roja?”, curiosea el
visitante.
“Mírala”, invita Leandro.
Rico lo hace.
“Las fotos de época Semanal… bueno, toda la sesión, parece”.
“Sí, están todas”, confirma Leandro.
En las primeras páginas el modelo luce un
traje formal, tipo ejecutivo; las siguientes son más casuales. Luego vendrán
las más deportivas, poniendo el acento en el fútbol. Y al final…
“Wow, qué buenos desnudos”.
… Al final, Rico encuentra las fotos de la
ducha.
“La ventaja es que el fútbol te saca buen
culo y piernas”, ensaya una explicación técnica, el visitante. “El resto es
solo marcar”.
“Hago trabajo de gimnasio tres veces por
semana”, explica Leandro.
En las últimas páginas, los desnudos se
vuelven frontales. Rico bota aire.
“Te atreviste también. ¿Quién te hizo la
sesión?”
“Ricky Navarro”, responde Leandro.
“Ah, sí lo conozco. También posé para él
alguna vez”.
“Lo bueno que has sido modelo también,
porque otras personas, si ven esos desnudos, o me tachan de inmoral, o ya
estarían queriéndome agarrar la pinga o el culo”, ríe Leandro. “A mi vieja no
le gustan”.
“Yo también he posado desnudo”, sonríe
Rico, tomando su celular, moviendo algo en pantalla y ofreciéndocelo a su
anfitrión. Efectivamente, el muchacho aparece en medio de un bosque donde
progresivamente se va quedando sin ropa, hasta que Leandro se sorprende:
“Aquí estás con la…”
“¿La verga al palo?”, baja la voz Rico.
“No me digas que te las hizoRicky también”,
sonríe Leandro.
“Ricky sí me pidió posar al palo, pero algo
no me animaba. ¿Tú le posaste así, erecto?”
“Tampoco… Entonces, ¿quién te hizo estas
fotos?”
“Roberth Peña”.
Leandro se queda de una pieza.
Hablas de Ro… Roberth Peña, el fotógrafo
más importante del país?”
Rico sonríe:
“Sí, él. ¿Por qué?”
Leandro no puede cerrar la boca de la impresión. Sobre el sofá de su sala, su cuerpo desnudo en las fotos invitan a algo más que una simple apreciación de estilo renacentista. Invitan a algo… más íntimo.
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