Ese martes, Rico recoge a Leandro al finalizar el entrenamiento en el Estadio Municipal, y en lugar de llevarlo para su casa en el norte de la ciudad, lo lleva hacia el centro sur, muy cerca de la casa de novios y la Torre Echenique, la que se divisa algunas cuadras en dirección al mar. Se estacionan en una quinta, y tras pasar el portón de metal sin tanto enlucido, llegan a una de las viviendas de dos pisos pintada en blanco casi impecable. Adentro, el color es el mismo, solo que apenas si hay un sofá cubierto por un trapo como toda mueblería, una cortina blanca traslúcida que da una hermosa iluminación difusa, sin muchas sombras, una especie de gran dintel que separa lo que debería ser el comedor, y una puerta al fondo que lleva a la cocina y otra a a la derecha que lleva a las escaleras del segundo piso, a las que se puede acceder también por la mampara enorme en lo que debería ser la sala. Rico quita el trapo del sofá e invita a que Leandro tome asiento.
“¿Cómo
conseguiste esto?”, pregunta el futbolista, quien no ha cerrado la boca desde
que ingresó.
“Contactos”,
responde lacónicamente el nuevo amigo, con una enorme sonrisa que agranda más
su boca de labios carnosos.
Leandro
toma su mochila y saca algo: un sobre manila que alcanza a Rico, quien, al
abrirlo, sonríe entrañablemente.
“¡La
ampliaste!”, exclama al ver que se trata de su foto en la computadora pero esta
vez en un papel brillante de veinte por treinta. “Ni siquiera tengo el original
de esta foto”.
“Claro
que al diseñador le costó trabajo recuperarle la nitidez, pero quedó bien”,
explica Leandro también entre sonrisas.
“Qué
va, chico. Quedó estupenda”.
“Entonces,
cuéntame de tu proyecto aquí, porque me dijiste que solo me lo contarías cuando
llegásemos”.
Rico
coloca el sobre en una caja de cartón que está pegada a una de las paredes y se
sienta junto a Leandro.
“Quiero
montar aquí un pequeño estudio para hacer fotos y videos”, le confiesa al fin
eltaxista.
“Suena
bien”, vuelve a sonreír Leandro. “¿Y ya tienes clientes?”
“Más
o menos… ¿Cuánto ganas al mes por modelar y patear pelota, Leandro?”
“Veamos….
Setecientos un mes malo… Hasta mil doscientos un mes bueno. ¿Tú?”
“en
el taxi me saco como cien diarios”.
“¡Oe,
no está mal!”
“Pero
lo reparto en tercios, Leandro: un tercio pa’ mi familia en mi país, un tercio
pa’ ahorro, un tercio pa’ mis gastos”.
“Igual,
Rico, eso es mil líquidos solo para ti; yo tengo que repartirlos en todo”.
“Lo
sé, Leandro. Pero da la casualidad que hay un trabajo donde puedes sacarte dos
mil quinientos en dos días, y eso para empezar”.
“¿A
quién hay que matar?”, bromea Leandro.
Rico
sonríe:
“A
nadie; mas bien, posar desnudo y erecto”.
Leandro
se queda en silencio por unos segundos.
“Perdona”,
le aclara Rico, creyendo haber estropeado el momento.
“NO…
para nada”, reacciona al fin su invitado. “¿Dos mil quinientos por posar calato
y al palo?”
“Y
pajeándose hasta acabar”, añade Rico. “Cuatro sesiones de hora y media a dos
horas, hasta tres, durante dos días”.
Leandro
no tiene que hacer mucha matemática para entender que en cuarenta y ocho horas
puede sacar el equivalente a tres meses
de trabajo si las cosas van mal, o dos si todo va bien; y aún queda un
sobrante.
“¿Pero
y esas fotos dónde se van a ver, Rico?”
“El
contrato dice en los Estados Unidos; pero ya sabes cómo es Internet: se
filtrarán como les ocurrió a esos culturistas de acá”.
Leandro
recuerda vagamente que ocho años atrás, un programa de espectáculos por
televisión, chismes de farándula mas bien, sacó un informe donde revelaba que
varios musculosos habían posado como Rico propone, y las imágenes terminaron
filtrándose. Aunque no lo confiesa, él sabe que incluso, a pesar de una guerra
por los derechos de autor, los videos de cuarenta minutos en promedio están
subidos por usuarios privados. Piensa en cuál sería la reacción de su madre (la
vieja se infartaría sí o sí, reflexiona), qué pasaría en su equipo, qué pasaría
con sus aspiraciones:
“¿Y
qué hay que hacer para chambear en eso?”
“Hacer
una pequeña sesión de prueba”, replica Rico.
En
cuestión de minutos, se organiza una en esa sala. El taxista saca una cámara
fotográfica semiprofesional (ante la sorpresa de Leandro) de la caja de cartón
y se dispone del espacio entre la sala vacía y el comedor también vacío.
Leandro deja la mochila en el sofá y toma su marca. Lo mismo Rico, quien
durante los próximos minutos comenzará a dar órdenes a su modelo, como los grandes
fotógrafos profesionales:
“Manos
a la cintura… así, sonrisa… pie izquierdo algo más adelante, no tanto, ¡ahí!”
Y
conforme la sesión avanza, Leandro va perdiendo cada una de sus prendas hasta
quedar como Dios lo trajo al mundo.
“eso,
aprieta el culo… bien”, ordena Rico. “Gira… Acaríciate… Mano al huevo… eso…
Masajéatelo”.
Leandro
comienza a masturbarse, pero parece no conseguir el resultado que Rico espera:
“¿Demora
en ponerse duro?”, consulta el fotógrafo ad-hoc.
“Lo
que pasa es que no hay mucha estimulación”, sonríe Leandro pendejamente.
“Te
pongo una porno”.
“No,
eso no hace mucho efecto… Si hubiese alguien que…. La chupe”.
Rico
ahora ssonríe pendejamente:
“¿Y
cómo debe ser ese ‘alguien’?”
“Alguien
que la sepa chupar”, guiña un ojo el modelo desnudo.
Un
par de minutos después, Rico está arrodillado ante el cuerpo del adonis al
natural practicándole sexo oral.
“¿Por
qué no te quitas la ropa?”, suspira Leandro.
Rico
accede, y si su trasero es motivo de alabanza pública, el de su nuevo amigo no
se queda atrás: ahora sí, su erección es plena. Rico toma más fotos hasta que
Leandro siente el cosquilleo que anuncia el orgasmo:
“Las
voy a dar”.
“Aguarda”,
pide Rico, quien apaga la cámara, la pone en el cajón de cartón, se acerca al
otro muchacho, lo abraza frontalmente apretando su excitación contra la otra, y
comienza a besarlo en la boca. Aunque no se tienen más imágenes, la sesión
finaliza con ambos haciendo el amor tiernamente sobre el sofá.
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