Mientras el colectivo me llevaba al centro de la ciudad, trataba de no dejarme abrumar por el hecho de que Laura, mi enamorada (en principio), hubiera llamado a la casa.
De hecho sí me percaté
que me había llamado al celular, pues cuando lo prendí, encontré cinco
notificacioness suyas y un mensaje de voz que ignoré, que ni siquiera escuché,
pero que tranquilamente era suyo.
Si bien el trabajo me
puso fuera del alcance de su requerimiento, no pude quitarme de la cabeza el
hecho de que quisiera hablar conmigo. Se supone que la última vez que la había
visto, tres semanas antes, fui claro al pedirle no querer saber más de ella.
Laura es ingeniera de
sistemas como yo, pero consiguió trabajo en una oficina gubernamental, lejos de
donde estaba.
Comenzamos a ser
enamorados desde el sexto ciclo de la carrera, o sea, unos tres años y medio
atrás.
Laura es hermosa,
cabello lacio negro bien cuidado, no tan blanca, delgada, tranquila, de su
casa, inteligente y con mucha actitud. Llegó a ser la delegada de salón, y
varios compañeros llegaron a preguntarme cómo fue posible que la alumna más
brillante del ciclo anduviera con el sinvergüenza de la facultad. Yo me reía
solito.
Tampoco hice mucho
esfuerzo para conquistarla; simplemente fui yo mismo.
Aunque sí reconozco
que, al mes de ser enamorados, me la llevé a la cama, y la hice disfrutar como
nunca en su vida. Desde entonces, uno de los momentos que ella ansiaba más era
hacer el amor conmigo. Allí para nada era tranquila ni juiciosa, perdía todo el
control, gemía con tal ansiedad que parecía morir. Gracias a mí, ella conoció
algunos hospedajes al paso y los años nuevos en la playa, donde mientras el
resto se abrazaba por otros doce meses de prosperidad mojándose en las
rompientes, nosotros recibíamos las doce haciéndolo en nuestra habitación, al
punto que nos perdíamos todas las fiestas, a propósito.
Como nuestras horas de
almuerzo coincidían, la llamé.
“¿Rafo?”
“Me dijeron que
llamaste a la casa. ¿Qué quieres?”
Fui seco al hablarle,
como si se tratara de las cojudas que llaman inoportunamente a venderte
celulares o planes tarifarios nuevos, o seguros que no necesitas, o a ofrecerte
tarjetas de crédito preaprobadas (como las del Popular).
“Sí. Disculpa. Es que…
quiero hablar contigo”.
“Creo que ya hablamos
lo que teníamos que hablar”.
“Sí, Rafo. Entiendo,
pero… creo que… me equivoqué”.
¿Laura reconociendo
que se equivocó? ¡ésta sí que era nueva!
Siempre que nos
peleábamos, jamás ella reconoció parte de la responsabilidad. Siempre era mi
culpa. Aunque, siendo honestos, todas nuestras peleas eran por pendejadas mías,
y todas por no tener cuidado a la hora de meterme con alguna chica que por ahí
se me lanzaba. Aparte que fui un imbécil, porque se me ocurría llevar mis
choques-y-fugas al mismo hospedaje donde solía llevar a Laura, al Dreams, tanto
que una vez me sorprendió justo a la salida y se armó el escándalo. ¿Cómo se
enteró? Nunca falta un chismoso, un atrasador o una despechada.
“Rafo, ¿sigues ahí?”
“sí. Te veo en tu jato
a las nueve, ¿te parece?”
“Claro. Te espero”.
Salí a las cinco y media y fui directo al gimnasio. En las bancas de abdominales estaba Josué, mi pata de toda la vida, mi promo de toda la secundaria, mi amigo, mi mejor amigo, mi confidente, la única persona que me entendía en el mundo y que nunca me dio la espalda.
“¡Tuco!”
Josué se levantó de la
banca, se acercó y me saludó con un estrecho abrazo.
“¿Qué hay, Rafo?”
“¿Y ese milagro?”
“Ah. Estoy de
vacaciones por quince días”.
Josué no fue a la
universidad. Estudió algo relacionado con construcción en una de esas escuelas
técnicas donde debes asistir con uniforme, y tuvo la suerte de engancharse con
una contratista que lo tenía paseando por todo el norte peruano. En su cuenta
de redes sociales, siempre tenía fotos suyas con unos paisajes lindísimos como
fondo.
Aunque nos veíamos una
o dos veces al mes, eran charlas largas, donde podía desahogarme, soñar,
maldecir, reír y hasta llorar. Durante la época del colegio, era el único capaz
de contradecir con fundamento a los profesores. Por ese temperamento medio
subversivo, le decíamos el Tuco.
Esa tarde entrenamos
juntos.
“Te arreglaste con tu
señora, Rafo?”
“No, pero me llamó
hoy. Quiere que vaya a verla”.
“¿Irás?”
“Sí. Saliendo de
aquí”.
“¿La perdonarás?”
“No sé. Esta vez sí se
pasó de la raya, huevón”.
Josué comenzó a
levantar la barra con pesas. Estábamos entrenando pecho.
Hizo sus doce
repeticiones y dejó todo listo para que entrara yo a hacer press de banca.
“Cambia esa cara,
Rafo. Seguro se arreglarán”.
“Esta vez pasó una
huevada más”.
Josué frunció
levemente el entrecejo. Era obvio que no entendía nada.
“¿estás con otra
jerma?”
“Oe, Tuco, ¿qué haces
el sábado por la noche?”
“Nada, huevón. Plan H.
mirar el programa de coreografías en la tele”.
“Mariconadas”, espeté.
Josué se rió, mientras
yo comenzaba mi serie. Hice trece o catorce repeticiones. No recuerdo bien.
Al levantarme de la
banca, , Josué me miraba con esa sonrisa acogedora. Ah, carajo, ¡qué chévere es
la amistad!
“Anda a mi jato el
sábado, Tuco. Necesito conversar, huevón”.
Josué se la pensó unos
segundos.
“¿A tu vieja le siguen
gustando los alfajores?”
“Sabes que mi vieja es
dulcera, así que cualquier cosa con azúcar, te la apreciará sin chistar”.
Reímos juntos de nuevo.
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